Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Como desde que tengo uso de razón vengo escuchando los más extravagantes argumentos sobre todo aquello que se refiere a la literatura de los orígenes cristianos, voy a empezar comentando lo que no fue (bajo ningún concepto) la Estrella de Oriente, la Estrella de Belén o la Estrella de los Magos, como quiera que llamemos a este singular fenómeno relatado en la literatura del evangelio de Mateo. Es decir, voy a descartar aquello a lo que no se refiere el simbolismo de esta luminaria navideña, y que errónea e ignorantemente se asocia con los astros, para pasar a explicar finalmente el verdadero significado del simbolismo cultural e histórico de su luz. Pues, como veremos, la Estrella de Oriente es justamente todo lo contrario de lo que generalmente se le atribuye; y lo que expresa no es otra cosa que la negación de la armonía y el poder determinante de los astros y los planetas, dominados por los arcontes y los demonios.

He oído decir por ahí, igual que lo habrán oído la mayoría de los lectores, que la Estrella de Belén pudo haber sido una Nova o una Supernova; que pudo haber sido un cometa y no una estrella (¿el cometa Halley?), o que pudo haber sido incluso algún asteroide caído del cielo. Conozco incluso quienes, dentro de ese gremio de charlatanes que asocian la palabra «ciencia» a cualquier barrunto u ocurrencia, descartan las hipótesis anteriores y vienen a hablarnos del planeta Urano: de la especial configuración que éste adoptó con Saturno el año noveno de la era anterior y de la que se supone pudieron quedar registros fehacientes. Es decir, nos encontramos con un racionalismo pedestre, ridículo, berroqueño y montaraz que, completamente ignorante de los senderos por los que transitan los mitos y la mitología, buscan el «like» de Youtube con anacrónicas y erróneas interpretaciones derivadas siempre de una lectura estrictamente literal de los textos antiguos.

Finalmente, encontramos a las más excelsas figuras de ese gremio de charlatanes racionalistas que, invariablemente, le ponen anteojos, corbata y calcetines al hombre de las cavernas. Todos ellos constituyen la avanzadilla de la escolástica laica de los (no tan) misteriosos orígenes del cristianismo y, curiosamente, lo saben todo de Jesús de Nazaret y nada de Cristo ni de Sofía; ni del Verbum carnalizado; ni del Logos mediador; ni del Logoi spermatikoi. Todos ellos dominan doctoralmente la historia judía del Segundo Templo, a la que denominan «ciencia», y lo hacen con la misma perspicacia y habilidad con la que los magos manejan la chistera, el conejo y el bastón. Y todos ellos también, completamente ignorantes de lo que en realidad fueron los fenómenos de Sofía-Sabiduría, Jesucristo, el Hijo del Hombre, el Logos de Filón y el cristianismo primitivo, terminan convirtiendo en familia numerosa a la prole de María y José y poniéndole anteojos, calcetines blancos y sandalias a Jesús de Nazaret.

Lo cierto, y sin irnos por las ramas de la sátira burlesca, es que muchos de estos fraudulentos «investigadores» e impenitentes charlatanes descubrieron hace ya algunos años que, puesto que su medio natural era la «ciencia histórica» y no la fe ni la teología, la explicación de la literalidad textual de la Estrella de Belén en el evangelio de Mateo debía descansar en un principio de racionalidad y nunca en las oscuras y patéticas fabulaciones del alegorismo mitológico. Porque algo importante, desde un punto de vista científico, había debido ocurrir en aquel tiempo del nacimiento de Jesús de Nazaret. Algo conocido en su momento, de lo que pudo haber quedado constancia en olvidados registros escritos, y que el mismo Johannes Kepler redescubrió y comunicó al mundo en los primeros tiempos del desarrollo científico, entrado ya el siglo XVII. Me refiero a la triple conjunción de Júpiter y Saturno, ocurrida el año siete antes de nuestra era, según la cual Júpiter se habría desplazado a través de la constelación de Piscis para aproximarse hasta el planeta Saturno. Un fenómeno astronómico no importante, no destacable… sino determinante y grandioso (crucial, desde mi punto de vista, pero en otro orden de cosas diferentes del estelar) a la hora de interpretar y entender la cultura judeo-cristiana que ha movido el mapa mental y las inquietudes, las filias y las fobias, de todo Occidente durante dieciocho siglos. Tan importante, desde mi punto de vista, que invalida cualquier reduccionismo del tipo del que estamos refiriendo en estas páginas: la reducción, en definitiva, como hacen estos ignaros racionalistas, de la triple conjunción planetaria del año siete antes de nuestra era a la Estrella de Oriente, a la Estrella de Belén o a la Estrella de los Magos, como queramos denominarla. Digamos, para entendernos con claridad, que estos indigentes metodológicos y mentales han oído campanadas, pero ni saben de dónde vienen ni saben tampoco si las campanas anuncian fuego, defunción o festejo.

Ocurre que, desde mi punto de vista (y desde el punto de vista de Carl G. Jung), lejos de ser un fenómeno fragmentario, aislado o colateral dentro del amplio repertorio de asuntos y misterios del primitivo cristianismo, la triple conjunción de Júpiter y Saturno del año siete antes de nuestra era constituye el basamento oculto, la cimentación ideológica, el leit motiv y la ultima ratio de toda la posterior construcción neotestamentaria. Pues  existió, según Jung, la tradición y la creencia en algunos sectores del judaísmo de que la llegada del Mesías se produciría en aquel tiempo en que los planetas de Júpiter y Saturno entrasen en confluencia. No obstante, y como no quiero desviarme de mi hilo conductor, voy a remitir a todos aquellos lectores interesados en este apasionante asunto a la lectura del capítulo  «Astrología y cosmología en el primer cristianismo. En torno a los astros, el calendario celeste, el tiempo del mesías y el mundo patrocinado por los obispos de la Iglesia», de mi libro «Sacrificio y drama del rey Sagrado»; en particular al epígrafe titulado  «El tiempo del Mesías. El pez, la profecía de Daniel y la triple conjunción de Júpiter y Saturno». En estas páginas pongo en relación, a través de un encaje casi perfecto, las teorías de Carl G. Jung y de cierto gnosticismo cristiano sobre el papel de la triple conjunción astral del año siete antes de nuestra era en el nacimiento del judeo-cristianismo,  los pronósticos relativos al tiempo de la llegada del Mesías establecidos en el libro de Daniel y los trabajos del papa Juan I y Dionisio el Exiguo, a principios del siglo sexto, para determinar los nuevos criterios de temporalidad establecidos en el anno domini. Todos ellos, como puede observarse, constituyen asuntos completamente alejados de la literalidad de los evangelios, ajenos al discurso narrativo de Jesús de Nazaret y completamente extraños a la textualidad de los pastores, del portal, de la Estrella de Belén y de la visita de los magos. Pero se trata de importantísimos asuntos que aparecen todos ellos incrustados y fundidos en hormigón y acero dentro de las profundidades de los cimientos que generaron los motivos, los estímulos y el midrash-pésher de la narración evangélica.

He de añadir, para que no se dude de mi cordura a través de la ruptura que sugiero en este breve y escandaloso resumen, que se da la curiosa circunstancia, además, de que los cabalistas judíos, para quienes la figura de Jesucristo carecía de todo interés y significado, por ignorado, continuaron anunciando la llegada del Mesías de Israel a lo largo de toda la Edad Media, justo coincidiendo con una nueva conjunción de los planetas Júpiter y Saturno. El caso más evidente y conocido fue el del judío portugués Isaac Abravanel, quien, desatento al cristianismo de la Iglesia, seguía explicando en el siglo quince que el Mesías vendría cuando los planetas Júpiter y Saturno se presentasen en conjunción en el signo Piscis. «Abravanel —según Jung— esperaba la venida del mesías bajo el signo de Piscis; es decir, en la conjunción de Júpiter y Saturno en ese signo. Y no fue el primero que expresó tal esperanza. Encontramos datos concordantes ya con cuatro siglos de anterioridad a través del rabí Abraham ben Jiyyá (muerto en 1136) y de Samuel ben Gabirol (1020-1070)». Para Jung, la conjunción de Júpiter y Saturno significaba la unión de los opuestos extremos: «En el año siete antes de nuestra era —remataba— sucedió esta célebre conjunción no menos de tres veces en el signo Piscis. La máxima aproximación se produjo el 29 de mayo de ese año, con una distancia de solo 0,21 grados; o sea, menos de la mitad del ancho de la luna llena».

Es decir, que, por lo que estamos viendo, y si no constituyese una auténtica burla de Satanás y todo un sarcasmo hermenéutico, habría que darles la razón a aquellos gaznápiros charlatanes que, revestidos o no de ropajes científicos, vienen a decirnos que Jesús nació (o debió nacer; o más probablemente «lo nacieron») el año siete antes de nuestra era, cuando aún vivía el rey devorador de criaturas y asesino de su propia familia; y que además nació (o debió nacer) en primavera (en mayo, «según Jung»), puesto que los pastores dormían al raso en sus majadas, acariciados por la brisa fresca de la noche y bajo las lucecitas tintineantes de las estrellas. Pero, lamentablemente, nada de todo lo relatadlo tiene que ver con la Estrella de Belén…

Pues he aquí que aquella noche en que la Virgen María estaba de parto una estrella mucho más grande y luminosa llegó procedente de Oriente, absorbió dentro de su luz toda posible luminaria celeste y se posó sobre los tejados de Belén: la ciudad que el profeta Miqueas había elegido para el nacimiento del Mesías de Israel: «Porque tú, oh Belén Efrata, aunque eres pequeña entre las familias de Judá, de ti saldrá el que será el gobernante de Israel, cuyo origen es antiguo, desde los días de la eternidad».

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Fragmento del libro: «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». / LA ESTRELLA DE ORIENTE Y LA MONTAÑA SAGRADA DE LA TRADICIÓN PERSA.

No debe sorprendernos que el nacimiento del mesías prometido se anunciase en la literatura del evangelio de Mateo a través de los magos-astrólogos y de la Estrella de Oriente que marcaba el camino de Belén: una Estrella completamente ajena a la conjunción astral de Júpiter y Saturno y completamente ajena también a cualquier consideración astral de índole físico, matemático o material. Se trataba, en realidad, de un simbolismo astral con el que, contrariamente a la interpretación racionalista, se expresaba la negación del poder arcóntico de las estrellas y los planetas, al tiempo que anunciaba un poder superior descendido del cielo (la encarnación del Verbo o Logos de Dios). Es decir, se trataba de un simbolismo astral (solo formalmente «astral») con el que se pretendía legitimar y ofrecer carta de naturaleza al descenso y a la llegada al mundo del verdadero Salvador; lo que indicaba, a primera vista, que la mayoría de los destinatarios del mensaje, sobrecogidos probablemente bajo el poder de los signos celestes, debían aceptar el mensaje, debían estar familiarizados con este lenguaje y debían interpretar correctamente la fuerza expresiva de su simbología.

En todas las culturas de la época, y muy particularmente en la tradición irania, la manifestación de la natividad del cosmocrátor-redentor aparecía dominada por las imágenes de la estrella, de la luz y de la gruta; influencias que se dejaron notar también en el seno de ciertas sectas del judaísmo. Según las tradiciones persas, por ejemplo, el xvarna que brillaba por encima de la montaña sagrada era el signo anunciador de la venida de Saoshyant, el redentor milagrosamente nacido de la simiente de Zaroastro y de una virgen. «Los persas consideraban las epifanías de la luz, y, en primer lugar, la aparición de una estrella sobrenatural, como el signo anunciador por excelencia del nacimiento del cosmocrátor y del salvador. Y como el nacimiento del futuro rey redentor del mundo debía tener lugar en una gruta —manifestaba Eliade—, la estrella o la columna de luz debía brillar por encima de la gruta. Por lo que fue muy probable que los cristianos tomasen de los partos la imaginería de la natividad del cosmocrátor-redentor y la aplicasen al nacimiento de Cristo». En este sentido «se pronunciaron también Monneret de Villard y Widengren, para quienes este motivo fue, sin duda, de origen iranio. El Protoevangelio hablaba de una luz cegadora que inundaba la gruta de Belén; y cuando ésta comenzaba a retirarse, aparecía el Niño. Lo que venía a indicar que la luz era consustancial a Jesús, o bien se trataba de una de sus epifanías». Si bien, según Eliade, fue el autor anónimo del Opus imperfectum in Matthaeum (Patr. Gr. LVII. 637-638) quien introdujo elementos nuevos de esta simbología persa en la leyenda cristiana. «Según él, los doce Reyes Magos vivían en los alrededores del monte de las Victorias. Conocían la revelación secreta de Set concerniente a la venida del Mesías y cada año escalaban la montaña, donde se encontraba una gruta entre fuentes y árboles. Allí, adoraban a Dios en voz baja durante tres días, esperando la aparición de la estrella. Y ésta aparecía finalmente bajo la forma de un niño, que les dijo que marchasen a Judea. Guiados por la estrella, los Reyes Magos viajaron durante dos años. Y, de regreso, contaron el prodigio del cual habían sido testigos».

Y similares planteamientos mantuvo Anders Hultgård, para quien había que descartar que la estrella de Oriente hubiese sido resultado de un fenómeno astronómico ocurrido al principio nuestra era, como habitualmente se cree. Para este autor, una interpretación basada en las tradiciones persas sobre los magos sería más acorde y encajaría mejor con el relato evangélico. «El texto griego de Mateo no hablaba de astrólogos en general, sino de magos (gr. magoí) del Oriente, es decir de sacerdotes mazdeos de la época. Estos personajes —señalaba Hultgård— habían observado el surgimiento de una estrella que predecía el nacimiento del rey de los judíos. Y esto era resultado de la adaptación de una leyenda irania relacionada con el nacimiento del rey salvador que representaba al dios Mitra. Tal leyenda fue conservada a través de una forma ligeramente reelaborada en algunos textos cristianos primitivos, en especial en el Opus imperfectum in Matthaeum y en la Crónica del Pseudo Dioniso». Para Hultgård, al igual que para Eliade y Widengren, ambos textos relacionaban claramente a los magos con la mitología persa, y describían la reunión anual de los sacerdotes mazdeos en la cumbre de una montaña donde había una cueva, árboles y una fuente: la montaña sagrada… Allí, esperaban la aparición de una estrella y el descenso de la figura del salvador celeste, que debía bajar por la columna de luz formada por la propia estrella.

No hace falta que recordemos que la sabiduría y la santidad fueron representadas en la tradición persa, al igual que en la tradición de la India antigua, por la luminosidad cegadora que surgía del fuego sagrado. Por lo que no hay duda de que, en términos de discurso narrativo, el elemento luminoso de la Estrella de Mateo pudo encuadrase, más allá de las referencias escriturarias, dentro de la tradición cultural indoirania. La estrella de Belén informaba del nacimiento prodigioso de un rey salvador a los magos caldeos, quienes, desde lejanas tierras, emprendían un largo peregrinaje para glorificar al niño recién nacido. La transformación de estos magos caldeos en reyes de Oriente formaría parte, según algunas interpretaciones, de la fabulación popular desarrollada con posterioridad por influencia de la fantasía greco-egipcia.

Casualmente, la fiesta de los Reyes Magos, que se celebra en toda la cristiandad el seis de enero, y que en Oriente fue la fecha del nacimiento de Cristo, era también la fecha en que en Alejandría se celebraba el festival del nacimiento del nuevo eón (una personificación sincrética de Osiris y el Sol) en el templo de Core, «la Doncella»; que allí se identificaba con Isis, de quien la aparición de la estrella Sirio (Sothis) había sido durante milenios el signo más esperado. «La elevación de la estrella anunciaba la subida de las aguas del Nilo, a través de las cuales la gracia renovadora del mundo, del muerto y resucitado señor Osiris, iba a derramarse sobre la tierra».

Por lo demás, desde tiempos remotos, la esperanza mesiánica de Israel había estado ligada a la aparición de una estrella. Incluso, desde la más lejana antigüedad, no solo en el judaísmo y en la tradición indoirania, sino también en todo el Oriente mediterráneo se había identificado el nacimiento del rey cosmocrátor, de la diosa o del salvador, con la aparición de una estrella en el cielo. Lo que no dejaba de estar presente en las Escrituras judías, como probaba la profecía de Balaam cuando afirmaba: «Lo veré, pero no ahora; lo contemplaré, pero no de cerca: Una estrella saldrá de Jacob, se levantará un cetro de Israel. Aplastará las sienes de Moab y los cráneos de todos los hijos de Set». Según Justino Mártir, «otro profeta, Isaías, anunciaba lo mismo con otros términos. Una estrella debía elevarse de Jacob y una flor debía crecer sobre la vara de Jesé. Y esta estrella luminosa que se levantaba, esta flor que crecía en la vara de Jesé, era el Cristo Salvador». Otra referencia de Justino nos proporciona también nuevos elementos de juicio: «Y que Él había de levantarse como una estrella por el linaje de Abraham, lo manifestó Moisés cuando dijo: “Se levantará una estrella de Jacob y un caudillo de Israel”. Y otra Escritura decía: “Mirad a un hombre. Su nombre es Oriente”. Levantándose, pues, en el cielo una estrella apenas hubo nacido Cristo, como se escribe en los recuerdos de sus Apóstoles, reconociéndole por ella los magos de Arabia, vinieron y le adoraron».

Tampoco hemos de menospreciar el hecho de que en el Apocalipsis apareciesen dos citas referentes a la «estrella de la mañana» cargadas de significación y enjundia. La primera de ellas venía precedida por un texto de los Salmos: «Yo le daré poder sobre las naciones y él las regirá con cetro de hierro». La segunda, mucho más elocuente y expresiva, identificaba al revelador de la Sabiduría con la estrella matutina: «Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana». Es decir, identificaba a Jesucristo ora con el sol naciente ora con el lucero del alba; es decir, el planeta Venus o la estrella de la diosa Ishtar. Por lo que parece posible, incluso, que (más allá del culto solar) la narración del Apocalipsis recogiese un signo distintivo de la narración del mito ancestral y arquetípico que, proveniente del mundo mesopotámico, referimos como «Sacrificio y drama del Rey Sagrado»: aquélla que pertenecería a la mitología de la diosa Inanna-Ishtar y su hijo-amante Dumuzi-Tammuz, decenas de siglos anterior a las leyendas de la infancia de Mateo y Lucas. Pues no resulta descabellado pensar, a tenor del texto del Apocalipsis, que la estrella que aparecía sobre Belén en la narración del evangelio de Mateo pudiera haber sido una proyección cultural del planeta luminoso que tres mil años antes se presentaba como la estrella de Ishtar, Inanna, pastora sagrada y guardiana del establo de vacas, quien daba a luz a un hijo al que se le llamaba «pastor», «señor del aprisco de ovejas», «señor de la red» y «señor de vida». Jesús fue también pastor, Poimên, como Dumuzi, Tammuz, Atis y Osiris (Poimên leukôn astrôn), y a la vez cordero: representaciones que se ajustaban perfectamente al fin de la era de Aries y a su muerte simbólica, que además coincidía con el signo zodiacal de la celebración de la Pascua.

No obstante, el asunto relativo a la asociación del nacimiento de Cristo con el simbolismo persa de la Estrella (que adquiere primacía, desde mi punto de vista, frente a las demás influencias culturales) aparece explicado con profundidad filosófica en un pasaje del cristiano gnóstico Teódoto; un pasaje recogido por Clemente de Alejandría y donde se presentaba al astro como una alegoría de la presencia del revelador de la Sabiduría en el mundo. El texto describía primero la naturaleza del destino, que resultaba del movimiento de los cuerpos celestes al más puro estilo determinista: «Así, a través de la acción de las estrellas fijas y de los planetas, los poderes invisibles, guiados por esos astros rigen las generaciones y las presiden». Pero «de esta disputa y lucha de los poderes, el Señor nos libera y procura la paz, lejos del combate de los poderes y de los ángeles». «Por eso el Señor descendió —aclaraba el gnóstico Teódoto— para traer la paz a los venidos del cielo y a los venidos de la tierra. […] Por eso se alzó en lo alto una estrella extraña y nueva, aniquilando la antigua disposición de los astros, brillando con una luz nueva no de este mundo, la cual trazó nuevos caminos de salvación, como el mismo Señor, Guía de los hombres, que descendió a la tierra para cambiar desde la fatalidad a su Providencia a los que creen en Cristo».

Por supuesto, el contrapunto, en el otro extremo de los contrarios, a esta interpretación de la Estrella de Belén (como ruptura de la necesidad y de la armonía de la materialidad cósmica de los arcontes) lo encontramos, en los evangelios, en el eclipse solar y el consiguiente oscurecimiento de la tierra, imposible en la época de la Pascua y que anunciaba la muerte de Cristo. Una manifestación del cielo que hoy sabemos desborda la dimensión meramente luctuosa de una literal lectura de los textos, para transportarnos a una profundidad teológica y simbólica que solo encuentra acomodo en el contexto del Cristo cósmico y en su acción liberadora (a la manera luminosa y gnóstica) sobre la fatalidad del determinismo de los planetas y las estrellas. «En Plinio [por ejemplo] hallamos un episodio semejante, que afirmaba haber sido observado en Roma en sus días. Nos encontramos ante la transposición de un supuesto milagro, concebido originalmente para glorificar la nueva Edad de Oro pagana que constituía el reinado del deificado Augusto; una personalidad a la que se atribuía también la abolición milagrosa del hado astral». Todo lo cual quedaba patente, en el Nuevo Testamento, en el liberador anuncio de la llegada desde el cielo del Hijo del Hombre y el nacimiento de un nuevo eón: «Pero inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecería, y la luna no daría su resplandor. Las estrellas caerían del cielo y los poderes de los cielos serían sacudidos. Entonces se manifestaría la señal del Hijo del Hombre, y en ese tiempo harían duelo todas las tribus de la tierra, y verían al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria». Digamos que la liberación y la ruptura del orden arcóntico (material) de las estrellas y los planetas presuponía, dentro de la literatura del gnosticismo y de ciertas sectas místicas y apocalípticas judías, todo un desafió al orden matemático del movimiento de los cuerpos celestes, que únicamente podía venir asociado a la figura del Salvador y del revelador de la Sabiduría de Dios.

El tema del Fatum vencido por la divinidad, en última instancia, por una intervención divina que debía suprimir el poder y la fuerza del movimiento de los planetas, dueños hasta entonces del destino de los hombres, aparecía ya en el Libro de Henoc, se insinuaba en otros textos de la literatura apocalíptica, era la razón de la soteriología del gnosticismo y parte muy importante también de determinadas ideologías del mundo pagano. La destrucción del poder de los planetas y la liberación de las ataduras del destino a través de un Salvador (judío o pagano) constituía la base del mito apocalíptico que señalaba la instauración de un nuevo ciclo de relaciones entre la tierra y el cielo, liberados los justos y los piadosos de la tiranía de los arcontes. «El gnosticismo precristiano adoptaría este mismo tema, mencionado con la misma significación en el Libro Sagrado de Eugnosto. El gnosticismo cristianizado, a su vez, lo heredaría, pero solo después de transformarlo o repetirlo, a fin de relacionarlo con el extraño acontecimiento [el descenso del Hijo] que afirmaba haber tenido lugar a comienzos de nuestra era».

La estrella de Belén que anunciaba el nacimiento de Jesús; el oscurecimiento del sol que, en plena Pascua, anunciaba la muerte de Cristo; el nacimiento de madre virgen del Salvador; la adoración de los magos; el nacimiento en el pesebre; la muerte de los inocentes; la huida a Egipto, etc., etc., fueron solo algunos de los muchos elementos fabulosos que, en su contexto cultural, expresaron una «verdad» simbólica que los evangelios y parte de la literatura gnóstica compartieron con el conjunto de rasgos arquetípicos del mito de origen persa del salvador descendido. Y, dentro de los cuales, la Estrella, como símbolo de su nacimiento y como signo que desafiaba a la fatalidad cósmica de los arcontes y demonios, aparecía como elemento insustituible del relato del nacimiento del Niño Dios de muchas de las culturas antiguas.

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Fragmento de SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO / Págs. 609-614 – Madrid 2021