Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Mas allá del mero simbolismo, encontramos en Juliano una relación de identidad (de «mismidad») entre Helios-Sol y el «Hijo Unigénito» («el único») que permite el intercambio nominal o la sustitución de los términos sin variar sus significados. El jesuita Antonio Orbe lo entendió también con mucha claridad cuando manifestó que «los teólogos solares adaptaron la tradición pitagórica sustituyendo el Logos por el Sol, que dirigía, desde el centro de las esferas planetarias, el coro de las Musas y producía el acorde sinfónico que aseguraba la unidad del mundo. Tal adaptación, sensible entre los estoicos del siglo primero, alcanzó largo éxito y había de llegar hasta los platónicos del Renacimiento». Es decir, a partir del platonismo y del estoicismo, el Sol, más allá de ser un símbolo de la vida en la tierra, un evidente paradigma de inmortalidad y un agente de salvación de algunos cultos mistéricos, incluso un fetiche de adoración panteísta, se convirtió en el mecanismo clave de la teología racional (gnosticismo) sobre la que se construyó el mito de Cristo. Pues, asimilado al «fuego inteligente», el Sol acabó transformándose, en el mundo grecorromano, en un principio cósmico: «De hierofanía se convirtió en idea, siguiendo un proceso análogo al de otros dioses uránicos. […] Así, por ejemplo, la subordinación del sol a Dios recordaba el mito primitivo del demiurgo solarizado, sus relaciones con la fecundidad y el drama vegetal, etc. Pero, en general, [los nuevos rasgos] no fueron sino una pálida imagen de lo que en otro tiempo significaron las hierofanías solares; una pálida imagen que el racionalismo borró casi por completo». Ya hemos visto que, para Platón, el Sol fue la imagen del Bien, tal como se manifestaba en la esfera de las cosas visibles; para los órficos, fue la inteligencia del mundo, y, para los estoicos, la fuente del fuego inteligente que hacía posible la inteligibilidad del mundo. Pero en este contexto intelectualista, el proceso de racionalización y el sincretismo se fueron desarrollando conjuntamente hasta llegar, en los siglos cuarto y quinto, a visiones sincrético-racionalistas y elaboraciones, como la ofrecida por el emperador Juliano.

En consecuencia, solamente desde una concepción dogmática y muy estrecha de los orígenes del cristianismo puede decirse que el Sol fuese un mero símbolo de Cristo, eludiendo, como hicieron los padres de la Iglesia, los teólogos y en general toda la cristiandad, el trasfondo mítico que subyacía al judaísmo helenizado del siglo primero y el sustrato racional de la primera teología cristiana. Unos contextos culturales en los que el Sol fue mucho más que un símbolo ocasional del Logos: fue algo que pertenecía, como el Hijo manifestado, a la esencia misma del Logos, y que, en consecuencia, le otorgaba a Cristo el rango de entidad solar bajo relación de identidad y no de mero simbolismo. Y digo «entidad solar» y no «divinidad» o «dios solar», porque Jesucristo no fue, en realidad, una divinidad, sino el Hijo de Dios, el Logos, construido con los materiales de la filosofía alejandrina del platonismo medio y del eclecticismo filoniano: un héroe solar con rasgos similares a otros tantos héroes míticos presentes tanto en las Escrituras judías como en la literatura pagana. De esta forma, como Logos racional, Cristo fue el Sol (el Logos Solar), tal y como han interpretado durante veinte siglos todas las corrientes del gnosticismo cristiano. Como Salvador e Hijo de Dios, en el plano de la devoción popular, Cristo fue también un héroe solar, exactamente igual que lo fueron Josué y Sansón en el judaísmo, o Apolo, Dioniso, Marte, Mercurio, Esculapio, Heracles, Serapis, Osiris, Horus, Adonis, Némesis, Pan, Saturno, Adad e incluso Júpiter en el paganismo. Y como deidad que, además, respondía al arquetipo de la muerte y la resurrección, el Sol fue una pieza imprescindible (junto a la Luna) del lenguaje y del discurso mítico que daba razón y explicaba el significado soteriológico de su misterio redentor. No hemos de olvidar que, desde la más remota antigüedad, tal y como ejemplificaba la barca solar de Ra, el Sol había ejercido de psicopompo, transportando, tras el ocaso, por Poniente, y el descenso a los infiernos, las almas de los muertos que debían de ascender, a la mañana siguiente, hacia el reino de la luz celeste.

Si bien, la identificación de Cristo con el Sol no tuvo nada que ver, en origen, ni con el panteísmo popularizado y degenerado del mundo romano, ni tampoco con el mero «simbolismo glorioso» que le atribuyen hoy algunos teólogos contemporáneos. El Cristo-Sol de la filosofía, como toda la base gnóstica de la teología de la Iglesia, fue resultado del pensamiento y del eclecticismo alejandrino del siglo primero que, a través de Filón, contempló la fusión del platonismo interpretado por la tradición y del estoicismo de la época. Digamos que solo muy tardíamente, y tras la aparición en escena del emperador Constantino, pudo identificarse a Jesucristo con el Sol Invictus y con el dios Mitra; pero no hemos de olvidar que ello fue posible porque el mito de Cristo contenía en sí mismo, desde el judaísmo helenizado en el que había nacido, todos los ingredientes que hicieron posible la asimilación de la herencia romana posterior. Como Logos identificado con el Sol, Cristo podía recibir con todo derecho el apelativo «Invictus», que finalmente le transfirieron las autoridades del Imperio; y como Salvador y Psicopompo patrocinado desde el poder, podía perfectamente asimilarse y hasta apropiarse de las funciones del dios Mitra, sin que ello supusiese cambio o degradación alguna de su idiosincrasia originaria.  

La identidad solar y las analogías de todo tipo con la astrología aparecieron en los primeros textos del cristianismo eclesiástico y se encuentran, por lo tanto, en las páginas del Nuevo Testamento. Estuvieron presentes desde mismo momento en que el evangelio de Juany el Apocalipsis identificaron al Mesías de Israel con la Palabra del Génesis y con el Logos-Hijo de Dios de la filosofía judeo-alejandrina. Por otra parte, cuando el evangelio de Marcos trataba de demostrar la resurrección mediante las condiciones y disposición de la sepultura y del descubrimiento de la tumba vacía, situaba estas imágenes en la mañana del domingo (el día del Sol) y justo a la hora del sol naciente. Si bien, hemos de reconocer que no sería hasta mucho tiempo después cuando, en el siglo cuarto, quedaría instituido el dies Solis, o domingo, como el día del Señor.

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© Del libro SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO. pp. 665-692.

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