La religión de Zoroastro, antesala del judaísmo y el cristianismo.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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La turbación de los padres de la Iglesia de los siglos segundo y tercero no pudo dar respuesta coherente a las sorprendentes semejanzas que encontraron entre la religión de Mitra y el cuerpo de sus doctrinas, todavía heterogéneas y en proceso de formación. No dudamos de que la posición adoptada por Justino, que luego se convertiría en canónica entre los venerables padres de la Iglesia, en el sentido de que aquellas analogías paganas respondían a una anticipación en el tiempo de la obra del diablo («anticipación diabólica»), pudo resultar de suma utilidad en unos tiempos de credulidad, superchería e ignorancia; pero lo cierto es que, a partir del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración europea esta idea terminó provocando no tanta hilaridad como compasión y misericordia. Si de verdad los padres de la Iglesia hubieran conocido el verdadero sistema de «alcantarillado» y los vasos comunicantes (la base material) del desarrollo de la historia, este punto de vista de Justino los hubiera llevado a conclusiones muy diferentes y contrarias a la formulación de sus dogmas. Pero, lejos de un proceso histórico de relaciones en continuo cambio y transformación, lo que estos «benditos» eclesiásticos descubrieron a su alrededor fue una serie de fenómenos aparentemente aislados e inconexos, sostenidos bajo la idea de la creación del mundo y el pecado de Adán, y encajados a machamartillo dentro de una ideología esclerotizada tomada del gnosticismo y del más pedestre judaísmo, que, muy en líneas generales, actualizaba el esquema de «salvación» de la metafísica del platonismo.

En el fondo, debía producir escalofríos la soteriología que la presencia de Mitra suscitaba por todos los rincones del Imperio, expresada en los mismos términos que lo hacían los propagandistas de Cristo; con el mismo cielo y el mismo infierno en el horizonte ultraterreno; similares ritos e idéntica escatología del fin de los tiempos, del juicio final y, según algunos autores, de la resurrección de los muertos. Desde finales del siglo tercero, por lo demás, los dos sistemas salvacionistas (cristianismo eclesiástico y mitraísmo romano) celebraron el nacimiento de su respectivo redentor (enviado por Dios a la tierra) el mismo día veinticinco de diciembre, como nacimiento del sol invencible. Tantas y tan profundas fueron, en definitiva, las analogías y las semejanzas entre uno y otro sistema de salvación que el ágape y el signo marcado en la frente de los mitraístas fueron asociados por los obispos con la eucaristía cristiana y con el rito de la signatio eclesiástica, el símbolo con el que se consumaba el sacramento del bautismo.

Decimos que los padres de la Iglesia observaban el mundo desde una mera superficie «fenoménica», a pesar de su platonismo, porque, si bien es cierto que se hallaban inmersos en la concepción lineal del tiempo que venían patrocinando el judaísmo postexílico y los hitos de la literatura apocalíptica (creación del mundo, juicio final, fin de los tiempos y definitiva llegada reino), carecían de los elementos de juicio necesarios como para descubrirse a sí mismos y a sus doctrinas formando parte de un proceso de transformación y continuo cambio cultural. No digamos ya para descubrir los orígenes y las líneas de evolución de su ideología, de sus dogmas y creencias, que ignoraban por completo. Su «conciencia de la historicidad», exactamente igual que la de la religión mazdeísta, no fue otra que la derivada de la mitología del tiempo lineal escatológico, que debía concluir con la salvación o la condenación de los hombres, para dar paso al fin de los tiempos y al «reino de Dios» en la doctrina cristiana y al «reino del espíritu» en la religión de Zoroastro. Todo lo cual nos sitúa ante una interrelación cultural y religiosa en la que creo necesario insistir, una vez más, si queremos entender el proceso de cambio permanente experimentado por los diversos judaísmos del periodo del Segundo Templo, muy particularmente su etapa final en la que surgieron el gnosticismo cristiano y el cristianismo romano de la Iglesia.

Según Meyer y Reitzenstein, y más recientemente Widengren, Boyce, Hultgård, Hinnells y otros integrantes de la corriente conocida como «Historia de las Religiones» (Religionsgeschichtliche Schule), las analogías entre las antiguas tradiciones persas zoroastrianas y la escatología apocalíptica judeocristiana no solo fueron una evidente consecuencia del influjo iranio sobre el mundo judeohelenístico, qumranita y cristiano, sino que tales influencias se retrotrajeron, en algunos casos, a la antigua tradición de los aqueménidas persas y a la liberación del cautiverio de Babilonia. No hay que olvidar que Ciro el Grande, «mesías-cristo» de Israel y rey de los medos y los persas, liberó a los israelitas del cautiverio de Nabucodonosor en Babilonia, ofreciéndoles dos siglos de paz y prosperidad dentro de las demarcaciones fronterizas de su imperio, hasta la llegada de las tropas de Alejandro.

Otros autores, como Benveniste y Eliade tampoco dudaron a la hora de constatar que numerosas ideas religiosas, que durante siglos hemos considerado originales creaciones del cristianismo o del judaísmo, fueron «descubiertas, revalorizadas y sistematizadas» dentro del antiguo universo simbólico de la cultura y de la religión indoirania de Zoroastro. «Recordemos únicamente las más importantes de ellas: la articulación de diversos sistemas dualistas (dualismo cosmológico, ético y religioso); el mito del Salvador; la elaboración de una escatología «optimista», en la que se proclamaba el triunfo definitivo del bien y de la salvación; la doctrina de la resurrección de los muertos; muy probablemente, algunos mitos gnósticos, y finalmente, la mitología del magus, reelaborada durante el Renacimiento».

En cuanto a ciertas analogías de envergadura, no hay que olvidar tampoco que el zoroastrismo (o primitivo mazdeísmo), que situaba a Ahura Mazda (Ahura Mazdā) en el dominio de la transcendencia frente a la inmanencia de su creación, fue la primera religión revelada desde el «exterior» del cosmos y la primera religión de salvación de la historia, llegando a ser considerada por algunos autores como la primera «religión del libro» (Avesta). La religión reformada de los antiguos ariófonos persas presentaba un dios Padre creador, bueno, omnipotente y omnisciente (Ahura Mazda); describía el mito del juicio final, del fin del mundo y de la resurrección de los muertos, como fundamentación de su ética y de su moral; tras la muerte, ofrecía la recompensa o el castigo, el cielo o el infierno; instituía el rito de la confesión de los pecados; entre los espíritus auxiliares de Dios se encontraban los santos benefactores (ángeles y arcángeles) y los daēuua (demonios) o espíritus del mal; Angra Mainyu anticipaba la figura de Satanás; su doctrina participaba de los mitos del hombre primordial, Gayōmart, y de la primera pareja humana, Masye y Masyane (Mašīa y Mašīānag), equivalentes a Adán y Eva; poseía una antiquísima noción del «pecado original»; y el «espíritu santo» (Spenta Mainyu), junto al Padre, facilitaba los buenos pensamientos, las buenas palabras y las buenas obras que debían permitir la salvación (del «cuerpo» y el alma) tras la muerte.

Con este objetivo, Ahura Mazda enviaba al salvador Saoshyant (Saošiiant) a la tierra, quien debía nacer de una virgen en una gruta y ser anunciado por la luz refulgente de una estrella, antes de redimir a la humanidad tras la batalla escatológica del fin de los tiempos. Todo ello, dentro de una doctrina que ponía también en juego uno de los muchos antecedentes del dogma de la «santísima trinidad», recreado éste al final de la dinastía aqueménida e integrado, como reconoce la epigrafía superviviente, por Ahura Mazda, Mitra y Anahita.

Por lo demás, el mazdeísmo zoroastriano ofrecía al transcurso del tiempo (como el judaísmo y el cristianismo) un carácter lineal (y no circular, como ocurría con los indoeuropeos de la India o los de la Grecia arcaica); una línea situada entre los dos puntos determinados por la creación del mundo y el juicio final, que debía dar lugar a la renovación y a la vuelta a la edad de oro de los bienaventurados y los benditos. Se trataba además de una religión que presentaba, en principio, todos los rasgos del monoteísmo; de carácter sacramental, y dirigida al «pueblo elegido» (la comunidad de los justos): un grupo iniciático integrado por aquéllos que habían recibido la investidura de la túnica sagrada y el cíngulo, y a cuya descendencia, al margen de todo proselitismo, le correspondía la continuidad de una tradición espiritual heredada de la familia.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 231-234.