El triunfo de Josué-Jesús sobre los amalecitas bajo el signo de la cruz.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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EL TRIUNFO DE JOSUÉ SOBRE LOS AMALECITAS BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ.

La cruz con la serpiente (portada de mi libro «Sacrificio…») fue interpretada por los primeros cristianos como motivo de salvación: algo parecido a lo que ocurrió también con la interpretación del pasaje del Éxodo que hablaba de la batalla que los israelitas mantuvieron con los amalecitas antes de la llegada a la Tierra Prometida, y donde volvía a aparecer una representación gráfica que nos transportaba, de nuevo, a la morfología de la cruz. «Entonces vino Amalec y combatió contra Israel en Refidim. Y Moisés dijo a Josué: “Escoge algunos de nuestros hombres y sal a combatir contra Amalec. Mañana yo estaré sobre la cima de la colina con la vara de Dios en mi mano”. Josué hizo como le dijo Moisés y combatió contra Amalec, mientras Moisés, Aarón y Hur subieron a la cumbre de la colina. Sucedió que cuando Moisés alzaba sus manos, Israel prevalecía; pero cuando bajaba sus manos, prevalecía Amalec. Ya las manos de Moisés estaban cansadas; por tanto, tomaron una piedra y la pusieron debajo de él, y él se sentó sobre ella. Aarón y Hur sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro del otro lado. Así hubo firmeza en sus manos [extendidas] hasta que se puso el sol. Y así derrotó Josué a Amalec y a su pueblo». Un discurso simbólico que aparecía también en Isaías a modo de antídoto contra el pecado y como fórmula de salvación: «Yo me dejé buscar por los que no preguntaban por mí; me dejé hallar por los que no me buscaban. A una nación que no invocaba mi nombre dije: “¡Aquí estoy; aquí estoy!” Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde que andaba por un camino que no era bueno, tras sus propios pensamientos».

Evidentemente, cuando hablamos de la cruz para referirnos a la marca de la sangre del cordero, a los palos cruzados sobre los que Moisés colocó la serpiente de bronce, a los brazos extendidos de Moisés en la batalla de Josué-Jesús contra los amalecitas o a la exhortación de Isaías, estamos haciendo un ejercicio exegético, tal y como lo practicaron no solo algunos de los textos cristianos, sino también algunos apócrifos judíos del primer y el segundo siglo de nuestra era. La Epístola de Bernabé fue el ejemplo más claro de esta interpretación escrituraria. Incluso, encontramos textos judíos a partir de los cuales no se realizaba exégesis o interpretación alguna, sino que permitían una calcada y calculada trasposición de determinados fragmentos que resultaron imprescindibles a la hora de elaborar la narración de la pasión de Cristo. Era lo que ocurría con varios pasajes de los Salmos.

Un ejercicio literario, en definitiva, que apuntaba en varias direcciones, como vemos, y que aparecía plenamente arraigado en el variopinto contexto del judaísmo del primer siglo de nuestra era. Prueba de ello fue que una buena parte de la literatura apócrifa judía apeló al mismo simbolismo cultural, a un lenguaje similar y a los mismos referentes simbólicos sobre los que se desarrollaron los distintos mesianismos primitivos. En este sentido, resultaba claro y enriquecedor el contenido del apócrifo judío las Odas de Salomón, un salterio mesiánico que giraba en torno a un salvador, Mesías o Cristo, que, según los especialistas, fue lo más parecido, no al Cristo de los evangelios, a pesar de ciertas analogías, sino al Cristo de la Iglesia. Se trataba del texto gnóstico judío en el que el Hijo de Dios había nacido de una virgen, y donde, al igual que en la Epístola a Bernabé, volvíamos a encontrar continuas referencias a los brazos extendidos como analogía y representación de la cruz: «Extendí mis manos y santifiqué a mi Señor, porque la apertura de mis manos es el signo, y mi extensión es el leño [la cruz] que se pone en pie. Aleluya». «Extendí mis manos hacia el Señor y hacia el Altísimo elevé mi voz». «Extendí mis manos y me aproximé a mi Señor, porque la extensión de mis manos es su signo. Mi extensión es el simple leño que fue colgado en el camino del Justo». Y lo mismo ocurría en un pasaje del apócrifo judío La ascensión de Isaías, sobre el que la Iglesia ha mantenido también un clamoroso silencio o ha leído sus concomitancias en términos de interpolaciones «cristianas». Un pasaje donde, además de aludir al simbolismo bíblico de los brazos extendidos, anunciaba ya la muerte del revelador y salvador: «Y el Arconte de este mundo —leemos— extenderá su mano sobre el Hijo de Dios, y lo matará, y lo colgará de un madero».

Los mismos símbolos y la misma terminología, expresados con la misma claridad, encontramos en los Oráculos Sibilinos; una obra judeomesiánica dentro de la cual descubrimos un himno a la cruz similar a otros que aparecen entre los apócrifos judíos: «¡Dichosísimo madero, sobre el que Dios fue extendido! No te poseerá la tierra, sino que contemplarás la morada celestial, en el momento en que ¡oh Dios! refulja tu ojo de fuego». Incluso, en esta misma obra se aludía, tal y como el texto manifestaba con sorprendente elocuencia, a una crucifixión de la figura mítica de Josué-Jesús, el héroe solar y Ebed Yahvé (Siervo de Yahvé) de Jueces, convertido en entidad divina que descendía de los cielos al estilo de los salvadores preexistentes de la literatura apocalíptica tardía y del protognosticismo: «De nuevo —leemos— vendrá desde el éter un varón extraordinario, que sus manos desplegó sobre la madera de abundante fruto, el mejor de los hebreos, que el sol una vez detuvo clamando con bellas palabras y labios santos».

Aprovecho para señalar que esta referencia al Josué-Jesús veterotestamentario «crucificado» de los Oráculos Sibilinos no fue algo casual y sin fundamento en los textos apócrifos judíos. Existió una cierta tradición a lo largo del judaísmo de finales del Segundo Templo, según algunos autores, que interpretó la figura de este personaje bíblico como una divinidad preexistente de la tribu de Efraín, mayoritaria en los once territorios situados al norte de Judá. Una tradición que habría venido insinuada en el Éxodo y en el mismo libro de Josué, además del Talmud, o en apócrifos, entre otros, como las Odas de Salomón o los citados Oráculos Sibilinos, e incluso en la Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles.

Sea como fuere, lo cierto es que esa tradición judaica referida al héroe solar Josué-Jesús despertó unas grandes expectativas a finales del siglo diecinueve y principios del siglo veinte, definitivamente sepultadas por el conservadurismo de la teología posterior a la Segunda Guerra Mundial y de sus sucursales académicas. A través de estas formulaciones se nos presentaba a Josué como el referente de un culto precristiano a Jesús, que podría haber encontrado respaldo y refuerzo en el mesías sacerdotal (Josué-Jesús) del profeta Zacarías. Todo lo cual llevó a autores como Arthur Drews, John M. Robertson, William B. Smith, Thomas Whittaker y Hermann Gunkel, entre otros muchos, a descartar el carácter histórico del personaje del Antiguo Testamento y a convertirlo en referente cultural del mito de Cristo conformado tras la destrucción del Templo de Jerusalén. A formular, en definitiva, la hipótesis de que Josué-Jesús, identificado desde muy antiguo con el pez, había sido un legendario dios solar de la tribu de Efraín, relacionado con la fiesta de Pascua y modelo del sacrificio y el drama del Rey Sagrado: ejemplo de autosacrificio, anterior al Cordero, con el que habría redimido de la muerte a los primogénitos de Israel y habría instaurado el rito de la circuncisión.

Así, según la hipótesis de estos autores, el Josué-Jesús de la Biblia hebrea, el salvador solar hijo de Nun, habría sido «el dios de la crucifixión y de la pascua»: «Una fiesta celebrada con la consumación del cordero, porque en el equinoccio primaveral el sol efectuaba su paso por el ecuador celeste, dispensando, de este modo, una nueva vida a la tierra, y porque este paso tenía lugar en el signo zodiacal del cordero, en el cual el sol se encontraba levantado sobre la cruz celeste». Según los textos sagrados, Josué había comenzado la conquista de la Tierra Prometida en el Jordán, al objeto de lo cual eligió a doce hombres, uno de cada tribu de Israel; al igual que Jesús (Josué y Jesús son dos denominación en apariencia diferentes, pero que respondían, en origen, a un mismo sintagma «Yehoshúa-Yeshúa», desvirtuado por las traducciones ideologizadas de la Iglesia), había comenzado su ministerio escatológico en el Jordán antes de elegir a doce seguidores entre los pescadores de Galilea. Además, según Arthur Drews, «Josué había realizado el rescate e instituido el rito de la circuncisión tras haber sido, de acuerdo con la concepción primitiva, sacrificado él mismo en lugar del primogénito, convirtiéndose por medio de esta acción [sacrificio sustitutivo] en el dios-salvador e instrumento de salvación de todo el pueblo de Israel». Y este sacrificio pudo haber tenido lugar, según este autor, o haber estado representado literariamente en Gilgal (Galilea), de acuerdo con las referencias escriturarías del Libro de Josué, como representante de la tribu de Efraín, mayoritaria en los territorios del norte de Israel. Por lo que, de ser ciertas estas hipótesis y de poderse confirmar algún día estas propuestas, resultaría realmente fácil la transposición del sintagma «Josué-Jesús de Gilgal» por el de «Jesús-Josué de Galilea».

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Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 639-641.