La institución del Rey Sagrado, clave socio-cultural de los contextos agrícolas del Neolítico.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Garantía de regeneración y supervivencia a través de los frutos de la tierra, y contraprestación también a la generosidad de la Diosa Madre, el ritual del sacrificio Neolítico renovaba periódicamente las fuerzas cósmicas a través de una nueva creación y hacía posible la resurrección de las cosechas. De igual manera que la semilla y la planta del cereal, el Rey Sagrado debía morir también para luego resucitar: exactamente igual que la semilla del grano moría bajo la tierra en invierno para resucitar en primavera bajo el aliento del agua y de la luz del sol. Se trataba de dos fenómenos solidarios que aparecían inextricablemente implicados, en permanente simbiosis funcional; pues si el destino del cereal inspiraba el destino cíclico de la muerte y la resurrección del Rey Sagrado, la muerte de éste en sacrificio ritual alentaba y hacía posible la germinación del cereal. Tal es así que podemos asegurar que en aquellas sociedades no había renacimiento y resurrección de la naturaleza vegetal y esperanza para la continuidad del cosmos (incluido el destino cíclico, tras la muerte, de los hombres) sin muerte sacrificial, viniese ésta encarnada por el niño-dios (el hijo-amante de la diosa), por el rey sagrado (esposo de la reina o la sacerdotisa), por el hijo primogénito del soberano o por los «reyes temporeros» (sustitutos del monarca destinados al sacrificio anual). No se trataba, como hemos dicho, de un rito de adoración de la naturaleza ni de una mera contribución al poder de la tierra, sino de un rito sacrificial de magia creadora que cabía considerar como un signo propiciatorio con el que activar y regenerar, por medio de la sangre de la víctima, las fuerzas y las energías cósmicas ocultas.

Eliseo Ferrer

De esta forma, partiendo de la definición clásica de Alfred Loisy sobre el sacrificio ritual, podríamos decir que el Sacrificio del Rey Sagrado presuponía, en términos arquetípicos, un modelo mítico de instrucción y guía de la acción humana: un paradigma ritual sustentado en una institución cultural, a través del cual, y por medio de la ofrenda a determinadas fuerzas invisibles (los espíritus de los antepasados, las energías cósmicas o la divinidad) de la vida y la sangre del hijo-amante de la diosa, de la vida y la sangre del soberano, de un sustituto elegido para la ocasión o de su propio hijo, se establecía un proceso de comunicación entre los oficiantes y esas entidades ocultas. Todo ello encaminado hacia la obtención de un propósito determinado: la regeneración de las fuerzas cósmicas dentro del plano de totalidad en el que se hallaba inmersa la actividad humana.

Por supuesto, debemos suponer, como han hecho la antropología y la sociología de los pueblos primitivos, que la víctima del sacrificio, el Rey Sagrado, debió evolucionar de acuerdo a los cambios operados en aquellas sociedades y, en particular, al papel cada vez más preponderante que el hombre, como macho reproductor, adquirió en el entramado sociocultural de relaciones. Se entiende así que el sacrificio ritual y la muerte comenzase recayendo en el hijo de la diosa, encarnado en el hijo de la reina o de la sacerdotisa principal, para, una vez iniciado el proceso de la equiparación del hombre al papel de la mujer en el proceso reproductor, ser sustituido paulatinamente por la encarnación de Urano en la tierra; es decir, el hijo de dios convertido en esposo de la reina o de la sacerdotisa tribal, quien debía ofrecerse en sacrificio en beneficio de la comunidad. De esta forma, el Rey Sagrado habría sido designado anualmente por la reina o por la sacerdotisa con la finalidad de irrigar con su sangre las arterias de la tierra y convertirse en víctima del sacrificio regenerador con el que asegurar la resurrección de los frutos y las cosechas; garantizar la estabilidad de las fuerzas cósmicas frente al desafío de las catástrofes naturales a través de una «nueva creación», y reafirmar el destino y la regeneración cíclica tras la muerte de los individuos. Solo mucho tiempo después, con la penetración del patriarcado y los usos y la ideología de los pueblos indoeuropeos y de los pastores semitas, pudo pensarse en el triunfo del instinto de supervivencia masculino y el aferramiento al poder y a la vida por parte del soberano, quien conduciría a una dilatación cada vez mayor del periodo o ciclo de ejecución del sacrificio. Una tendencia que llevaría, en ocasiones, hasta aplazamientos de treinta años, como atestigua la experiencia del ritual egipcio de regeneración de la realeza. Incluso, con el tiempo, se llegaría a la delegación de la muerte sacrificial en la figura del hijo primogénito del monarca o en «reyes sustitutos» elegidos entre los prisioneros de guerra o los condenados a muerte. Sea como fuere, no interesa a nuestro propósito elaborar una pormenorizada casuística ni particularizar en la erudición de cada uno de estos casos concretos, cada uno de los cuales presentó sorprendentes matices muy dignos de consideración.

Fundamentalmente, nos interesa el fenómeno del Rey Sagrado como encarnación del hijo-esposo de la diosa y, a la vez, como síntesis y compendio de todas las posibles formas sacrificiales de la religión cósmica del Neolítico, que la protohistoria confirmaría a través de representaciones divinas como las ofrecidas por Osiris e Isis, Dumuzi e Innana, Tammuz e Ishtar, Atis y Cibeles, etc. Y para entender el nacimiento de su figura y su sacrificio ritual (primero como garante de la fertilidad de los campos (resurrección) y luego como chivo expiatorio («siervo sufriente») de un rito purificador), hay que atender a dos aspectos clave en la evolución de la cultura de los primitivos cultivadores. Sin estos dos aspectos no pueden entenderse ni los ritos de sacrificio ni el surgimiento de los mitos de los dioses-hombre («hijo-amantes» de la diosa) que, bajo la tutela de ésta, debían morir para luego resucitar anualmente.

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Por una parte, hemos de tener en cuenta que el primer desarrollo de la agricultura debió seguir supeditado al contexto cultural de los ciclos lunares de las sociedades paleolíticas y del primer Neolítico, aunque tiempo después, y de manera paulatina, la producción de vegetales comestibles terminase adaptándose obligatoriamente al ciclo anual determinado por el sol. No hay que olvidar que la luna había sido desde tiempos inmemoriales uno de los componentes más importantes de todos los grupos humanos, y no solo en lo referente a una toma de posición a través de la medida del tiempo concreto, sino también, y muy importante, a través del simbolismo que inspiraba su apariencia cambiante, de donde sin duda se extrajeron las primeras nociones abstractas de nacimiento, muerte, resurrección, ciclo temporal, regeneración periódica, arriba y abajo, luz y oscuridad, etc., además de otras muchas fabulaciones. De tal manera que se ha llegado a afirmar que «todos los dualismos encontraron en las fases de la luna, si no un origen concreto (histórico) sí al menos una ejemplificación mítica y simbólica» desde un punto de vista formal.

«La influencia de la luna o el ritmo lunar regían toda una serie de fenómenos en los “planos cósmicos” más diversos. El “espíritu primitivo”, que conocía las “virtudes” de la luna, establecía relaciones de simpatía o de equivalencia entre estas series de fenómenos. Así, por ejemplo, desde los tiempos más remotos, desde el Neolítico por lo menos, aparecía, en el momento del descubrimiento de la agricultura, un simbolismo que vinculaba entre sí a la luna, las aguas, la lluvia, la fecundidad de la mujer y la de los animales, la vegetación, el destino del hombre después de la muerte y las ceremonias de iniciación». Por lo que hemos de reconocer que el descubrimiento de la agricultura no vino a ocupar un papel central, a modo de indiscutible principio, en la creación del simbolismo de la regeneración periódica (muerte y resurrección). Lo que hicieron las instituciones culturales de los primitivos cultivadores fue reforzar y llenar de sentido totalizador (cósmico) un simbolismo arcaico que hundía sus raíces en la «mística» lunar del Paleolítico, y que cabe situar, por lo tanto, en sociedades de cazadores y recolectores. «La antigüedad y la universalidad de las creencias relativas a la luna nos prueban que para un primitivo la regeneración del tiempo se efectuaba continuamente. La Luna era el primer muerto, pero también el primer muerto que resucitaba». Por lo que la importancia de los mitos lunares en la organización de las primeras nociones relativas a la muerte y la resurrección, la fertilidad de la tierra y la regeneración periódica resulta de todo punto indiscutible. Pues «así como la desaparición de la luna nunca era definitiva, puesto que necesariamente iba seguida de una luna nueva, la desaparición del hombre no lo era tampoco, y especialmente la desaparición de toda la humanidad (diluvio, inundación, deriva de un continente, etc.), que nunca era total, pues renacía de una pareja de supervivientes». Digamos que, en el plano de la simbología lunar, que a lo largo del Neolítico se hizo extensiva a la vegetación y al destino último de los hombres, tanto la muerte de los individuos como la muerte y la desaparición de la especie se tornaban necesarias de cara a un nuevo renacimiento; del mismo modo que eran necesarios los tres días de oscuridad y tinieblas que precedían a la primera luna creciente. «La muerte del hombre y de la humanidad eran indispensables para que éstos se regenerasen», y para que, al modo de la luna y de los ciclos de la fertilidad agrícola, encontrasen una nueva existencia tras la resurrección.

El otro aspecto a tener en cuenta, y muy importante también, es el que nos obliga a considerar el desvelamiento del misterio de la maternidad, tal y como comentamos, tras el descubrimiento y la aceptación a todos los niveles del papel del coito, y, por lo tanto, del papel del macho como generador de vida y factor imprescindible de la procreación. Con estos descubrimientos, el papel del hombre frente a la relativa hegemonía de la mujer y el papel del sol frente a la hegemonía del culto lunar comenzaron a adquirir cada vez más valor y preponderancia. De tal manera que podemos decir que, a través del primer sistema de producción, el Neolítico, inicialmente lunar y matrilineal, terminó descubriendo, a través de la agricultura, el poder del sol como fuente de supervivencia sobre la tierra. Junto a esto, el descubrimiento de la relación causal entre el coito y la procreación, ofreció al hombre un estatus social, cultural y religioso del que hasta entonces había carecido; si bien, supeditado por el momento a una sociedad tribal que todavía encontraba su más alta expresión en la herencia matrilineal, el calendario lunar y la encarnación local de la diosa madre en su sacerdotisa principal.

En este contexto de revalorización del papel del hombre como generador de vida, junto a las primeras manifestaciones agrícolas y su dependencia de los ciclos anuales del sol, es donde hay que situar la figura del Rey Sagrado y su sacrificio mágico-ritual: un agente de la fertilidad identificado con el sol y garante de la abundancia y, en definitiva, de la supervivencia y de la regeneración cósmica anual. De tal forma que, «así en la tierra como en el cielo», su figura nos ofrece con claridad un hieros gamos o matrimonio sagrado entre él (hijo y encarnación de Urano, y también de la Diosa) y la reina o sacerdotisa principal (encarnación de la divinidad femenina); una unión sagrada que se presentaba como la trasposición terrestre del hieros gamos cósmico de la Diosa tierra y el dios celeste Urano, quien «ahora» irrigaba a la diosa con los flujos seminales de la lluvia fertilizadora.

Comenta Robert Graves, en este sentido, que «la reina tribal elegía un amante anual entre su entorno de jóvenes varones, un rey que debía ser sacrificado al acabar el año, haciendo de él un símbolo de fertilidad más que un objeto de placer erótico. Su sangre, una vez muerto, era esparcida por el campo para que fructificasen los árboles, las cosechas y los rebaños. Su cuerpo era despedazado, se dispersaba una parte de él también por los campos y el resto de su carne era comida cruda por las ninfas compañeras de la reina, sacerdotisas con máscaras animales». El sacrificio constituía un auténtico ritual de fertilidad que generalmente concluía en una eucaristía caníbal, tras haber dispersado una parte del cuerpo del sacrificado para que la tierra, irrigada con su sangre y regenerada con su juvenil vigor, produjera cosechas en abundancia y los animales domésticos se multiplicaran. De manera similar fue descuartizado Osiris y desparramados sus fragmentos por el Nilo; de forma parecida también fue despedazado Dioniso por los Titanes y con idénticos ritos comulgaron las bacantes. Como consecuencia de ello, brotaron las plantas y germinaron los frutos comestibles y las cosechas… De la sangre de Atis brotaron violetas; de la sangre de Adonis, las rosas y las anémonas, y del cuerpo de Osiris el trigo, la planta maat y toda clase de hierbas medicinales y beneficiosas para el hombre.

Este ancestral y complejo fenómeno ritual fue tipificado por James G. Frazer como el «Sacrificio del Rey Sagrado»: el dramático destino de un monarca que, primero bajo la tutela y dominio de la reina heredera o la sacerdotisa, luego como rey soberano y finalmente como sustituto del rey, debía ensangrentar la tierra y morir al cabo de un año, al cabo de ocho, de doce años, o del periodo cíclico prescrito por el ritual. Todo lo cual experimentó importantes transformaciones en el tiempo, al terminar siendo ejecutado el sacrificio en época histórica sobre lo que Frazer calificó como «reyes temporeros»; figuras que accedían a los privilegios de la realeza por un tiempo determinado con la única finalidad de convertirse en objeto del sacrificio y la muerte ritual. Se trataba de «regicidios periódicos a plazo fijo», según otra de las fórmulas de este autor, dependiendo el plazo de celebración del ritual de lo avanzado de la civilización o de factores tales como la dependencia del ciclo solar, de los ciclos sinódicos de Venus o de otras consideraciones. Mucho tiempo después, sin embargo, según se dilataron los plazos, y asumido el papel masculino en el seno de la realeza, estos «reyes temporeros» destinados al sacrificio y a la muerte pasarían a ser los sustitutos ocasionales del monarca titular, dentro de la modalidad que Frazer denominó también como «regicidio por diputación». Pues estaba claro que, en sus inicios, «el rey temporero» sacrificado «a plazo fijo» pudo perfectamente haber sido una persona inocente, posiblemente el primogénito del rey o algún otro miembro de la propia familia real; pero estaba claro también que, con el avance de la civilización, el sacrificio de una persona inocente pudo haber herido la sensibilidad y el pudor públicos y haber atentado contra las costumbres y la moral; por lo que habría sido investido de la breve y letal soberanía un criminal convicto ajeno a la piedad popular.

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© Eliseo Ferrer