La cruz, emblema de la resurrección inspirado por el sol.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA CRUZ, EMBLEMA DE LA RESURRECCIÓN INSPIRADO POR EL SOL.

Una de las representaciones cruciformes más antiguas fue la esvástica o cruz gamada, que, en diversas religiones, en especial en el hinduismo y en el budismo, simbolizaba y simboliza al fuego o al sol (por su rotación diaria), o al relámpago. Se trataba de una primigenia representación de la cruz, cuyos orígenes nos resultan totalmente desconocidos; lo que ha dado lugar a innumerables interpretaciones esotéricas y simbólicas que apuntan en múltiples direcciones y sentidos. De tal manera que encontramos desde la explicación un tanto esquemática y simplista, que nos remite a la imagen de dos palos cruzados y en rotación, operando en la primitiva función de obtención del fuego, a aquellas interpretaciones que ven el ella un símbolo de la revolución de la Osa Mayor en el cielo, a través de las cuatro estaciones, alrededor de la Estrella Polar. En este sentido, para René Guénon la cruz gamada fue, esencialmente y por encima de cualquier otra referencia, el «signo del Polo»; pues, si comparamos la esvástica con la figura de la cruz solar inscrita en una circunferencia, «percibiremos que se trata de dos símbolos en cierta medida equivalentes; pero la rotación alrededor del centro fijo, en lugar de estar representada por el trazado de la circunferencia, en la esvástica viene determinada por las líneas añadidas a los extremos de los brazos de la cruz, que forman con éstos ángulos rectos; líneas tangentes, en suma, a la circunferencia que indican la dirección del movimiento». Una orientación del movimiento que le permitió a este autor definirla como «una acción del principio respecto al mundo»: expresión, en definitiva, de la rueda universal y del mundo mismo. No en vano en el budismo tibetano se trataba de una imagen que venía asociada a la rueda del dharma, con un centro que fluía en la mente zen. Por lo demás, y en líneas muy generales, la esvástica estuvo considerada siempre como un símbolo de linaje solar, que acompañaba a los dioses solares del fuego y de la tormenta.

Otra representación de la cruz primitiva fue el ankh egipcio, símbolo de la vida y de la inmortalidad, que posteriormente fue adoptado por la iglesia copta de Egipto como única y exclusiva representación de la cruz cristiana en aquellas tierras del Nilo. Previamente, en el antiguo Egipto la cruz ansada, o ankh, fue concebida como símbolo de eternidad, y estuvo considerada como la llave de la vida imperecedera. Como prueba de ello, se dibujaba en la frente de los faraones y de los iniciados para significar su pertenencia al dominio de lo eterno e imperecedero frente al resto de los mortales. Y se trataba del símbolo solar más frecuente dentro de la iconografía egipcia, al representarse en forma de amuletos, formando parte de frisos, espejos, adornos, elementos de joyería, etc. Se trataba, en definitiva, de una representación cruciforme que fue identificada también con la tau griega, probablemente en la época ptolemaica; aunque, ciertamente, sorprende encontrar también entre los jeroglíficos que han sobrevivido al paso del tiempo la forma gráfica de la cruz griega. Un signo éste último, de carácter eminentemente solar, que ofrece hoy innumerables manifestaciones entre los amuletos y los restos epigráficos de las antiguas civilizaciones mesopotámicas, como representación del dios del cielo; la más conocida, la cruz del dios solar Shamash, el dios Utu de la cultura sumeria. Pues hemos de reconocer que la cruz de brazos iguales fue desde la más remota antigüedad el símbolo astronómico y equinoccial del cielo, donde el sol se representaba manifestando la igualdad de los días y las noches; de tal manera que, rodeada de un círculo, la cruz aludía al transcurso zodiacal anual, a través del cual el astro rey parecía experimentar una continua muerte y resurrección.

En este último sentido, hemos de reconocer que sabemos muy poco de los reyes de la dinastía casita de Babilonia (1550-1155 antes de nuestra era), quienes no se caracterizaron por llevar unos minuciosos registros documentales, pero sí dejaron reveladoras imágenes y grabados que pusieron de manifiesto un uso bastante generalizado del signo de la cruz. Una representación que, en apariencia, encontraba bastantes concomitancias con la posterior cruz de Malta cristiana, y que se conoce en los estudios de glíptica antigua como «cruz casita». Además, como revelan hoy los monumentos reales del área mesopotámica, los reyes asirios de los imperios medio y neoasirio (siglo catorce al siglo séptimo antes de nuestra era) portaban el «crucifijo» colgado del cuello, haciendo ostentación de él en el pecho, cerca del corazón. Según los especialistas de este periodo, la cruz fue un signo realmente significativo desde el punto de vista religioso y astronómico. Y debió ser una manifestación ciertamente difundida en torno al siglo noveno antes de nuestra era, si tenemos en cuenta que, al igual que los soberanos egipcios, el rey Asurnasirpal II, conquistador de las ciudades de Tiro, Sidón y Gebal, y dueño de Mesopotamia y el actual Líbano, llevaba la cruz colgada de un collar en el pecho, tal y como muestra su estela del Museo Británico.

La veneración de este arcaico símbolo, según el erudito escocés Alexander Hislop, tuvo su foco de irradiación cultural en «la antigua Caldea» (Sumeria, Acad, Asiria y Babilonia) y se usó, invariablemente, como símbolo del dios Tammuz. Así, siglos antes de nuestra era, la cruz era ya reconocida como símbolo sagrado por el pueblo de Babilonia; algo que se hizo patente en un buen número de tablillas, representaciones epigráficas y objetos generados en la larga historia desarrollada entre los ríos Tigris y Éufrates. Además, existe un amplio acuerdo entre los investigadores a la hora de considerar a la cruz como un símbolo asociado al dios Tammuz, que provendría, en su forma original, de la primera letra del nombre de la divinidad mesopotámica. «El mismo signo de la cruz que venera la iglesia de Roma hoy en día, fue usado en los misterios de Babilonia —señalaba Hislop a mediados del siglo diecinueve—. Aquello que es ahora conocido como la cruz cristiana no fue originalmente un emblema cristiano, sino el símbolo místico tau de los caldeos y de los egipcios (la forma original de la «T»), la inicial de Tammuz», que fue usada en una gran variedad de formas como un símbolo sagrado, a modo de amuleto sobre el corazón.

Según el erudito escocés, desde el nacimiento de las civilizaciones de Mesopotamia y Egipto, la cruz habría sido elevada sobre las manos de los sacerdotes babilonios y egipcios, lo mismo que sobre las manos de los reyes y los pontífices de la civilización romana, como símbolo de autoridad en tanto que representantes de la encarnación de un poder relacionado con el sol. No hay que olvidar que ya en el año 46 antes de nuestra era ciertas monedas romanas mostraban a Júpiter portando un largo cetro que terminaba, en lo alto, en forma de cruz. Las vestales la usaban asimismo suspendida de sus gargantillas; y no hay duda de que entre los fenicios fue una de las representaciones simbólicas más importantes; al tiempo que los griegos lucían cruces en una banda que colocaban sobre sus cabezas en recuerdo de Dioniso-Baco.

No obstante, su significación solar aparecía mucho más clara entre los símbolos del mundo celta. El dios celeste de estas tribus indoeuropeas, el Júpiter celta, era representado muy a menudo por una rueda; pues la rueda tenía una gran importancia entre estas tribus indoeuropeas por su significación cósmica y solar. «Efectivamente, la rueda de cuatro radios [la cruz equinoccial] representaba el año; es decir, el cielo de las cuatro estaciones. Hasta el punto de que los términos que designaban el “año” y la “rueda” eran idénticos en las lenguas celtas. Como muy bien entendió Werner Müller, este Júpiter celta era, en consecuencia, el dios celeste cosmócrata, el señor del año asociado a la columna que representaba el axis mundi».

Igualmente significativas, desde el punto de vista de su simbología solar, resultaban las cruces paganas referidas en el texto de Epifanio, según el cual, en la celebración del nuevo año en el templo de Core (Perséfone) en Alejandría, la noche del cinco al seis de enero en que nacía Aion, el niño dios, los fieles bajaban, tras el canto del gallo, a un santuario subterráneo, de donde traían una figura tallada en madera que colocaban desnuda sobre unas angarillas. «La figura tenía signada sobre la frente una cruz de oro, y en cada mano un signo de la misma forma, y otro en cada rodilla; y los cinco signos estaban hechos igualmente de oro. Llevaban esta imagen siete veces en torno al espacio central del templo, al son de flautas, tamboriles e himnos, y tras la procesión la bajaban nuevamente al ámbito subterráneo. Y si se les preguntaba qué misteriosa ceremonia era ésta, respondían: “Hoy, a esta hora, Core (Kore), es decir, la Doncella, ha dado a luz a Eón”». Aion (Eón), el niño dios, «era una personificación sincrética de Osiris; al tiempo que Core, “la Doncella”, en este contexto se identificaba con Isis, de quien la brillante estrella Sirio (Sothis) elevándose en el horizonte había sido durante milenios el signo esperado». No hace falta aclarar que cuando hablaba de estos ritos del nuevo año, celebrados en la madrugada del seis de enero, Epifanio no se refería a los seguidores de Cristo, sino expresamente a idólatras alejandrinos, y ello para ilustrar la idea de que también los paganos, involuntariamente, habían dado testimonio por anticipado de la «verdad cristiana».

Por otra parte, es bien sabido que los misterios de Dioniso, vinculados al árbol y a la vid, estuvieron relacionados asimismo con la cruz. El padre de la Iglesia Arnobio se escandalizaba al ver que en estos cultos mistéricos los iniciados se pasaban la cruz de unos a otros dentro de sus ceremonias; e incluso la ornamentación de un sarcófago del siglo segundo o tercero (hoy en Baltimore) exhibía a un discípulo de edad avanzada portando una gran cruz para el niño divino Dioniso. Un fenómeno mistérico que pudo estar relacionado de alguna manera con la cruz en forma de «Y» que, convertida en emblema de ciertos grupos pitagóricos, marcaba y presuponía una disyuntiva ética para la vida de sus iniciados. Como nos recordaba Jaeger, estos grupos predicaban una forma de vida que tenía como símbolo la cruz «Y»: «El signo del cruce de caminos en el que el hombre debía elegir qué camino tomar, el del bien o del mal. En la época helenística encontramos esta doctrina de los dos caminos (que era muy antigua y aparecía ya en Hesíodo) en un tratado filosófico popular, el Pinax de Cebes, que describía una imagen de los dos caminos encontrada entre las ofrendas votivas de un templo pagano».

Por lo que no debe producirnos extrañeza el hecho de que, cuando el populacho cristiano, dirigido por los obispos y otros elementos de la jerarquía eclesiástica, destruyó el Serapeum de Alejandría, se hallase en las losas de granito del recinto interior del templo «una cruz de innegable configuración cristiana», que los monjes atribuyeron al espíritu de previsión y profecía con que actuaba la providencia divina. «Aunque la arqueología y la simbología, implacables enemigos de las adulteraciones eclesiásticas, descifraron los jeroglíficos que rodeaban la cruz y coligieron de ellos su verdadero significado. […] Según los arqueólogos, la cruz descubierta entre las ruinas del Serapeum de Alejandría era un símbolo de la vida eterna y se usaba en los misterios a semejanza de la tau o la cruz egipcia; emblema asimismo de la dual potencia generadora que colocaba el hierofante sobre el pecho del recién iniciado o nacido a la nueva vida».

Y si todo este caudal de datos no resulta convincente, puedo asegurar y probar personalmente que el Museo Arqueológico de Heraklion, en Creta, exhibía en 2010 una sorprendente cruz de mármol, hallada en Knossos y fechada en el año 1600 antes de nuestra era (finales de la época del minoico medio), que yo mismo fotografié con la datación de fecha. Se trataba de una desafiante «cruz griega», de cerca de cuatro mil años de antigüedad y de claras connotaciones solares, que, por supuesto, nada tenía que ver con la cruz de Cristo.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 629-633.