Īśvara-Krishna. «El Cristo desconocido del hinduismo».

En torno a un libro maldito de Raimon Panikkar, quien conoció a fondo tanto la esencia del hinduismo como la del cristianismo.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Cuando hablo de «El cristo desconocido del hinduismo» no estoy recurriendo a fórmulas imaginativas o a figuras retóricas que permitan la fácil inteligibilidad y la simplificación del discurso. Hago referencia al título de un libro «maldito» y de reducida difusión, escrito por uno de los españoles más capacitados y cultos de todo el siglo veinte, y quizás uno de los investigadores con más autoridad en la materia que nos ocupa, dadas sus características personales, intelectuales y vitales. Me refiero al hispano-indio Raimon Panikkar, filósofo, teólogo, profesor en la India y en Estados Unidos, jesuita y profundo conocedor de las religiones orientales.

Vaya por delante que, de acuerdo a las palabras del propio Panikkar (y salvando las distancias que separan mi ateísmo de su fe), Cristo «no es en ningún caso monopolio de los cristianos»; pues «Cristo no pertenece al cristianismo, sólo pertenece al Padre. El cristianismo y el hinduismo expresan y descubren ambos su creencia en el misterio teándrico, aunque de dos maneras diferentes». Por una parte, los cristianos afirman poseer un conocimiento único, una «intencionalidad gnoseológica»: «la gnosis de que Dios es Trinidad y que nosotros estamos unidos a Dios, en Cristo; pero el cristianismo [por otra parte] no niega el hecho de que la “intencionalidad óntica” del hinduismo es la misma que la suya, es decir, la unión con el absoluto» a través de un «cristo» hinduista.

Como ejemplo de la impresión que el contenido de este libro produjo entre sus lectores, he de traer a colación, como algo realmente significativo, el texto que su propio hermano, Salvador Pániker, le dedicó en su diario uno o dos días después de la muerte del autor, acaecida cerca de Barcelona en 2010. Y no deja de sorprender que lo que más llamara la atención del hermano menor, a lo largo de una vida de noventa y dos años y de la publicación de más cien obras compiladas en dieciocho volúmenes, fuera, a juzgar por lo escrito en su diario, el contenido crítico y exasperante de este libro (El Cristo desconocido del hinduismo) que comentamos: «La muerte de mi hermano ha tenido mucha repercusión en prensa, radio y televisión. […] Él sostenía que Cristo, el Ungido, era el mediador cósmico al que los cristianos no tenían ningún derecho a monopolizar. Añadía que Cristo, manifiesto u oculto, era el único vínculo entre lo creado y lo increado, lo relativo y lo absoluto, lo temporal y lo eterno, la tierra y el cielo. “Todo lo que entre estos dos polos opera como mediación, vinculo, camino, es Cristo, sacerdote único del sacerdocio cósmico, la Unción por excelencia”. Y también: “Cuando designamos este vínculo entre lo finito y lo infinito con el nombre de Cristo, no presuponemos su identificación con Jesús de Nazaret. Incluso, desde la fe cristiana, tal identificación nunca ha sido afirmada de forma absoluta”. Según mi hermano —añadía Salvador Pániker—, el Dios con quien se puede uno comunicar es el Hijo. El Padre es puro apofatismo volcado en el Hijo (kenosis). El Padre no tiene ser: el Hijo es su ser. Ciertamente, mi hermano trasladaba el mismo esquema (homeomórficamente) al hinduismo. Brahman no es consciente de serlo: Īśvara es su conciencia. La misma kenosis constituye la experiencia budista de nirvāna y shunyata».

En el cristianismo, según Raimon Panikkar, Cristo y Dios han tenido siempre una relación única, y allí donde Dios actúa en este mundo, lo hace invariablemente «en y a través» de Cristo. Una noción que los hindúes no tienen ninguna dificultad en aceptar y entender, ya que conocen perfectamente esta facultad de dios, que ellos llaman Īśvara (Señor) o Bhagavān. «Esta afirmación acerca de Cristo como lugar de encuentro tiene sentido para el cristiano y puede también ser comprensible y aceptable para el hindú, si hacemos una afirmación equivalente (homeomórfica) acerca de Shiva, Krishna o Kali. La equivalencia no será absoluta, ya que los conceptos teológicos difieren, pero contribuirá a una comprensión existencial mutua».

En este sentido, el dogma de la trinidad se presentaría como la respuesta a la inevitable cuestión del mediador entre la unidad y lo multiplicidad, entre lo absoluto y lo relativo, entre Brahman y el mundo. Pero «creo que, en último análisis, este problema vedántico atañe también a otras culturas. El Amr del Corán, el Logos de Plotino, el Tathagata del budismo, responden a la misma necesidad, que es la de encontrar un vínculo ontológico entre los dos opuestos y aparentemente irreductibles. […] Īśvara (y también los nombres Isa e Isana) es el Señor, el Dios todopoderoso y el punto de convergencia de todas las tendencias teístas de las Upanishads, que suplanta y resucita, al mismo tiempo, el “henoteísmo” de los Vedas».

Según explicaba Panikkar, el texto sagrado que más influencia ha tenido en el desarrollo filosófico y religioso de la idea de Dios en la India ha sido la Bhagavadgītā, «uno de los tres textos autoritativos de la escuela Vedānta». En esta obra, «el Señor (llamado Īśvara, Prabhu, Bhagavān, Purusottama, etc.) se revelaba plenamente como ser personal identificado con Krishna, que era a la vez transcendente e inmanente». En otras palabras, Brahman carece de relaciones con los mortales y es precisamente Īśvara quien las provee y quien establece un puente de comunicación entre dios y el mundo. De ahí que «las almas de los seres vivos, las jivas, sean Brahman, pero sin saberlo que lo son [hasta que esa relación termina por fructificar]. Lo sabrán a través de la gracia del Señor, Īśvara, por medio de la identificación con él».

En resumen, tanto para los cristianos como para los hindúes, hay un Brahman, o un Dios, o una divinidad única en cuanto absoluto transcendente: el dios desconocido que Pablo de Tarso comunicaba a los atenienses; el dios ignoto, inefable e inabarcable del gnosticismo; el dios de los primeros filósofos griegos identificado bajo la etiqueta del dios de los judíos, etc., etc. Y hay también un mundo fenoménico caracterizado por una multiplicidad de seres y atributos que son ajenos y no pertenecen a Brahman. Y hay finalmente «una relación “x” que es causa o mediador de la relación entre Brahman y el mundo» que pertenece al dominio de Cristo o de Īśvara-Krishna. Pues, como bien señalaba Panikkar (y esto es importantísimo), «si no hay vínculo, el dualismo que ello implica destruye tanto el concepto de Brahman como el concepto de mundo».

He de señalar que, dada su condición de católico, teólogo y jesuita, Raimon Panikkar igualó en valentía la inteligencia y la sabiduría que le caracterizaron a lo largo de su vida. Pero he de reconocer también, si somos sinceros, que no puso sobre la mesa una cuestión tan radicalmente novedosa que le convirtiese en autor de un genuino descubrimiento. Ciertas corrientes esotéricas y místicas, como la teosofía de Helena Blavatsky y Henry Olcott, la Gran Fraternidad Blanca y los seguidores de la «antroposofía» de Rudolf Steiner, venían hablando del «cristo hinduista» desde mediados del siglo diecinueve. Por lo que entiendo que la exasperante impresión producida por Panikkar entre ciertos lectores europeos de «El Cristo desconocido del hinduismo» se debió más a la perspectiva teológica del autor (católica), a la seriedad conceptual y a la desbordante erudición con la que afrontó este trabajo que a la elección de un tema (el mediador, el hijo de dios hindú) del que se venía hablando desde hacía décadas.

Por supuesto, también el mitólogo Joseph Campbell había entrevisto con claridad las sutilezas del problema cristológico: «El pensamiento teológico fundamental es que sólo Dios puede conocer a Dios. Esa es la idea principal de la Trinidad. A fin de conocer al Padre, uno mismo debe ser Dios. En el cristianismo, ese es el papel que se supone debe cumplir el hijo. Entonces, entre el conocedor y lo conocido hay una relación que es representada por el Espíritu Santo. Cada uno de nosotros se desplaza hacia la consumación del conocimiento de la segunda persona, el Cristo, conociendo al Padre. Encuentras exactamente las mismas ideas en las teologías hindú y budista».

Aunque quizás con menor rigor intelectual que Panikkar y Campbell, y con muchos más elementos fabulosos, la identidad entre el Cristo de Oriente y el Cristo de Occidente se ha convertido en tema recurrente de la teosofía contemporánea y de cierta masonería cuyas bases quedaron establecidas y selladas desde los tiempos de la más remota antigüedad. Según las escuelas de pensamiento místico que transitaron desde la India antigua a la filosofía griega y al gnosticismo cristiano, Īśvara era el hijo de dios que, en su aspecto macrocósmico, se manifestaba a través del sol (Logos). Pero, al mismo tiempo, el Cristo cósmico, el Hijo de Dios, en su aspecto microcósmico, se manifestaba, brillaba y resplandecía en el «corazón» de cada uno de los iniciados. Un tema recurrente, como vemos, que se repitió y se repite, una y otra vez, en todas las ramas de las iniciaciones místicas y de la gnosis, y que, sin duda, se manifestó de manera sorprendente en el siglo primero de nuestra era dentro del gnosticismo sirio y de la gnosis judeo-alejandrina.

Īśvara-Cristo era, en definitiva, de acuerdo a esta concepción metafísica del mundo, el Dios-Brahman encarnado en el corazón de cada hijo de dios, según afirmaba la teósofa de la Gran Fraternidad Blanca Alice A. Bailey: «Reside en la caverna del corazón y se llega a Él por medio del amor puro y del servicio abnegado. Al descubrirlo se le verá sentado en el Loto de doce pétalos del corazón […]. Así, el devoto encuentra a Īśvara… Cuando el devoto se convierte en un yogui que practica el Raja Yoga, entonces Īśvara le revela el secreto de la Joya. Cuando el Cristo es conocido como rey en el trono del corazón, revela, al Padre a sus devotos. Pero el devoto debe hollar el sendero de Raja Yoga y combinar el conocimiento intelectual, el control y la disciplina mental, antes de recibir la verdadera revelación».

En esta misma línea, para nuestro teólogo y jesuita catalán de origen indio, «sólo cuando el hombre se ha vaciado totalmente de sí mismo y está en estado de renuncia y aniquilación, es cuando Cristo se encarna totalmente en él. Sólo la kenosis permite la encarnación y conduce a la redención». Pues estaba claro que Panikkar se situaba en la concepción de la gnosis vedānta de Īśvara-Krishna, fuertemente influenciada por el Samkhya Yoga y el Yoga Sūtra de Patañjali, donde surgió esta forma de comunicación mística con la divinidad. «Patañjali mencionaba la meditación, o el abandonarse a Īśvara como uno de los medios para alcanzar la meta del yoga. Describía luego a Īśvara como un espíritu particular (Purusha), libre de la influencia de la aflicción, de la acción y de sus resultados».

Como vemos, junto al Yoga Patañjali, el otro sistema clásico en el que Īśvara ocupaba un papel central era, naturalmente, el Vedānta (dentro del que se circunscribía Panikkar) y sus diversas subescuelas. Por supuesto, hay otras muchas corrientes teístas en la India en las que Īśvara ocupa un papel central, aunque con otros nombres, formas y manifestaciones. Incluso, hay escuelas en las que el «cristo hinduista» pierde parte del significado mediador atribuido por Panikkar para diluirse en el ámbito de la radical inmanencia o de la radical trascendencia. Los seguidores de Sankara, por ejemplo, para preservar la pureza y la trascendencia absoluta de Brahman, situaron al mediador divino en el reino ilusorio de māyā. «El Īśvara de Sankara mira, en realidad, al orden fenoménico, y aunque se le puede llamar Dios, ya no se le puede identificar con el Absoluto, con Brahman. […] Por el contrario, el Īśvara de Rāmānuja cae al otro lado de la barrera, por así decir. Es Brahman, y su creación es el Cuerpo del Absoluto. En cierto modo, [aquí] no hay solución de continuidad entre Īśvara y el mundo. Ambos forman parte de un todo que es Brahman, uno y completo».

Toda la tesis de Panikkar estuvo dirigida, dada su tradición intelectual multicultural y multirreligiosa, a «un encuentro sincero» entre el cristianismo y el hinduismo; quizá por eso subtituló este libro con el ambicioso reclamo: «Para una cristofanía ecuménica». No obstante, y para no engañar a los lectores sobre el verdadero propósito y los riesgos de la obra, Panikkar dejaba muy claro que toda su formulación relativa al común mediador cristiano e hindú (Īśvara-Cristo) iba a encontrar un escollo difícilmente salvable, si desde el lado cristiano se solapaba el elemento «teohistoriológico» de un hijo de María llamado Jesús, arrebatando el protagonismo y la prioridad al Logos. «Pues no solo el concepto cristiano de historia es, en cierto modo, ajeno al espíritu indio [concluía]. Admitir la idea cristiana de la historia […], es ya presuponer el concepto cristiano de Cristo. Y no debemos olvidar que la primera interpretación filosófica de Cristo empieza por un discurso sobre el “Logos” hecho carne y no por un discurso sobre la carne».

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 227-230.

Influencias Culturales en los Orígenes Cristianos I.

Teología y mitología judías bajo la dominación ideológica del helenismo. 

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Un judaísmo muy influido por el sincretismo helenístico y enormemente fragmentado.

La realidad del dinamismo y el movimiento continuo de las ideas y de la acción humana dan al traste con cualquier simplificación de corte abstracto e intemporal; deja vacía de contenido toda revelación transcendente y nos sitúa muy lejos de lo que creían Renan y ciertas elites bienpensantes del siglo diecinueve. Para éstos, igual que para Jaeger y su fusión grecocristiana «temprana», había una linealidad «lógica» en el tiempo, según la cual la metafísica griega había llegado al cristianismo en los siglos tercero y cuarto de nuestra era para suplantar el vacío que había dejado la apocalíptica judía. Todo ello como resultado de la constatación de que el fin del mundo no se producía y, en consecuencia, se demoraba más de lo razonable la venida de Cristo a la tierra (parusía). Sin duda, fue ésta una interpretación aguda, mucho más profunda que las torpes ideas que atribuyeron siempre a Constantino toda la utilería y atrezzo paganos del cristianismo de la Iglesia; pero se trataba de una interpretación que tampoco respondía a la realidad del dinamismo ideológico que descubrimos en el judaísmo intertestamentario, ni concuerda en absoluto con los textos, como vamos a ver muy pronto en estas páginas. La hipótesis más razonable, según todos los indicios y documentos, apunta a que esa fusión greco-mesiánica (pagano-cristiana) fue generada, frente a un inverosímil y extemporáneo «punto cero» del cristianismo, mucho tiempo antes del marco histórico-literario de los evangelios, en el seno de las distintas corrientes del judaísmo místico y platonizante del periodo final del Segundo Templo.

En contra de lo que creía Renan, las obras de la literatura apocalíptica judía (el Libro de Daniel, el Libro de las Parábolas de Henoc, 2 Baruc, 4 Esdras, los evangelios sinópticos, las epístolas paulinas, el Apocalipsis de Juan, etc., etc.), lo mismo que cierta literatura sapiencial judía (Proverbios, Eclesiástico, y de manera muy especial La Sabiduría de Salomón), además del evangelio de Juan, estuvieron plagadas de transcendentalismo y metafísica por todos y cada uno de sus cuatro costados; y ello aunque no podamos dilucidar a ciencia cierta ni medir cuantitativamente hasta dónde llegaron las influencias griegas y hasta dónde las influencias persas, aqueménidas y arsácidas, que volvieron a dejarse sentir en los últimos tiempos del helenismo.

Lo que está claro es que Yahvé fue abandonando paulatinamente la historia y buscando su lugar en el modelo griego de transcendencia, proclamando un abismo insalvable entre el mundo y la divinidad que dejaba huérfanas a las criaturas y vacío el significado del permanente «éxodo» soteriológico del pueblo de Israel por la línea del tiempo. Pues no otro fue el contexto donde se originaron la literatura sapiencial y el germen de la Sabiduría, y el proceso de remitologización experimentado por la literatura apocalíptica con la aparición de innumerables jueces mediadores que se identificaron con antiguas figuras veterotestamentarias: una adaptación esta última del modelo arquetípico de la «travesía del desierto» (como salvación) a las ideologías y los mitos derivados del platonismo y de la transcendencia metafísica y apocalíptica derivada del zoroastrismo. Algo inconcebible, dicho sea de paso, en una concepción del mundo que, como la del antiguo Israel reflejada por los textos, había sentado sus bases sobre la inmanencia de una divinidad que dirigía la historia y el proceso salvífico a través de sus constantes epifanías; que había acompañado a su pueblo en el peregrinaje desde Egipto; que había transmitido la Ley a Moisés en el Sinaí, y que se había involucrado personalmente en la belicosa conquista de la tierra prometida. Tan inconcebible como para aquéllos que hicieron durante mucho tiempo del término «judaísmo» un esquema monolítico con el que desvirtuaron la verdadera realidad de la dinámica de los hechos y los textos.

He aquí el problema cultural y teológico central de las distintas corrientes del judaísmo entre la conquista de Judea por Alejandro Magno y la destrucción del Templo de Jerusalén por los romanos, y que en la mayoría de los ámbitos académicos ni ha sido resuelto todavía ni se plantea su resolución, dado el cambio de paradigma que supone y los riegos implícitos para ciertas ideologías dominantes derivadas del judaísmo «clásico», del cristianismo eclesiástico, del luteranismo y de sus sucursales universitarias. Pues no basta con hablar de «dos judaísmos» dentro de una perspectiva meramente espacial y geográfica, como generalmente se hace: el de Jerusalén y el de la diáspora repartida por el Medio Oriente, Egipto, Asia Menor y la capital del Imperio. Hay que afrontar la realidad cultural intrajudía de este periodo como lo que en realidad fue: un «todo complejo» muy influido por el sincretismo helenístico y enormemente fragmentado, ante el que no caben hoy simplificaciones, ni fórmulas estereotipadas, ni ideas preconcebidas.

Lo cierto es que la inercia académica terminó aceptando un monoteísmo transcendente judío en los primeros siglos de la era anterior, diferente de la teología precedente, pero siempre y cuando no se manifestase a las claras su procedencia griega y se ignorasen los textos de cierto misticismo apócrifo que tendían puentes mediadores entre el individuo y la divinidad, entre la tierra y el cielo, entre lo físico y lo metafísico. Es decir, siempre que quedasen fuera de catálogo y se desoyesen los testimonios de la penetración mística del helenismo a través de obras como el Testamento de Orfeo, el Libro de los Vigilantes, el Libro de las Parábolas de Henoc (1 Henoc o Henoc etiópico), la Sabiduría de Salomón, 4 Esdras, Baruc (siriaco), etc., de primerísima importancia todos ellos en el surgimiento de un judaísmo místico anterior a la Cábala, del gnosticismo cristiano y del sustrato doctrinal de la dogmática de la Iglesia.

De acuerdo con Michael Stone, más allá del mantenimiento de las originarias y esenciales transformaciones operadas tras el retorno del exilio babilónico, el núcleo del problema que ocupó las disquisiciones teológicas de los sabios judíos durante el periodo final del Segundo Templo no fue otro que la distancia inconmensurable que había generado la idea de un Dios transcendente y completamente distinto a la divinidad de carácter «histórico» de la monolatría de los profetas. El principal problema que presentaba ese ser transcendente para la teología hebrea era que necesitaba revelarse indirectamente, por medio y a través de alguna hipóstasis personificada, y ser comunicado a la nación y al pueblo judío; caso contrario, corría el riesgo de permanecer ignorado, incomunicado y ensimismado en su propia esencia, como ocurría con el aislamiento del Dios de la teología de Aristóteles (el Motor Inmóvil que, ajeno a las criaturas, movía el mundo).

Éste y no otro fue el contexto que sirvió de punto de partida a toda una serie de transformaciones (a una nueva mitología, en suma) para las que los judíos no encontraron otras herramientas y soluciones que las aportadas por la misma cultura helenística que había generado el problema. Lo que ofrecía sentido al nacimiento, por un lado, de Sabiduría; pero también, por otro lado, al desarrollo de la escatología apocalíptica que hacía de la figura del Juez universal el mediador por excelencia… Pues hablamos de una inevitable simbiosis cultural e ideológica entre la cultura popular del momento (estoicismo moral y platonismo vulgarizado, además de la difusión ciertas ideas básicas del orfismo y el neopitagorismo) y las influencias mesopotámicas y persas (astrología, cultos de misterio orientales y transcendentalismo zoroastriano), que se amalgamaron junto a las ideologías mesiánicas y sapienciales judías bajo la marca y el prestigio de ciertos patriarcas y profetas antiguos. Como relataba John J. Collins, la apelación a una revelación de la transcendencia era característica del sincretismo helenístico, como demostraba la popularidad que ganaron en su espacio cultural las religiones mistéricas y sus imprescindibles mediadores. Lejos de la religión homérica de la Polis y de la religión hebrea de los profetas de Israel, en las que la inmortalidad del alma o la resurrección resultaban de todo punto inconcebibles, en los primeros tiempos de la era anterior, toda una serie de nuevas nociones soteriológicas individualistas, en ocasiones entrelazadas y a veces contradictorias, aparecieron conformando un complejo mosaico de sectas y tendencias con diferentes ideas y creencias; pero todas ellas sustentadas en el denominador común derivado de un sistema de mediación con la divinidad y del empeño en la supervivencia frente el hecho inevitable de la muerte.

La inmortalidad del alma órfico-pitagórica racionalizada por Platón; la naturaleza divina del alma y la unión mística con la divinidad; la resurrección zoroastriana y su idea primigenia del Salvador; la gnosis y la sabiduría de Zoroastro, sorprendentemente similares a la «reminiscencia» platónica y a la finalidad del rey filósofo; la sabiduría práctica de muchas de las corrientes de la época; la prudencia o la redención expiatoria del justo, llegaron a conformar toda una serie de variantes ideológicas que giraron siempre, e indefectiblemente, en torno al fenómeno espiritual institucionalizado en las religiones de misterio: la presencia de un Salvador, Juez o Revelador enviado por Dios, la salvación personal y la comunión (unión mística) del individuo con la divinidad. Y la nación judía, como estamos viendo, no permaneció indiferente a las influencias de este crisol de elementos culturales y religiosos; ni entre los habitantes de Jerusalén, ni entre los de Judea, ni entre los judíos de la diáspora.

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© Páginas 413 a 416 del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado».

Influencias Culturales en los Orígenes Cristianos II.

El «Libro de Daniel» y el nuevo proceso judío de remitologización. (Bases de la literatura sapiencial y de la literatura apocalíptica).

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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La tradición sapiencial y la tradición apocalíptica. Las influencias griegas, mesopotámicas y persas.

En la religión de Israel ese abismo inconmensurable experimentado entre el hombre y la divinidad se hizo patente tras el abandono de la historia por parte de su dios Yahvé; o dicho de modo directo: se hizo patente tras la penetración a todos los niveles de las ideologías del helenismo (griegas, mesopotámicas y persas); dominadas por el inequívoco referente del dios desconocido de los místicos (orfismo), del primer principio (Arjé) de los filósofos griegos (platonismo, aristotelismo, estoicismo, etc.) y del dios transcendente de la religión de Zoroastro. Un problema para cuya solución carecía de herramientas la teología sacerdotal judía, y que hubo de afrontarse incorporando elementos ajenos a su idiosincrasia cultural (como la noción de Sabiduría, las entidades preexistentes a la creación, las propuestas de salvación individual o las emanaciones de entidades mediadoras) y revistiendo determinados elementos de la tradición persa (reubicación del papel de los ángeles y de Satanás, así como las diferentes propuestas de salvación de la literatura apocalíptica), a través de un proceso de remitologización y transcendentalización de los textos antiguos. Nuevos textos en los que devolvió al primer plano y convirtió en mediadores, jueces o reveladores de carácter celeste a figuras veterotestamentarias como Henoc, Esdras o Baruc, sin olvidar a personajes como Josué-Jesús, Noé, Abraham, Moisés, Salomón, Melquisedec, Elías o Isaías.

La literatura sapiencial y la literatura apocalíptica judías aparecieron repletas de intermediarios preexistentes que, more platonico, nos transportaban en la lejanía del tiempo a la religión de Zoroastro y a sus ángeles y santos benefactores (Amesha Spenta), emanados de la mente divina de Ahura Mazda. Extrañas y benéficas criaturas que, a pesar de la inconmensurable distancia existente entre el mundo inmanente de aquí y el mundo transcendente del más allá, facilitaban la comunicación y permitían al hombre la salvación a través de la sabiduría y la contemplación de la divinidad. Lo que, en definitiva, colocaba sobre la superficie los rasgos de un platonismo popular e ideologizado que, invariablemente, y dentro del conjunto de todas las corrientes de este signo, resultaba operativo en una fundamental dirección: el ascenso del alma individual al ámbito de la transcendencia divina tras el abandono del mundo material, después de la muerte del cuerpo individual; o el abandono de la historia por parte del colectivo de los justos y bienaventurados, para reintegrarse en la unidad originaria de la divinidad (el Reino de Dios).

Y estas funciones se llevaban a efecto a través de los jueces, reveladores o mediadores divinos: intermediarios preexistentes, de carácter abstracto en el mundo griego (en un principio), que en las sectas judías adquirieron rostro y figura humana a través de una amplia galería de personajes bíblicos y de ciertos ejes culturales siempre recurrentes y operativos (memra, hokmā, mashiaj): la Sabiduría y Salomón en la obra homónima; Henoc, en el libro del mismo título; Abraham, en el Testamento de Orfeo, entre otros textos; Melquisedec, en los escritos de Qumrán; Noé, dentro de 1 Henoc; el Mesías-Cristo y la Sabiduría, dentro de las Epístolas paulinas; Moisés, como Logos de Filón de Alejandría; la Sabiduría y el Mesías-Cristo, de nuevo en el gnosticismo judeocristiano; Josué-Jesús, en los Oráculos Sibilinos; Jesucristo, como Logos en Clemente de Alejandría; etc., etc. Lo cual, lejos de toda originalidad, no representó sino un fenómeno de mimetismo con la experiencia producida en otros ámbitos culturales y religiosos de la antigüedad. No hay que olvidar que los egipcios habían personificado el Verbo creador y mágico de Amón Ra en Thot; los babilonios, el Verbo de Marduk, su dios supremo, en su hijo Nabu; en la antigua Persia, Spenta Armaiti, junto a Vohu Manah, era la personificación de la sabiduría de Ahura Mazda y uno de los santos benefactores (Amesha Spenta); los estoicos identificaron también el Logos con Mercurio, y los griegos de Alejandría hicieron lo mismo con Hermes Trismegisto.

Resulta realmente significativo que uno de los más antiguos textos de la mística judía fuese caracterizado como una obra de divulgación del orfismo. Nos referimos al pseudoepigráfico Testamento de Orfeo; una obra con una historia redaccional verdaderamente compleja y que normalmente se sitúa en el siglo tercero o segundo antes de nuestra era. Como hemos visto en páginas anteriores, se trataba de un texto de escaso valor documental, por haber sido redactado por judíos sobre plantillas de ciertos poemas órficos muy antiguos; pero poseía un gran valor histórico y cultural, pues suponía el antecedente claro del sincretismo que determinadas sectas judías manifestaron sin disimulo durante los dos siglos anteriores a la segunda destrucción del Templo, el año 70 de nuestra era. El texto no hacía ninguna mención a la Ley y participaba de una concepción filosófica basada en la pureza espiritual: el objetivo era comprender y conocer (gnosis primitiva o protognosticismo) la unicidad e invisibilidad de Dios; lo que, a todas luces, resultaba enormemente complicado. No obstante, según una de las fuentes del texto, existía una excepción respecto de la incapacidad humana para ver y conocer a Dios; y ésta no era otra que la manifestada por un hombre de la raza de los caldeos en funciones de revelador: una figura que la tradición identificaba con Abraham. En definitiva, y como ya hemos visto, se trataba de un producto literario del primer judaísmo helenístico en el que se ofrecía a las elites cultivadas unos misterios guiados por la esperanza de superación de la muerte, que terminaron cautivando, tiempo después, a los padres apologistas de la Iglesia.

Por lo demás, también hemos visto que, de manera explícita, la idea de la resurrección de los muertos no apareció en el judaísmo hasta el Libro de Daniel, a mediados del siglo segundo antes de nuestra era, y siempre asociada a la escatología del fin de los tiempos. Por supuesto, hubo antiguas alusiones en las Escrituras hebreas, pero formuladas siempre con carácter alegórico en torno a referencias que aludían a la regeneración de la naturaleza y aplicadas a la supervivencia del pueblo de Israel; o como aquélla de Isaías en la que explicitaba que los muertos se levantarían del polvo cuando la tierra diese a luz a sus fallecidos. Algo más antigua y sorprendente, sin embargo, resultaba la primera manifestación de la creencia por parte de los judíos en la existencia de un alma inmortal, separada del cuerpo y destinada a reencontrase con Dios tras la muerte del cuerpo y el juicio preceptivo. Se trataba, según la interpretación que hizo Paolo Sacchi, del testimonio que encontramos en el Libro de los Vigilantes (dentro de 1 Henoc), «compuesto en fechas anteriores al 200 antes de nuestra era, y con mayor probabilidad, durante la época persa»; lo que resultaba realmente sorprendente, teniendo en cuenta que los libros canónicos de las Escrituras hebreas jamás mencionaron la inmortalidad del alma y que, incluso, alguno de ellos la negaba expresamente.

Lo cierto es que, de manera paulatina, y por influencia helenística, se fue conformando dentro de ciertos sectores del judaísmo una conciencia creciente en la necesaria revalorización de la figura del justo, a través de una perspectiva soteriológica individual que coexistía con la idea de la supervivencia colectiva del pueblo de Israel. Si bien hubo que esperar hasta mediados del siglo primero antes de nuestra era para encontrar formulaciones mucho más explícitas y desarrolladas en la Sabiduría de Salomón y en el Libro de las Parábolas de Henoc. Digamos que la relación entre Sabiduría (Σοφία-Sophia) e inmortalidad se fue haciendo más explícita en la medida en que el judaísmo henóquico adquiría formas más evolucionadas y definidas. En esta línea, en el Libro de las Parábolas, del siglo primero de la era anterior, Henoc señalaba ya que el Señor de los Espíritus le había concedido sabiduría en paralelo con la participación en la vida eterna. Una relación que, por otra parte, explicaba por qué en los capítulos introductorios al Libro de los Vigilantes, anterior en dos siglos a esta parte de la obra, la Sabiduría constituía el premio de los elegidos en la era escatológica.

Toda esta literatura sapiencial helenizada fluyó en el judaísmo en paralelo al desarrollo minoritario de ciertas sectas apocalípticas que, inspiradas en la nostalgia de la tradición profética y fundadas en la interpretación que hicieron del Libro de Daniel, sobrepusieron una historia mítica al tradicional inmanentismo de la historia sagrada de Israel. Esta historia mitológica era la historia de la salvación, mostrada por Dios a los videntes a través de la revelación de un agente mediador. Y en ella se hablaba invariablemente de la salvación o la condenación, del final de la historia de Israel, de la resurrección de los muertos y del juicio final a cargo de una figura veterotestamentaria (un salvador), inequívoco signo de la llegada del reino del Espíritu o del reino de Dios.

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© Páginas 416 a 418 del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado»

Influencias Culturales en los Orígenes Cristianos III.

De «Daniel» a la «Sabiduría de Salomón» y al Cristo-Mesías enviado por el Padre. Bases ideológico-textuales del Mesías Celestial.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Bases judías del mito del Salvador en la mística judeo-cristiana.

A pesar de las peculiaridades hebreas de la tradición sapiencial de la que participaba, la Sabiduría de Salomón fue el texto apócrifo judío que mejor expresó las indudables influencias del platonismo en el siglo anterior a nuestra era. Tuvo su inmediato antecedente ideológico en el capítulo octavo de Proverbios y, de manera muy resumida, podemos decir que, para ciertos judíos del siglo tercero antes de nuestra era, Sabiduría había sido ya la «herramienta» a través de la cual Dios actuaba sobre el mundo como espíritu, y en la que se inspiraría finalmente esta obra judía. Digamos que, fundamentada en origen en la Palabra del Génesis (Memra), adquirió en el judaísmo helenístico las funciones del «Verbo» mediador de procedencia irania, en cuyo contexto aparecía como Spenta Armaiti (hija o esposa de Ahura Mazda), una de los Amesha Spenta o espíritus benefactores de la divinidad. Una figura que pudo servir de inspiración a Platón, junto a la concepción del alma de Zoroastro, a la hora de comunicar la insalvable separación de la dualidad del mundo material y del mundo transcendente por medio de su idea del Alma universal: noción mediadora entre el mundo y la Ideas que la tradición posterior, hasta Filón, asociaría al Hijo-Logos (el Vástago del Bien) y que, a partir de Pablo de Tarso, se fundiría con la idea del Mesías-Cristo de los judíos. De tal manera que encontramos una clara relación de equivalencia entre las ideas de Spenta Armaiti del mazdeísmo, la Palabra del Génesis (Memra), el Alma del universo y el Hijo de Dios de Platón (el Vástago del Bien), la Sophía-Sabiduría judía y el Logos de Dios del judío Filón de Alejandría.

Escrita en griego a mediados del último siglo de la era anterior y de procedencia alejandrina, según todos los indicios, el contenido de la primera parte de la Sabiduría de Salomón no dejaba dudas sobre el eje discursivo de su exposición conceptual: la sabiduría/justicia y la inmortalidad del hombre; a las que se daba paso después de haber sentado las bases del dualismo antropológico que le servía de punto de partida: el ser humano como entidad compuesta de cuerpo y alma, según los cánones establecidos por la tradición del orfismo-platonismo. Aunque hay que reconocer que el autor no hacía uso (aunque la conociera) de la noción griega de inmortalidad del alma en un sentido netamente espiritual y platónico. «En Sabiduría la inmortalidad no dependía de la naturaleza metafísica en cuanto tal, del componente más noble del ser humano, sino de la relación del hombre con Dios. […] De tal forma que quien optaba por la vía de la sabiduría y la justicia, sustraía su futuro al dominio del sheol». Pero para exponer la doctrina de la inmortalidad, el autor se servía de una apasionada descripción del malvado y del justo, que encontramos tanto en la tradición judía como en los diálogos platónicos. De tal manera que «el autor de Sabiduría no entendía la muerte del justo como una irremediable destrucción, sino como un tránsito. Los sufrimientos servían para probar al justo como se prueba al oro en el crisol».

Desde mi punto de vista, y más allá de la base del dualismo antropológico (griego), de la propuesta de inmortalidad ofrecida al justo (griega, según la soteriología del orfismo) y de la ontología emanantista (griega y de influencia probablemente persa) en la que el autor fundamentaba su figura, el rasgo más característico de esta obra apócrifa del judaísmo helenizado radicaba en que presentaba a Sabiduría (Hokmā, Sophia) como la entidad divina que otorgaba al justo las cuatro virtudes cardinales del alma platónica: la prudencia, la fortaleza, la templanza y la justicia. Un indudable contenido extraído de la ética y de la metafísica de los griegos y plasmado en los Diálogos de Platón como virtudes del alma inmortal. Condición imprescindible, por su carácter clave, si queremos entender el significado que el término «justicia» adquiría dentro de este texto judío junto al término «inmortalidad»; algo que no siempre ha sido correctamente comprendido y que hay que interpretar como un compendio de las otras tres virtudes: la justicia, como armonía de las virtudes del alma tripartita (prudencia, fortaleza y templanza) que la Iglesia introduciría de manera dogmática dentro de su doctrina.

Según Paolo Sacchi, en el texto de Sabiduría, «justicia» (que aparecía entre el capítulo 1 y el 15 más de veinte veces) no indicaba un orden cósmico, ni una cualidad humana, ni un anhelo de equidad, sino una abstracción que era «causa de inmortalidad». «Era ésta una visión optimista que contrastaba con el pensamiento dominante en el siglo primero antes de nuestra era: los justos no podían ser tocados por la muerte. Y esta inmortalidad era posible porque el hombre poseía un alma que solo el pecado podía destruir». Estaba claro que el interés del autor de esta obra no se centraba en el problema de la justicia, tal y como la podemos entender en la actualidad, como una distribución equitativa de recompensas y castigos, sino en el sentido de la inmortalidad del alma como resultado de la virtud, en la que creía firmemente. «Sabía que la inmortalidad era la naturaleza de la justicia —asegura Sacchi—, pero sabía, por otra parte, que la justicia provenía de la posesión de la sabiduría. Por esta razón podía afirmarse que la inmortalidad ya existía en una persona que viviera en unión con la sabiduría. Pero la sabiduría se obtenía solo por la gracia, no era una conquista humana… En consecuencia, la sabiduría no enseñaba la Ley a los que la recibían de Dios; enseña lo que era agradable a Dios, lo cual no coincidía con la Ley, aunque tampoco la excluía».

Con el texto de Sabiduría, como vemos, nos encontramos ya en el mundo judío, probablemente alejandrino, con una mística helenística altamente desarrollada que influyó, sin duda, en el protognosticismo de Pablo de Tarso y en el gnosticismo de finales del siglo primero y de los siglos segundo y tercero.

«Porque el cuerpo mortal es un peso para el alma / […] ¿quién podrá rastrear las cosas del cielo? / ¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das la Sabiduría / enviando tu santo espíritu desde el cielo? / Solo así fueron rectos los caminos de los que están sobre la tierra / así los hombres aprendieron lo que te agrada y la Sabiduría los salvó».

El texto de Sabiduría anticipaba otros temas de desarrollo posterior, pero sorprendía sobremanera el tratamiento que hacía del pecado, de la muerte y del mal, ofreciendo precisos materiales a la base dualista y a la concepción del mal que, a pesar de las diferencias, desarrollaría, décadas después, el gnosticismo cristiano. Según esta obra, la muerte no había sido creada por Dios, sino que había entrado en el mundo por la envidia de Satanás.

Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser; / pero la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo / y sus seguidores tienen que sufrirla.

Es decir, puesto que el pecado no venía de Dios, la muerte tampoco podía venir de él. El mal era, según esta nueva concepción judía, una fuerza cósmica; no una transgresión, sino un espíritu de carácter objetivo que, más tarde, determinaría el desarrollo de la ideología del gnosticismo.

Pero no hemos de perder de vista que Sabiduría fue mucho más que una obra en la que se describía, sin más, el indudable misticismo judeohelenístico del siglo primero antes de nuestra era; de una obra en la que se tendían puentes entre el Uno y la multiplicidad a través del alma platónica inmortal, garantizando la supervivencia eterna del espíritu divino prisionero en la materia a través de la versión judía de la inmortalidad del justo. Esta obra instituyó un esquema teológico directamente influido por el helenismo, que terminó conformando la base del cristianismo en todas sus vertientes ideológicas y sectarias. Frente a la distancia inconmensurable que separaba al hombre de la divinidad, la Sabiduría suponía, en primer lugar, la recuperación del aspecto inmanente de Dios en la Creación, complementario de su realidad transcendente; que, además, podía resumirse teológicamente en la reaparición del aspecto femenino de la divinidad. Era, en definitiva, la Palabra (Memra) o el Pensamiento (Logos) de Dios, que adquiría realidad ontológica como hipóstasis personificada o modo de manifestarse la divinidad en el mundo.

La Sabiduría es luminosa y eterna, la ven sin dificultad los que la aman / y los que la buscan, la encuentran; / ella misma se da a conocer a los que la desean.

El proceso de remitologización a través del que se hizo frente al abismo que separaba al mundo y a Dios vino, en consecuencia, acompañado en el judaísmo por la emergencia de una figura femenina que inicialmente jugó un papel esencial en la promesa de salvación y que abrió nuevas vías soteriológicas en la literatura posterior. Se trataba de la Sabiduría, presentada unas veces como hipóstasis y personificación de la sabiduría de Dios, y otras como una parte (pensamiento) o un modo de la divinidad. Su proceso de sacralización, que venía gestándose desde Proverbios, alcanzó su clímax en la obra homónima; particularmente en los primeros capítulos (6-9), donde encontramos su más alta revelación. El autor la presentaba a través de un conjunto de propiedades, funciones y atributos divinos tales como su participación en la creación del mundo y en el gobierno de las cosas; ejerciendo un particular amor por los hombres, hasta el punto de hacer de ellos profetas y «amigos de Dios». Ella daba a conocer la voluntad divina y conducía a la salvación, y era a través de Israel el modo en que podía darse a conocer al mundo y a sus naciones.

En consecuencia, podemos decir que la figura de Sabiduría (Sophia) era preexistente al mundo, y «principio de las obras de Dios», habiendo sido ella quien había inspirado la armonía (matemática) del cosmos y de la creación. Se trataba de una emanación de la gloria del Omnipotente, un destello de luz eterna y un reflejo de la gloria del Todopoderoso: un resplandor de la inteligencia divina en el mundo que iluminaba los espíritus de los santos. Además, construía un puente entre lo humano y lo divino, al penetrar, por la gracia, en las almas de los justos y los misericordiosos, a quienes garantizaba la bienaventuranza y la vida eterna. Motivos por los que Salomón, según se relataba en el texto, la llevó a vivir a su palacio, ya que con ella pensaba encontrar la inmortalidad.

No hay duda alguna de que la personificación de la Sabiduría (Hokmā) se cuenta entre las creaciones religiosas más significativas del período del Segundo Templo, y de más trascendencia de cara al desarrollo posterior de algunas de las corrientes del judaísmo, como el misticismo judío, el gnosticismo judeocristiano y el cristianismo de la Iglesia. Se trata de la base cultural e ideológica del Mesías-Cristo celestial y preexistente de Pablo de Tarso, del gnosticismo cristiano y de la Iglesia católica. De manera indudable, nos encontramos ante una obra que, como el Libro de Daniel, marcó un cambio de rumbo y orientación dentro de la tradición cultural y religiosa del judaísmo; formando parte de un entronque retroproyectivo de largo alcance que, junto al Eclesiástico, a Proverbios y a cierto platonismo popularizado, nos conduce por igual al Génesis (la Palabra de Dios), al Logos de los filósofos, a las fuentes del zoroastrismo (Spenta Armaiti y Vohu Manah) y a la misma espiritualidad del antiguo Egipto (la Palabra de Ptah en la cosmogonía menfita).

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© Páginas 418 a 422 del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado».

Mito de la Muerte-Resurrección I.

Muerte y Resurrección en Mesopotamia (I). Ishtar-Tammuz y su proyección cultural babilónica, sirio-cananea, griega, anatolia y judía.

Mito de la Muerte-Resurrección.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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La versión acadio-babilónica del mito sumerio.

«Dumuzi» fue el nombre con el que se conoció al consorte de Inanna en la zona meridional de Sumeria, mientras era reconocido como Tammuz en el área septentrional, dentro de la lengua de los acadios. Ambos nombres significaban «hijo fiel», y este mismo y único dios, hijo-amante de la diosa, «no solo estuvo asociado a la vegetación en general, sino también a los cultivos específicos de las distintas partes de Sumeria: al árbol frutal del norte y a la palmera del sur; a la vid que daba fruto en otoño y al cereal que maduraba a finales de la primavera». En la lengua semita de los acadios, a Inanna se le conoció como Ishtar, y junto a Tammuz (transliteración de Dumuzi) la pareja siguió ostentando el protagonismo del mito sumerio a lo largo de los periodos acadio y babilónico, hasta la llegada de los persas a Babilonia (539 antes de nuestra era), y aún mucho tiempo después bajo denominaciones fenicias, cananeas y griegas.

De tal manera, podemos decir que Ishtar y Tammuz fueron, por una parte, y en una primera lectura, el resultado de la traducción del mito sumerio de Inanna y Dumuzi; pero, por otra, hemos de reconocer que conformaron algo en cierta medida diferenciado, aunque no del todo distinto dentro de su identidad de base, pues la redacción del mito en lengua acadia traspasó los meros atributos de la traducción para ofrecer como resultado una versión bastante libre y personalizada del texto original sumerio. Así se puso de relieve en el poema titulado El descenso de Ishtar a los infiernos; una obra escrita en la lengua semita de los acadios, situada también dentro del ámbito cultural de la escritura cuneiforme, que consta de 138 versos y procedente de la Biblioteca de Assurbanipal, en Nínive; ello al margen de otra versión reducida dependiente de este texto hallada en Assur. Según Jean Bottéro y Samuel N. Kramer, el texto de El descenso de Ishtar hallado en Nínive fue dado a conocer en 1865, y desde entonces se han hecho sucesivas traducciones y reediciones. «Se trata de manuscritos —según estos autores— que no fueron anteriores al cambio del segundo al primer milenio. Aunque se manejan razones para pensar que el texto puede remontarse a época paleobabilónica anterior al año 1600».

Como decimos, el mito acadio-babilónico de Ishtar y Tammuz, aun siendo esencialmente el mismo que el de Inanna y Dumuzi, presentaba una variedad de rasgos que merecen ser mencionados. En realidad, las variantes tenían más que ver con la forma que con el fondo del relato; ya que incluso Bottéro y Kramer reconocieron que, a pesar de que el mito acadio del descenso no era en realidad una traducción del mito sumerio, ambos presentan una identidad de base, no afectando a su significado ni lo que se omitía ni lo que se incorporaba como novedad en esta versión posterior. «Por lo que parece bastante verosímil pensar que este poema, por razones que se nos escapan, pudo abreviar de forma desigual un texto anterior que, sin duda, habría sido más completo y más largo. Aunque esto no dejan de ser meras suposiciones».

Sea como fuere, lo cierto es que, para estos autores, la versión acadia presentaba en relación a la sumeria «diferentes toques de originalidad». Y la primera y la más evidente de las diferencias era que el poema escrito en la lengua de los invasores semitas constaba de 138 versos frente a los 400 versos de la versión original sumeria de Inanna. De ahí que los especialistas hayan supuesto que pudiera tratarse de una versión reducida de otra más completa de la que no se han hallado vestigios. Por otra parte, la versión acadia eliminaba ciertos rasgos no esenciales de la versión sumeria, como lo relativo a los preparativos del viaje de Inanna; así como detalles mucho más importantes de la parte final, relativos a la búsqueda de un sustituto de la diosa en los infiernos. «Además, esta posterior versión también incorporaba elementos desconocidos en el poema sumerio: toda la siniestra descripción inicial del infierno (1-11); la suposición por parte de Ereshkigal de los motivos que habían llevado a Ishtar al reino de los muertos (31-36); la enfermedad de la diosa como consecuencia de las sesenta enfermedades (69 ss.), o la maldición del invertido. Y sobre todo el pasaje fundamental de la paralización del amor [y la fecundidad] sobre la tierra como consecuencia de la ausencia de Ishtar (76-81 / 85-90), al igual que todo el final del poema (127-138)».

Ese «pasaje fundamental de la detención del amor [y la fecundidad] sobre la tierra», tras la desaparición de Ishtar, era quizás la diferencia más notable frente a la leyenda de Inanna, que resultaría determinante en la evolución del significado posterior del mito, al quedar circunscrita la narración de Ishtar-Tammuz al dominio cósmico de la naturaleza y abandonar los rasgos más complejos y los aspectos más oscuros del original descenso de Inanna. Pues no olvidemos que si ésta, a diferencia de Ishtar, no generaba con su partida la infertilidad en el mundo de la naturaleza, sí volvía fértiles a los poderes de la muerte, como ocurría con su hermana Ereshkigal. De hecho, hay interpretaciones que equiparan a las dos hermanas (Inanna, diosa del amor, y Ereshkigal, diosa de la muerte) con las dos caras más visibles de la Diosa Madre: la cara luminosa, que se proyectaría sobre la tierra desde el cielo, y la cara terrestre, proyectada hacia la oscuridad del mundo subterráneo. En este sentido, encontramos incluso interpretaciones que han considerado la resurrección condicionada de Inanna en los infiernos como el nuevo nacimiento de un supuesto parto de Ereshkigal.

Los significados implícitos en El descenso de Ishtar fueron mucho más claros y elementales que los del texto original sumerio, hasta el punto de que algunos autores han hablado de trivialización, promiscuidad y vulgarización de la figura femenina del mito semítico, que orientaba sus significados hacia la sexualidad y la fertilidad; «lo que resultaba más sentimental y asimilable, pero indicaba hasta qué punto el aspecto profundo de Inanna se había perdido ya cuando se llevó a cabo esta nueva versión». Es decir, la diferencia más evidente venía determinada en la narración acadia por el hecho de que la desaparición de Ishtar no se presentaba como «un asunto de familia entre los dioses», como ocurría con la desaparición de Inanna, sino como una catástrofe cósmica de insospechadas consecuencias: «Su ausencia ponía término al celo y al amor físico de los que ella era patrona y, como consecuencia de ello, se detenía la posibilidad de que se produjeran nacimientos, con lo que comprometía, de golpe, el funcionamiento del sistema de producción de bienes que los dioses necesitaban».

Una vez que Ishtar [hubo sido retenida en el Infierno], / Ningún toro volvió a cubrir a ninguna otra vaca, /Ni ningún asno fecundó a ninguna otra burra, / Ni ningún hombre preñó de buen grado a ninguna otra mujer. / ¡Cada uno dormía solo en su habitación, / y cada una se acostaba aparte!

«Por este motivo —continúa el poema—, Papsukkal, lugarteniente de los grandes dioses, se manifestaba preocupado e inquieto. ¡Vestido y tocado de luto fue, desamparado, a llorar (en vano) ante Sin, el padre de Ishtar!». Es decir, fue el encargado de los asuntos de los grandes dioses, Papsukkal, figura desconocida en el relato sumerio, quien intervenía espontáneamente para obtener la liberación de la diosa y la salvación del cosmos, y no, como ocurría en la versión sumeria, la simple asistencia personal de Enki para la salvación de Inanna.

La diosa Ishtar y el sufriente Tammuz, consuelo de los afligidos.

Un aspecto crucial fue el papel desempañado en esta narración mítica por Tammuz, el hijo-amante de Ishtar; un rol, un significado y unas funciones no solo malinterpretados por gran parte de la bibliografía que hoy domina el mundo académico, sino tergiversados en gran medida también debido a la oscuridad de la parte final del poema, ya que gran parte de los autores no pusieron ni han puesto al día las investigaciones y los descubrimientos de Kramer en los años cincuenta del siglo pasado, en torno a la narración del mito de Inanna. Digamos, hablando con claridad, que muchos de estos autores interpretan todavía hoy el mito de Tammuz en el sentido que le ofrecieron las narraciones y las interpretaciones griegas del mito del descenso a los infiernos; es decir, en clave de rescate y retorno a la vida del mito de Adonis y Afrodita, del descenso de Orfeo para salvar a Eurídice del mundo de los muertos o del descenso de Dioniso para rescatar a su madre. Unos patrones que, supuestamente, y dada la dificultosa lectura de estos textos, habría seguido el descenso al inframundo de Ishtar, motivado por el rescate del amado. Pero lo cierto es que todo esto supone un gran error de apreciación que inhabilita a los autores que mantienen esta perspectiva para descubrir el verdadero significado del descenso a los infiernos de Tammuz, como sacrificio vicario que redimía no solo a Ishtar de su presencia en el inframundo, sino a los hombres, a los animales, a las plantas y al cosmos en general de la destrucción y el caos irreversibles.

Nos encontramos, sin duda, ante un problema que parece derivar de la relativa oscuridad de la parte final del poema acádico. «Pues hasta el descubrimiento de la [definitiva] versión sumeria [años cincuenta del siglo pasado], todo invitaba a los exégetas a hacer referencia a una aventura similar a la de Orfeo y Eurídice dentro de la mitología griega; por lo que se pensaba que Ishtar había descendido al reino de los muertos en busca de Tammuz. Pero, según la propia lógica del relato mítico, tal y como aparecía organizada y explicada en el Descenso de Inanna, era esencial que éste hubiese sido precipitado allí como consecuencia de su falta de consideración para con ella. Y ya hemos visto en qué circunstancias». Pero ocurre que estas circunstancias no aparecieron en la versión acádica, ofreciendo, en suma, uno de los vacíos más sorprendentes de la narración de Ishtar y Tammuz. Sin embargo, hemos de reconocer que el texto comprendido entre los versos 126-130 resultaba altamente elocuente, según Bottéro y Kramer, tras las órdenes de la propia Ereshkigal a su lugarteniente para reanimar a Ishtar, hacerla salir del inframundo y exigirle traer un sustituto en su lugar:

La gran corona de su cabeza / «¡Si ella no te trae un sustituto, tráemela!»

Queda claro que la diosa, en ninguna de las dos versiones, acudía al rescate del amado. «Inanna-Ishtar fue, por su carácter y vocación, por su destino, la responsable directa de la desaparición de Dumuzi-Tammuz, y la responsable indirecta de la desaparición de la hermana de éste, Geshtinanna». Es decir, Tammuz descendía a los infiernos para liberar a Ishtar, como Dumuzi lo hacía para liberar de sus compromisos a Inanna (y no al revés); aunque ya hemos visto que el descenso de Ishtar adquiría unas connotaciones cósmicas que apuntaban a la muerte de la fertilidad y de la reproducción en la superficie de la tierra, y que no aparecían en el descenso de Inanna. Por lo que el descenso a los infiernos de Tammuz debe ser evaluado, de una manera evidente, según Kramer, como una alegoría salvífica que, alternando distintos periodos anuales, permitía la muerte y la resurrección de la vegetación y de la reproducción, sin llegar a consumarse nunca la destrucción definitiva de la naturaleza y el orden cósmico.

Y fue precisamente por esta diferencia en relación al mito sumerio, además de razones de hegemonía cultural y política de la nueva sociedad semita, por lo que el dios Tammuz terminó adquiriendo en todo el Medio Oriente una proyección que no adquirió bajo la figura y forma de Dumuzi, a pesar de encuadrarse esta deidad sumeria dentro de un desarrollo más complejo del mito y de haber inspirado, en origen, los sufrimientos y las lamentaciones por la muerte de este estereotipo divino. De esta forma, si Dumuzi sufría la persecución de los galla, si fue atado y maniatado, forzado a desvestirse y a correr desnudo por el campo, además de ser golpeado y azotado, Tammuz terminó por convertirse en el dios «sufriente» por antonomasia en Mesopotamia, Siria, Anatolia y todo el Mediterráneo Oriental. Ello hasta el punto de que algunos investigadores han relacionado y han encontrado un único hilo conductor entre los sufrimientos de la figura del siervo de Isaías con los sufrimientos de Tammuz. De tal manera que, si el siervo de Isaías moría y se humillaba por los pecados y las iniquidades de la nación, Tammuz moría y resucitaba todos los años a modo de sacrificio que permitía la salvación y el equilibrio del orden cósmico; garantizaba supervivencia de los hombres, de los animales y de las plantas, y se convertía en consuelo, promesa y expectativa de futuro más allá de la muerte.

Así fue como el dios sumerio-acadio-babilonio Dumuzi-Tammuz, que inspiró en gran medida algunos de los rasgos más característicos del dios Marduk, se convirtió en arquetipo y modelo ejemplar de los dioses que morían y resucitaban al modo de la naturaleza vegetal. Aunque hemos de reconocer también que, más allá de la teología, más allá de las lectura cósmica o antropológica, o de las posibles interpretaciones mistéricas del mito, Tammuz ofreció en los territorios de Oriente Medio durante muchos siglos abundante misericordia y consuelo con los que aliviar los sufrimientos de aquellos desgraciados servidores de los dioses. Como reconocía Eliade, el antiquísimo mito del sufrimiento, de la muerte y la resurrección de Tammuz tuvo paralelos e imitaciones en casi todo el mundo paleo-oriental, conservándose sus huellas hasta en la gnosis cristiana y el cristianismo de la Iglesia. «Los sufrimientos y la resurrección de Tammuz suministraron también modelo a los sufrimientos de otras divinidades (Marduk), y sin duda fueron imitados (y, por consiguiente, repetidos) cada año por el rey. Las lamentaciones y los regocijos populares con que se conmemoraban los sufrimientos, la muerte y la resurrección de Tammuz, o de cualquier otra divinidad cósmico-agraria, tuvieron en la conciencia del Oriente arcaico una resonancia cuya amplitud no se aprecia debidamente. Pues no se trataba solo de un presentimiento de la resurrección que seguiría a la muerte del hombre, sino asimismo de la virtud consoladora de los sufrimientos de la divinidad para cada hombre en particular. Cualquier sufrimiento podía soportarse con tal de rememorar el drama de Tammuz».

Un drama mítico que, en definitiva, recordaba al hombre que el sufrimiento nunca era definitivo; que la muerte no era otra cosa que el preludio de la resurrección a otra vida mejor, y que toda derrota y sufrimiento eran anulados por la victoria final. Para Eliade, la analogía entre este mito y el drama lunar era evidente, pues determinaba siempre un nuevo comienzo y la imposibilidad de que pudiera llegarse a un inexplicable final. En este sentido, Tammuz prometía, a través de su «experiencia» mítica, la resurrección, «y justificaba o, en otros términos, hacía llevaderos los sufrimientos del justo», puesto que no era solo la muerte del individuo la que disipaba, sino también sus fracasos, angustias y sufrimientos.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado. (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)». Páginas 103-108 (122 en pdf).

Mito de la Muerte-Resurrección II.

Muerte y Resurrección en el antiguo Egipto (II). Aclaraciones sobre la idea de resurrección asociada al dios Osiris.

Mito de la Muerte-Resurrección.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Contexto y significado cósmico de la resurrección de Osiris.

Como hemos visto en páginas anteriores, y a pesar de la identificación que los griegos hicieron entre Adonis, Osiris y Dioniso, la divinidad egipcia ofreció un simbolismo mucho más rico y complejo que el presentado por el mero estereotipo del dios de la vegetación o del cereal que moría y resucitaba todos los años. En realidad, no hay duda de que todos estos dioses-hombre manifestaron rasgos particulares que los diferenciaban, a pesar de compartir todos ellos una identidad arquetípica que los unía como símbolo y representación del cosmos muerto y revivificado cíclicamente. Pero en el caso de Osiris, quizás porque disponemos de una información que los otros cultos no nos proporcionan, las diferencias se agrandan considerablemente.

Su significado y su culto presentaba demasiadas aristas como para ser identificado únicamente como un dios de la vegetación o una divinidad del grano o del cereal. Mucho más allá del estereotipo del dios muerto y resucitado, Osiris (un dios revivido entre los muertos) puso en juego un complejo sistema de símbolos orientados a la «evidencia» de una nueva vida para sus «iniciados» y seguidores tras la muerte; unos significados que fueron interpretados, invariablemente, a partir del paradigma de su poder cósmico inmanente, que permitía tanto la alternancia del día y de la noche como el desarrollo y el «equilibrio» de la semilla, que moría bajo tierra para reverdecer y ofrecer sus frutos. Como afirmaba Frankfort, «si la reaparición diaria del sol y las estrellas asumían el carácter de una resurrección, no era ilógico reconocer que una fuerza, tan similar como para sugerir una identidad, animaba los cuerpos celestes, el crecimiento de las cosechas y la aparición, después de la sequía, de las aguas del Nilo». Se trataba de una fuerza que animaba la totalidad del cosmos, operando con idénticos mecanismos tanto en el ámbito antropológico como en el cosmológico. Y esa fuerza era, evidentemente, la proyección telúrica y subterránea del poder de Osiris, que irradiaba todos los ámbitos visibles e invisibles del universo, Por lo que el dios egipcio asesinado no representaba ni al cereal en sí mismo, ni a la vegetación, ni a la fertilidad agrícola o animal, ni al agua del Nilo, ni al sol, ni a las estrellas, cuyos fenómenos estaban representados por dioses menores del tipo de Ernutet, Min, Hapi, etc. Osiris era el poder, la energía oculta y la magia telúrica por medio de los cuales el potencial de vida de la semilla, fenecida bajo la tierra negra del Nilo, se hacía manifiesta a través de la forma física y viva de la planta; por medio del cual una nueva vida nacía de la muerte en el caso del hombre, o a través de cuya fuerza inmanente el sol nacía y declinaba todos los días y las estrellas se manifestaban en el cielo nocturno. Era el poder que hacía posible los ciclos de la naturaleza, la salida diaria del sol desde el otro mundo y el garante de la aparición nocturna de las estrellas. «Osiris gobernaba los procesos de manifestación por los que aquello que existía espiritualmente llegaba a adquirir materialización física exterior. Cuando el influjo de las fuerzas vitales en el mundo físico no se producía, Osiris estaba inevitablemente “perdido” o muerto. Pero cuando estos procesos se ponían en movimiento, se debía a la actividad (o regeneración) de Osiris en el otro mundo».

A diferencia de otras culturas arcaicas de rasgos más naturalistas, como ocurría en ciertas sociedades mesopotámicas avanzadas o en la primitiva Grecia, en el antiguo Egipto existía una relación que podríamos denominar de «identidad» entre el trasfondo mítico-cultural, que daba vida a las manifestaciones del «espíritu», y el mundo empírico y material, germinado de la potencia invisible de Osiris, en el que se desenvolvía la supervivencia y la lucha por la existencia. O lo que es lo mismo: nada de lo que del mundo percibían los sentidos escapaba a una interpretación «metafísica» predeterminada por los mitos y que provenía de un universo inmanifestado regido por Osiris. Por eso, mucho más allá de tratarse de una cultura teocrática, tal y como hoy entendemos este término, el antiguo Egipto consiguió hacer de la «religión» y de la mitología una maquinaria cósmica perfecta con la que explicar desde los misterios invisibles del «mundo interior» y oculto el «mundo exterior» y manifestado de la vida fenoménica, ambos dentro de un contexto de totalidad de la inmanencia cósmica (ajena a la transcendencia). Es lo que Naydler denominó «la existencia metafísica del antiguo Egipto», ya que era en el ámbito del mito donde se aprehendía la realidad verdadera, como ocurría en todas las culturas arcaicas, de la que el mundo natural participaba necesariamente. Y era en este contexto donde el mito de la muerte y la resurrección de Osiris se presentaba como uno de los pilares básicos no sólo de la vida espiritual, sino, como estamos viendo, de una ontología existencial que, por definición, negaba la muerte al hacer de la nueva vida una continuación (como la planta en relación a la semilla) de la propia existencia. Así, «el mito de Osiris expresaba en imágenes el enlace de los dos mundos, y a través de esas imágenes se podía experimentar la relación del nivel espiritual del ser con el nivel fenoménico».

Evidentemente, nos encontramos ante un contexto totalizador cuya realidad descansaba en divinidades inmanentes y en el que las criaturas vivientes no alcanzaban el verdadero estatuto ontológico hasta el tránsito de la muerte y su posterior transfiguración. Un contexto inmanentista que anticipaba, sin embargo, la teoría transcendente de las ideas platónicas en un par de milenios al menos; que definía el universo manifestado a través del símbolo de la cruz que el sol dibujaba todos los días al atravesar el Nilo; que negaba, además, el tiempo profano y la propia historia, y cuyo único acontecimiento de relevancia, en consecuencia, no era otro que el de la creación del mundo y su cíclica repetición dentro del significado del mito. De ahí la importancia que, junto a Osiris, divinidad ctónica y oculta, adquirió en el antiguo Egipto el dios solar manifestado, Ra, bien bajo la fórmula heliopolitana de Atum o bien bajo la fórmula tebana de Amón. Dos divinidades mayores, Ra y Osiris, que, según algunos autores, se consideraron excluyentes o incompatibles durante mucho tiempo, pero que finalmente (a partir del Imperio Nuevo, 1550-1070) llegaron a manifestarse como divinidades complementarias dentro del eje fundamental de la maquinaria cósmica (mundo inmanifestado y mundo manifestado) que animaba el antiguo valle del Nilo.

A lo largo de la historia egipcia, y si estudiamos sus textos, entenderemos con facilidad que ambas divinidades, Osiris y Ra, uno como dios del mundo invisible y subterráneo (Duat), y otro como el dios manifestado a través del sol, que recorría diariamente el cielo en su barca, terminaron encontrándose (e identificándose) como los dos genuinos garantes de la perdurabilidad «eterna» del cosmos. Pero hay que señalar que lo que se conoce como la «solarización de Osiris», o la asunción de las funciones de Ra por parte de Osiris (como el juicio de los muertos), la sitúan algunos autores en un tiempo avanzado de la historia egipcia, tras un largo periodo de transformaciones y quizá como resultado de un proceso de perfeccionamiento y sincronía del engranaje cósmico que ofrecía explicación cabal a la muerte.

Osiris, no obstante, formó parte desde el origen de lo que conocemos como «teología solar helipolitana», y ya en los Textos de las pirámides Atum hacía emanar a las demás deidades desde su propio ser y esencia (masturbándose y expectorando), al modo de lo que siglos más tarde la teología conocería como «hipóstasis» o modos de la divinidad: dioses menores, arcángeles, ángeles, querubines, potestades, demonios, etc. Según la teogonía y la cosmogonía surgidas del dios supremo de Heliópolis, la divinidad era a la vez una y múltiple (trina, en una primera instancia) y luego surgieron los dioses integrantes de la Enéada, de la que formaban parte Osiris e Isis. Allí, en Heliópolis, fue donde aparecieron y adquirieron forma las tres primeras y principales manifestaciones de Atum: como el sol en el horizonte al amanecer (el escarabajo Khepri), como el sol en el cénit del mediodía (Ra) y como el sol en el ocaso de la tarde (Atum con cabeza de carnero). De ahí que Ra no fuese ni más ni menos que la más alta y visible manifestación, primero, del dios heliopolitano Atum, y con posterioridad, del dios tebano Amón, cuando esta última deidad se impuso en todo Egipto desde la hegemonía política de las dinastías de Tebas.

De ahí que debamos entender la complementariedad del binomio integrado por Osiris y Ra como la relación de dos modos de la divinidad suprema lograda a través de siglos y siglos de evolución; pues hay que reconocer que en la etapa predinástica, según explicaba James H. Breasted, y en paralelo al desarrollo de las primeras divinidades, habrían surgido ya dos grupos de visiones escatologías claramente diferenciadas: unas, solares-celestes, y otras, osirianas-terrestres, opuestas entre sí en un principio y participadas por ámbitos sociales diferentes. De tal manera que, a partir de esta diferenciación, el conjunto de ideas y prácticas funerarias del Egipto primitivo pudo haberse manifestado bajo los símbolos de una u otra ideología. Así, si en tiempos prehistóricos los egipcios pudieron creer que los muertos sobrevivían, quizás como sombras, en sus tumbas o en la lúgubre morada de Occidente; muy pronto, con las primeras dinastías se desarrollaron ideas más acordes a la dignidad del faraón, como hijo de dios, otorgándole la supervivencia en el reino de los cielos y junto a las estrellas, a través del sol. No hay que olvidar que la instrumentalización política de la divinidad celeste, junto al faraón-Horus, terminó convirtiendo al sol en la materialización del poder y la soberanía real en el universo con todas sus prerrogativas.

Estas dos escatologías, la solar y la osiriana, de orígenes claramente diferenciados, dieron satisfacción, sin duda, a dos núcleos sociales perfectamente separados: la teología estatal y el destino de ultratumba del faraón, como hijo de dios, se habría fundamentado en las creencias solares, mientras las expectativas y los anhelos populares de superación de la muerte habrían encontrado cobijo y misericordia, según Breasted, en la ideología humanitaria del dios asesinado por su hermano Seth. Pero no hay que olvidar que el soberano, o faraón, era un ser divino en cuanto hijo de dios (Horus) y era asimismo un hombre igual que todos los demás. Por lo que muchos siglos antes de que se popularizara y generalizara la vida de ultratumba como justificación y glorificación de la población del valle del Nilo, la figura del monarca habría integrado elementos de ambas escatologías: la luz del dios Ra, como deidad entronizada en la tierra, y el poder salvífico de Osiris, como padre de Horus, con el que necesariamente se identificaba y era consustancial.

Nos encontraríamos ante un fenómeno (la resurrección), en unos primeros tiempos, exclusivamente referido al soberano, que habría evolucionado de manera imperceptible y muy lentamente: desde el tratamiento ritual de la inmortalidad del monarca a la de ciertos individuos poderosos; acelerando sin duda su expansión en periodos de anarquía, en los que se habrían extendido los ritos de paso desde las elites sacerdotales y de poder político a sectores económicamente importantes de la sociedad civil. Así, hasta generalizarse el ritual de la muerte y la resurrección entre toda la población, según Eliade, en los comienzos del Imperio Nuevo (1550-1070): «La originalidad de la teología del Imperio Nuevo —según este autor—consistiría, por una parte, en el postulado del doble proceso de «osirianización» de Ra y de solarización de Osiris, y, por otra, en la convicción de que este doble proceso revelaba la significación secreta de la existencia humana, y más concretamente la complementariedad de la vida y de la muerte». Pero fue mucho tiempo antes, en la figura del faraón muerto, donde se había consumado la identificación de ambas divinidades, cuya eficacia salvífica terminaría haciéndose extensiva, a través de este proceso de cambio, a toda la población.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado. (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)». Páginas 141-144.

Mito de la Muerte-Resurrección III.

Muerte y Resurrección en los Cultos de Misterio (III). La herencia mistérica que complementó el protognosticismo de Pablo de Tarso.

Mito de la Muerte-Resurrección.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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La liberación del Alma-Espíritu de la fatalidad arcóntico-planetaria.

Digamos que el destino de los hombres terminó siendo asimilado al fatalismo imperturbable del movimiento de los astros y los planetas. Tanto la existencia de los individuos como la duración de las ciudades y los estados se creyó que se encontraban bajo la determinación de las estrellas. La arraigada teoría de las correspondencias micro-macrocósmicas, de «lo que era arriba era también abajo» («así en el cielo como en la tierra»), no era nueva: había sido acuñada desde mucho tiempo atrás en Mesopotamia, a través de concienzudas observaciones de los babilonios en torno a las revoluciones de los planetas. La novedad, ahora, consistía en que el hombre no solo se sentía solidario de la armonía y regularidad de los ritmos cósmicos, como ocurría en la más remota antigüedad, sino que acababa por descubrir, en su perspectiva emic, que él mismo estaba determinado y atrapado por los movimientos de las estrellas (astrología); no constituyendo otra cosa que una pieza insignificante y sin sentido dentro de un engranaje de perfecta armonía y regulares movimientos: un esclavo, en suma, de la impresionante maquinaria cósmica. Una concepción realmente pesimista de la existencia humana que no quedó erradicada y vencida culturalmente hasta que no se impuso la creencia de que ciertas divinidades arcaicas operaban su providencia salvífica sobre las almas independientemente del destino y que, incluso, más fuertes y poderosas que él, ostentaban la facultad de mantener o trastocar el orden y la regularidad del movimiento de los astros. Así fue como, por sinuosos derroteros, las distintas modalidades neolíticas de las divinidades de la muerte y la resurrección (el niño-dios, el hijo-amante de la diosa y el Rey Sagrado asesinado) reaparecieron de nuevo, ahora bajo una función soteriológica individual y realmente novedosa: se trataba de salvar a los mortales de la corrupción de sus cuerpos indiferenciados de la materia cósmica, a través de la redención de sus almas, de carácter divino y, por lo tanto, ajenas el poder de la fatalidad de los astros y los planetas.

Porque, en definitiva, «de Cristo recibía el cristianismo la certeza de la inmortalidad»; pero no de Dios. Pues el papel de salvador-redentor no podía ser desempeñado por todas las divinidades, y mucho menos por el supremo Dios Padre de los indoeuropeos (lo Uno y la absoluta totalidad) reformulado por los filósofos griegos; quien, según desarrollo de la gnosis irania (heredera de las tradiciones de los avatāras de la antigua India), enviaba a su «hijo» a la tierra (el Hijo de Dios, el Vástago del Bien de Platón) con el fin de salvar a sus criaturas. Exactamente lo mismo que ocurría en la tradición de los diferentes cristianismos anteriores a la aparición de la Iglesia: el dios único no redimía a los hombres por medio de una acción personal y deliberada, sino que los salvaba por medio de su hijo Jesucristo. «Pues, en general, las divinidades de los misterios eran igualmente aquéllas que podían llamarse mediadoras, y cuyas funciones originales las preparaban, en cierto modo, para su papel de salvación», señalaba Loisy.

Dumuzi-Inanna, Tammuz-Ishtar, Osiris-Isis, Adonis-Astarté, Atis-Cibeles, Dioniso-Deméter (y Perséfone), Mitra-Anahita y Jesucristo-Sabiduría, entre otros, representaron distintas formas y denominaciones de un mismo mito soteriológico del mediador, que desafiaba al destino de los arcontes planetarios, y que, a partir cierto momento, ofreció protagonismo a algunas de sus versiones femeninas representadas por sus «madres-amantes», como pusieron de relieve Deméter en Eleusis, Cibeles en Roma o Isis por todo el Mediterráneo. No hay que olvidar que en las Alabanzas de Isis la diosa proclamaba con claridad: «He vencido al destino y el destino me obedece». Aunque el dios mistérico más popular durante el helenismo y la época romana fue, sin duda alguna, Dioniso (Baco), quien aparecía en la epigrafía y en los documentos antiguos bajo infinidad de nombres y reclamos: Eleutero, Sabacio, Zagreo, Basareus, Bromio, Euios, Yoneo, Lenaios y Yaco fueron solo algunas de sus muchas denominaciones. Una inabarcable multiplicidad de significantes y myrionymos que representaban, invariablemente, una única relación mística con la divinidad.

Pero los orígenes de la elevación y entronización de este hombre-dios, de escasa importancia en el panteón olímpico homérico, se presta en la actualidad, como luego veremos, a diferentes interpretaciones. La más arraigada y extendida la encontramos en el historiador Heródoto, quien señaló que el mito de Dioniso no era otro que el mito egipcio de Osiris, desmembrado por su hermano Seth. Heródoto, que dejaba muy claro ser un iniciado en los misterios en diversos pasajes de su obra (Los nueve libros de historia), viajó por Egipto en el siglo quinto antes de nuestra era y no dejó de sorprenderse ante la semejanza (o identidad, según su criterio) de los mitos osírico y dionisíaco. El padre de la historia griega señalaba en este sentido: «Verdad es que antes eran los dioses quienes reinaban en Egipto. […] El último dios que allí reinó fue Horus, llamado por los griegos Apolo, hijo de Osiris, quien terminó su reino después de haber acabado con el de Tifón [Seth]. A Osiris lo llamamos en griego Dioniso, esto es “el Libre”». Y más adelante, refiriéndose de forma algo velada a los misterios de Osiris y a su esposa-hermana Isis, detallaba: «En aquella laguna hacen de noche los egipcios ciertas representaciones de las tristes aventuras de una persona que no quiero nombrar, aunque estoy a fondo enterado de cuanto a esto concierne; pero en punto de religión, silencio. Lo mismo digo respecto a la iniciación de Ceres, según la llaman los griegos, […]: tal es que las hijas de Danao trajeron estos misterios de Egipto». Una tesis ésta que, como veremos, y en lo referente a la procedencia, se encuentra desacreditada actualmente por la más reciente investigación, aunque la crítica moderna no niega las semejanzas operativas y funcionales de uno y otro mito.

El dios egipcio fue, sin duda, el modelo de todas las divinidades que, dentro del imaginario de la fe en la otra vida, permitieron vencer a la muerte. Lo que no quiere decir que podamos hablar de préstamos culturales con la claridad e injustificada concreción con que lo hacía Heródoto. En este sentido, un fragmento del Texto de los Sarcófagos proclamaba: «Tú eres ya el hijo de un rey, un príncipe, mientras tu corazón [es decir, tu espíritu] permanezca contigo». Siguiendo el ejemplo de Osiris, y con su ayuda, los difuntos lograban transformarse en «almas», es decir, en seres espirituales perfectamente definidos y, por ello mismo, indestructibles. Asesinado y desmembrado, Osiris fue, según el mito, «reconstruido» por Isis (devuelto a la unidad originaria) y reanimado y renacido en el inframundo por el mismo Horus. De este modo, inauguró un nuevo modo de existencia religiosa, pasando de «sombra impotente» a «persona conocedora»: un nuevo ser espiritual debidamente iniciado. Aunque hemos de reconocer y dejar claro que hoy sabemos muy poco de los cultos mistéricos del antiguo Egipto; menos aún que de los cultos de misterio grecorromanos, y que lo poco que conocemos nos ha llegado a través del filtro de la cultura griega de los ptolomeos.

La salvación y la liberación de los clavos del alma.

Además de otro tipo de súplicas y demandas de carácter votivo, la salvación del alma se convirtió en el asunto de mayor importancia tanto en los cultos mistéricos de la Grecia clásica como en los cultos orientales que, surgidos del contexto del helenismo, se desparramaron por el mundo romano. Sus ritos, de carácter secreto, poseían poder purificador y redentor, al tiempo que volvían al hombre mejor y lo liberaban de los espíritus hostiles. Las deidades salvadoras aseguraban al iniciado que le prolongarían la vida más allá del término fijado por el destino; es decir, más allá de la muerte.

Verdaderamente, hay que reconocer que los misterios convocaban a todo tipo de público, gentes de toda clase y condición, dentro de cuya amalgama social no se distinguían los esclavos de los señores, ni las elites intelectuales de las masas analfabetas. Había lecturas e interpretaciones del mito para todos los niveles de iniciación… Y prueba de ello fue el sinnúmero de documentos de destacados personajes y figuras de la antigüedad donde se aludía de forma velada a unos u otros rasgos de estas prácticas religiosas. Así, descubrimos que Cicerón debió ser un entusiasta de estos cultos secretos a juzgar por sus comentarios: «Por medio de los misterios —afirmaba— fuimos apartados de la vida salvaje y bárbara, y educados y refinados en el humanismo; y aprendimos lo que ellos llaman “iniciaciones”, que son en realidad principios de la vida; y no solo aprendimos el método de vivir con alegría, sino incluso el de morir con la esperanza de algo mejor». O el propio Platón, quien tres siglos antes comentaba: «Al parecer, los que crearon los ritos de iniciación no eran necios, sino que en sus enseñanzas había un significado oculto», al tiempo que «los que han dedicado su vida a la verdadera filosofía» eran los que mejor captaban su «significado oculto». Por su parte, Olimpiodoro manifestaba en un comentario a propósito del Fedón platónico:

Parece que quienes establecieron en beneficio nuestro los ritos de iniciación no estaban locos, sino que hay un sentido oculto en sus enseñanzas cuando se afirma que cuantos llegan al Hades sin haber sido iniciados yacen en el fango, mientras que los purificados e iniciados, cuando allí llegan, moran con los dioses. Porque, ciertamente, como dicen los que conocen bien los misterios, «hay muchos que llevan la vara, pero pocos los que se hacen bakchoi». Estos últimos son, en mi opinión, los que han entregado toda su vida a la verdadera filosofía.

Aristóteles y algunos neoplatónicos hablaron también favorablemente de los cultos mistéricos. Así, el neoplatónico Jámblico dedicó una de sus obras a las iniciaciones bajo el nombre de Sobre los misterios egipcios. En ella, y entre otros muchos argumentos, exponía que los ritos y las enseñanzas de los misterios eran un antídoto contra la contaminación de la materia. «Así pues, para curar nuestra alma, para moderar los males que le son connaturales por el hecho de la generación —señalaba—, para liberarla y librarla de las ataduras, por estas razones se llevan a cabo tales ritos. También por esta razón justamente Heráclito los llamó “remedios”, en la idea de que remediaban las desgracias y hacían a las almas exentas de los males de la generación [de la materia]».

El testimonio de Jámblico es tardío y nos sitúa ya a caballo entre los siglos tercero y cuarto de nuestra era. Si bien, dos siglos antes, Plutarco, había ya escrito De Iside et Osiride y un buen número de comentarios que dejaban constancia de la ideología de un sacerdote délfico muy influido por el platonismo y el eclecticismo de la época; que establecía analogías entre la finalidad de la filosofía de Platón y la finalidad de los misterios. En una de sus «cuestiones» (quaestiones) Plutarco ponía en boca de Tíndares:

La contemplación de la naturaleza inteligible e imperecedera es el fin de la filosofía, como la contemplación de los misterios lo es de la iniciación. Pues el clavo de placer y dolor con el que clava el alma al cuerpo parece tener como mayor mal el hacer las cosas sensibles más claras que las inteligibles y forzar a la mente a juzgar por el sentimiento más que por la razón, pues acostumbrada por el intenso penar y gozar, a atender a lo errante y cambiante de los cuerpos, como si se tratase del verdadero ser, es ciega […] para el alma y su luz, con la que sólo se puede contemplar lo divino.

En efecto, utilizando la metáfora platónica, el objeto de los ritos y las enseñanzas practicadas en el interior de las criptas mistéricas era el de liberar el alma de los clavos con los que se hallaba clavada y prisionera en la materia (madera). Por supuesto, la literatura cristiana de los siglos segundo y tercero, que llevó esta metáfora a radicales y patéticos contextos literarios, aludía en bastantes escritos a los cultos de misterio; lo que no quiere decir (no nos engañemos), que, partiendo de estos documentos, podamos reconstruir y conocer lo que de verdad ocurría en el rito secreto de la iniciación mistérica.

Hemos de reconocer, humildemente, que sabemos muy poco al respecto. El compromiso de sigilo de los iniciados, por una parte, y la destrucción, por otra, llevada a cabo por el cristianismo triunfante a partir de los siglos cuarto y quinto de muchos de los textos del mundo antiguo, extendieron un tupido velo sobre lo que ya, a priori, venía velado por el carácter secreto y las condiciones del misterio. Pausanias contaba, por ejemplo, que se propuso desafiar las leyes del pacto de silencio y describir todos los objetos que admitían ser descritos en el santuario de Atenas, «denominado el Eleusinion», pero se le advirtió, en una visión que tuvo en sueños, que no hiciera tal cosa, pues no quedaría impune su osadía; por lo que se limitó a referir tan solo lo que «legítimamente» podía ser dicho a todo el mundo. «Un sueño me prohibió describir —afirmaba— lo que hay dentro de los muros del santuario; ciertamente, está claro que los no iniciados no pueden oír hablar legítimamente de cosas cuya vista les está prohibida». Heródoto, por su parte, y como ya hemos comentado, había manifestado innumerables veces a lo largo de su obra, pero de forma indirecta y siempre a través de circunloquios, el compromiso al que estaba obligado, derivado, según se deducía, de la autoridad del pacto a través del cual los hierofantes y mistagogos obligaban al silencio de los iniciados.

Ciertamente, la ausencia de documentos directos en relación a los cultos mistéricos, bien debido a la tradición oral y secreta de la iniciación, bien debido a la destrucción y el abandono producidos con posterioridad al Edicto de Tesalónica, que convertía el cristianismo en religión oficial del Imperio, ha situado al borde del escepticismo a muchos investigadores. Así, en comparación con las bibliotecas supervivientes del judaísmo y del cristianismo antiguos, la escasez de textos referentes a los misterios paganos ha resultado «deprimente» para investigadores como Walter Burkert. El investigador belga Franz Cumont, por su parte, calificaba la perdida de los libros de la liturgia mistérica como la catástrofe más lamentable de la literatura antigua; pues «a decir verdad, nada hay más oscuro en la actualidad que la historia de las sectas que nacieron en Asia en el momento en que la cultura griega entraba en contacto con la teología bárbara; pues rara vez es posible formular con seguridad conclusiones plenamente satisfactorias». Lo cual no impidió a la investigación de la primera mitad del siglo veinte iniciar toda una serie de fundados estudios (a través de Reitzenstein y el mismo Cumont, entre otros) que abrieron las puertas de un relativo optimismo que terminó, de alguna manera, consolidado en la obra de Karl Kerényi.

Los intentos de compensar la pérdida mediante el estudio de fuentes indirectas, según Burkert, hicieron renacer la esperanza, «invocándose tres tipos de textos como material básico de estudio: la literatura gnóstico-hermética, los papiros mágicos y los relatos literarios griegos. Tres tipos de documentos muy diferentes que comprendían, por una parte, la revelación especulativa; la técnica ritual, por otra, y, finalmente, la narrativa popular, entre la que encontramos obras como Las metamorfosis (El asno de oro) de Apuleyo, Las Bacantes de Eurípides o Las Etiópicas de Heliodoro».

De lo que sí podemos estar seguros es que la esperanzada idea de la consecución de una nueva vida después de la muerte fue lo que, en el plano de las expectativas humanas, marcó la diferencia entre las religiones mistéricas y la religión ciudadana y las creencias del judaísmo tradicional: «Tanto si el alma iba al Hades [griego] como al Sheol [judío], descendía igualmente a un mundo sin luz, sin alegría, sin actividad y sin vida; en definitiva, a un mundo sin Dios. Por el contrario, las nuevas religiones prometían al hombre una inmortalidad dichosa. El alma no era ya la copia del hombre, sino su dimensión real, cargada ya en esta tierra de todas las capacidades que determinaban su destino eterno».

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado. (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)». Páginas 263-274.

Mito de la Muerte-Resurrección IV.

Muerte y Resurrección en Pablo de Tarso (y IV). De Osiris a la idea de resurrección en el cristianismo.

Mito de la Muerte-Resurrección.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Muerte y Resurrección en Pablo de Tarso.

Si tenemos en cuenta que Osiris fue la deidad que daba la vida eterna a los hombres tras la muerte, como parte integrante del cosmos, llegamos fácilmente a la conclusión de que Cristo no dijo nada nuevo cuando afirmó: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá jamás». Como bien sabemos, la fe en el Cristo resucitado (como la creencia en Osiris) constituyó el elemento fundamental y la esencia del cristianismo de la Iglesia, especialmente en la doctrina de Pablo de Tarso. Para el «apóstol de la resurrección», la redención fue resultado de un don gratuito de dios (elección divina por la gracia de los «escogidos») y la salvación producto de la identificación mística con el Cristo-Mesías Hijo de Dios: exactamente igual que ocurría con la identificación mística del viviente con Dioniso en sus misterios o con la identificación del difunto (X-Osiris) del antiguo Egipto con el rey de la Duat. «El hecho fue de suma importancia, pues sus epístolas constituyeron los primeros documentos en que se relataba la historia de la comunidad cristiana, y estas epístolas estaban transidas de un fervor inigualado: la certeza de la resurrección y, en consecuencia, de la salvación por Cristo». Si bien hemos de tener en cuenta que la resurrección ofrecida en las cartas de Pablo de Tarso no tuvo nada que ver con la idea dogmática de la resurrección difundida en los catecismos de la Iglesia, y heredera, en el siglo segundo, de una tradición apocalíptica persa muy desvirtuada y deformada en la época de los arsácidas; interpretada, al mismo tiempo, a través de clichés y de fórmulas estereotipadas.

La operativa funcional de la resurrección que planteaba la doctrina de Pablo de Tarso, equivalente a la doctrina de la transfiguración osiriana del antiguo Egipto y a las ideas de resurrección en un cuerpo glorioso del primitivo zoroastrismo (la recuperación de un cuerpo transfigurado también), se situaba tan lejos de los groseros dogmas de la resurrección de los cuerpos de la Iglesia como de la teoría de la transmigración de las almas de la tradición pitagórica griega. Por supuesto, podemos discutir los grados de la equivalencia osiriana, a la que, por unos u otros derroteros, llegó Pablo a la hora de explicar «su resurrección» (lo mismo que la posible influencia del genuino mazdeísmo persa); pero lo que no podemos poner en duda es la claridad con la que se expresaba en 1 Corintios, cuando él mismo se preguntaba y, a renglón seguido, se respondía con palabras directas, que nos remitían a la resurrección de la naturaleza, al culto a la fertilidad, a los astros y al misterio de Osiris en estado puro:

Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vienen? Necio, lo que tú siembras no llega a tener vida a menos que muera. Y lo que siembras, no es el cuerpo que ha de salir, sino el mero grano, ya sea de trigo o de otra cosa. […] Hay cuerpos celestiales y cuerpos terrenales. Pero de una clase es la gloria de los celestiales; y de otra, la de los terrenales. Una es la gloria del sol, otra es la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas; porque una estrella es diferente de otra en gloria. Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción; se resucita en incorrupción. Se siembra en deshonra; se resucita con gloria. Se siembra en debilidad; se resucita con poder. Se siembra cuerpo natural; se resucita cuerpo espiritual. Hay un cuerpo natural; pero también hay un cuerpo espiritual.

Quedaba claro, cuando menos como significante diferenciado del cuerpo corruptible, qué era «aquello» que resucitaba en el cristianismo primitivo de Pablo de Tarso; pero solo como expresión, porque en términos de significado el sintagma paulino («cuerpo espiritual») resultaba contradictorio, confuso y terriblemente oscuro, si no se asociaba a la idea de resurrección en el antiguo Egipto o a las doctrinas de los seguidores de Zoroastro. Para algunos autores, hablar de un «cuerpo espiritual» no respondía a otra cosa que a «una concesión paulina a la mentalidad hebrea», muy corporeísta, a costa del platonismo vulgarizado que veía en el cuerpo la cárcel del alma o del espíritu: algo así como un «protognosticismo atenuado» para consumo de la cultura y la mentalidad judías… «La diferenciación entre “hombre psíquico” (dotado solo de materia y de hálito vital o psique, “alma”) y el “hombre espiritual” (que a diferencia de Pablo no tendría en la resurrección ningún cuerpo, ni siquiera espiritual [tan solo espíritu]) sería una distinción que utilizarían hábilmente los gnósticos cristianos del siglo segundo para distinguir entre los seguidores de Cristo corrientes, pertenecientes a la grey de la “gran iglesia” (los “psíquicos”), y la elite de los gnósticos, los “espirituales”, los únicos que poseían el verdadero espíritu, que los hacía consustanciales con Dios». Según esta disyuntiva propuesta por Antonio Piñero (cristianos gnósticos y católicos), que fue reflejo sin duda de la alta tensión vivida dentro de los diferentes cristianismos del siglo segundo, a Pablo habría que situarlo doctrinalmente al margen de unos y de otros, con particulares ideas que, no obstante, dejaron sentir su influencia en las dos opciones en litigio.

Un “cuerpo espiritual” que sobrevivía a la muerte.

Quizás por ello, y dada la paradójica solución de la «economía de salvación» paulina («materia espiritual»), se ha interpretado también su propuesta en sentido inverso al que proponíamos anteriormente; es decir, no como concesión al judaísmo corporeísta, sino como una concesión al platonismo vulgar helenístico desde un judaísmo sectario dominado por ciertas ideologías apocalípticas. Pues conocía de primera mano la dificultad que entrañaba predicar un mesías judío, muerto y resucitado, en ambientes tanto griegos como judíos: «Para los hijos de Israel un escándalo, para los gentiles una locura». Un contexto dentro del cual, e independientemente de sus posibles intenciones, su fórmula escatológica («cuerpo espiritual») se presentaba como un auténtico contrasentido para griegos, para judíos y también para la hermenéutica moderna, quien, desde cierta coherencia contextual e histórica, no puede descubrir otra cosa que una fórmula simplificada del viaje por el inframundo egipcio en el que los muertos cultivaban la tierra fértil, hacían el amor y disfrutaban de la cerveza y los placeres, a la espera de ser transfigurados por la luz de Ra.

Según Eliade, Pablo de Tarso compartía la concepción, de origen griego, de una inmortalidad obtenida inmediatamente después de la muerte, aunque interpretada de una manera particular. Pues «la existencia ulterior no era absolutamente una existencia desencarnada; había un “cuerpo espiritual” que sobrevivía a la muerte, o, para utilizar su expresión: que “resucitaba”. Por lo demás, la doctrina del “cuerpo espiritual” está atestiguada en otras tradiciones. La originalidad de Pablo estuvo en el hecho de haber asociado la inmortalidad a la resurrección, aunque esta solución venía a suscitar otros muchos problemas e interrogantes».

El profesor José Montserrat estableció una escala formal de los posibles «estados ultramundanos en los que podía hallarse un sujeto», de acuerdo a las doctrinas de la vida ultraterrena, dentro de la cual situaba el «cuerpo espiritual» paulino en lo que calificaba como «estado séptimo»: «viviente con cuerpo etéreo humano»; algo muy semejante, como vemos, al que ofrecía a sus fieles la salvación de Osiris: «El sujeto moría, resucitaba y poseía al fin un cuerpo de materia distinta a la infralunar o crasa, no supeditado por tanto a las leyes físicas. Pablo afirmaba que “esta carne y hueso [mundanos] no podían heredar el reino de Dios”. Lo que resucitaba, pues, no era el cuerpo craso, sino un cuerpo pneumatikós distinto del cuerpo carnal».

¿Cuál era, en consecuencia, la relación existente entre este nuevo cuerpo y el cuerpo material que se abandonaba bajo tierra?, se pregunta este autor. Ciertamente «no eran los huesos y la carne que estaban en la tumba los que volvían a ser animados —respondía—. […] La relación entre el cuerpo que permanecía en la tumba y el nuevo cuerpo era verdadera, pero seminal». Pues, tal y como mostraba el mismo Pablo: «Se siembra cuerpo natural; se resucita cuerpo espiritual». De tal manera que los huesos y la carne del muerto seguirían en la tumba hasta su corrupción definitiva, mientras un nuevo «cuerpo» nacería de la semilla del cuerpo corrompido. Y aquí retomamos a Naydler, para quien «la germinación del cuerpo espiritual (el «sah» o «sahu»), a partir del cuerpo físico, constituía un importante acontecimiento esotérico» en el antiguo Egipto. Y no fue casual tampoco que Orígenes interpretase el pensamiento soteriológico de Pablo en este mismo sentido seminal, pero amparándose en conceptos de la filosofía estoica de su tiempo: «La tierra temblará y de inmediato las semillas (los lógoi spermatikoí) se pondrán en movimiento y al instante harán crecer a los muertos, pero sin restituir las mismas carnes en las mismas formas que antes… ¿Acaso quieres tener otra vez carne, huesos, sangre y miembros?».

Pero cuando Orígenes (184-253) escribía sobre la resurrección de los muertos utilizando conceptos de la filosofía del Pórtico, utilizaba nociones antiguas y ya en desuso entre los apologetas del cristianismo de su tiempo. Orígenes se desmarcaba, tanto en éste como en otros muchos aspectos, de la tradición «ortodoxa» que desde finales del siglo segundo hablaría del «fin del mundo», del «juicio final» y de «la resurrección de los muertos» en el sentido corporeísta que le ofrecía la literatura apocalíptica judía en decadencia y sin referencia alguna a la particular visión de la resurrección paulina.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey sagrado. (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo). Páginas 161-164.

El asesinato ritual neolítico. La eficacia de la magia sacrificial.

El asesinato ritual neolítico. Origen y eficacia de la magia sacrificial.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

Ante el asesinato ritual neolítico, el interrogante resulta obligado; pues si estas figuras, mitad humanas mitad divinas, representaban el espíritu de la vegetación, se preguntaba Frazer: «¿Por qué los mataban? ¿Cuál era el objeto de acabar con el espíritu de la vegetación en cualquier tiempo y sobre todo en primavera, cuando sus servicios resultaban más deseables?» Tentadora y sugestiva cuestión que nos conduce directamente a la compleja nebulosa del origen y que muy difícilmente puede encontrar una respuesta plenamente satisfactoria. Por lo demás, no es nuestro propósito en esta obra indagar en la génesis y los motivos del sacrificio y la muerte del Rey Sagrado, sino en vislumbrar sus consecuencias y su evolución a lo largo del tiempo histórico posterior. Es decir, tratar de entender la muerte del dios-hombre que encarnaba el espíritu de la vegetación (rey o sacerdote divino) como antecedente de un mito que, a lo largo de los siglos, llegaría hasta el gnosticismo cristiano y concluiría en el cristianismo de la Iglesia.

Eliseo Ferrer

No nos interesa tanto indagar las causas y las razones de este asesinato ritual neolítico como descubrir sus mecanismos de funcionamiento y las consecuencias que nos llevarán posteriormente a deidades mistéricas orientales del tipo de Tammuz, Adonis, Atis, Osiris o Cristo: divinidades cósmicas (hijos de dios o de la diosa) que morían y resucitaban en determinadas estaciones, aunque generalmente en primavera, y cuya muerte y resurrección, símbolo del ciclo imperturbable de la naturaleza, fueron representadas y repetidas anualmente hasta nuestros días a modo de escenificación del drama cósmico implícito en el cristianismo. Porque lo que importa es la morfología del ritual y la eficacia de la magia sacrificial ejecutada periódicamente dentro de cada ciclo correspondiente: el simbolismo intrínseco, por tanto, que permite conocer el significado expresado en el mito y el ritual del sacrificio, que «hacían posible» el renacimiento y la resurrección del cosmos todos los años; es decir, en palabras de Eliade, la repetición cíclica de una nueva creación del mundo.

Aun así, y aunque solo sea a modo de beneficio de inventario, citaremos únicamente algunas de las interpretaciones que se han ofrecido en torno a la etiología y antecedentes del asesinato ritual del rey divino, todas ellas dispares en cuanto a concepciones y criterios, y, por supuesto, nunca enteramente satisfactorias. Frazer, por ejemplo, partía de la base de que los pueblos primitivos creían que su seguridad, y más aún la del mundo, así como su supervivencia, estaba ligada a la vida de uno de esos dioses-hombre o encarnaciones humanas de la divinidad. Con ello describía el fenómeno y explicaba el síntoma o la manifestación externa, que de sobra conocemos, sin profundizar en las causas ni ofrecer respuesta a su pregunta de «¿por qué se asesinaba al hijo divino o Rey Sagrado?».

Pero, como previamente se había formulado una pregunta de tan difícil respuesta, Frazer se vio obligado a establecer una serie de artificiosas y anacrónicas relaciones entre el cuerpo y el alma y entre la muerte natural y la muerte violenta, para concluir que sólo había un procedimiento para evitar los peligros que ponían en riesgo la existencia de aquellos pobladores primitivos: matar al rey divino tan pronto como fuese posible, en pleno dominio de su juventud, en pleno vigor y con todas sus facultades intactas; de tal manera que su alma (o espíritu) fuese transferida a un sucesor vigoroso y su resurrección cósmica (a través de un nuevo rey divino) hiciese reverdecer la vegetación en todo su esplendor y poderío. En definitiva, el ritual sugería que la matanza del dios, o, para ser más precisos, el asesinato de su encarnación humana en un joven vigoroso de alrededor de treinta años, se convertía en la condición necesaria para la revivificación de las energías telúricas y la resurrección anual del cosmos y de la vegetación.

Algo diferente, y no del todo satisfactorio tampoco, resulta el punto de vista psicológico que mantuvieron Anne Baring y Jules Cashford, para quienes el asesinato ritual respondía a un sentimiento de impotencia y de terror frente a fuerzas imprevisibles que no podían comprender ni controlar sus ejecutores. «En el mito de la gran madre, la pérdida y el encuentro de su hijo-amante o hija parecía necesario para proseguir la regeneración». Su hijo, como Rey Sagrado, desaparecía en el inframundo, donde, por analogía, renacía como el cereal: Tammuz, Atis, Adonis, Osiris, Dioniso, Serapis y el mismo Jesucristo descendían al inframundo (como semillas muertas) para volver a ascender de nuevo a la superficie. Lo esencial del mito, según estas autoras, era que todos estos dioses-hombre eran asesinados dentro de un sacrificio ritual para luego renacer a la vida. Y su aportación fundamental se centraba en la consideración que hacían del «éxtasis místico» que supuestamente debía rodear al sacrificio; un fenómeno que no podía ocultar la psicosis y el terror inconsciente provocados por la lucha y la incertidumbre ante los azares de la vida. «El acto del sacrificio en que un humano mataba a otro podía ser comprendido de forma óptima como síntoma de un desorden radical de la psique, en que la persona o la tribu se arrogan los poderes de la deidad. En el lenguaje de la psicología, esto es una defensa inconsciente contra el miedo. […] Por lo que consideramos la práctica del sacrificio como la expresión colectiva más antigua de lo que se ha dado en llamar en este siglo “psicosis”. La psicosis como última defensa contra el terror inconsciente».

Sea como sea, es difícil evitar la tentación de inquirir sobre el origen y los porqués del primer sacrificio, cuya repetición ritual debió recrear y conformar probablemente la estructura simbólica del mito: imposible tarea que hace que, en cierta manera, nos conformemos con la enigmática cita de Hesíodo en la que nos anunciaba que el sacrificio había sido instaurado «cuando se separaron los dioses y los hombres». Es decir, que el sacrificio habría surgido de la «desgarradura» antropológica… Una hipótesis que compartía Claude Lévi-Strauss al situar el origen de los mitos en ese estado de desarrollo del cerebro y de la conciencia que habría suscitado el pensamiento binario y sus dicotomías; de tal manera que el mito (junto al ritual) trataría de recuperar la armonía y la unidad perdida. Toda una experiencia la del nacimiento de la conciencia que, en el lenguaje del psicoanálisis, se vive como herida que «nos insta a comprender nuestra relación con la naturaleza y a curar la separación que hay en nosotros mismos entre nuestra condición humana y nuestra naturaleza animal». En este sentido, y si efectivamente se identificó inicialmente a la Diosa Madre con el ciclo completo de la luna, permanente e inalterable, y al hijo o a la hija con las fases individuales que crecían y decrecían (renacían y morían), su desaparición, como reconocían Baring y Cashford, podría haberse interpretado como un «sacrificio» de retorno a la madre, que permitía que el ciclo volviese a comenzar nuevamente. «Al representar la fase oscura literalmente, la práctica tribal habría consistido en matar y descuartizar una víctima “sagrada” que personificase la luna moribunda, sepultando las partes del cuerpo en la tierra […] para que las cosechas volvieran a brotar». Un contexto que nos lleva a reconocer a la diosa neolítica como imagen de la totalidad cósmica de aquel periodo, mientras el niño dios (nacido para morir y resucitar) conformaría la imagen de la parte separada y desgajada de la totalidad. De tal manera que cuando el ciclo de la luna se experimenta desde una perspectiva mítica, la parte que es el hijo muere y se reúne con la totalidad, y nace una nueva parte de la unión. El mito y el ritual, de esta forma, proporcionaban la ilusión y la «seguridad» de que la muerte no era el final, sino una fase tan solo de un ciclo mayor que se repetía eternamente.

Y lo mismo ocurriría más tarde con el sol… En el culto solar, el hijo de la diosa pasaría a ser el hijo de dios (el Logos solar), que se hacía hombre y moría para salvar a la humanidad.

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1. J. G. Frazer. Op. Cit. 215.

2. Op. Cit. 177.

3. Cf. Edward B. Tylor. Cultura primitiva: Los orígenes de la cultura. Madrid, 1981. Sería de gran interés abordar, aunque solo fuese tangencialmente, el origen antropológico de la noción de alma, pero es algo que desborda en gran medida el contenido de esta obra.

4. J. G. Frazer. Op. Cit. 177.

5. A. Baring y J. Cashford. Op. Cit. 191. «El ritual del sacrificio».

6. Tammuz, Adonis, Atis, etc.

7. Deméter y Perséfone.

8. A. Baring y J. Cashford. Op. Cit. 194.

9. Lo que, en última instancia, les permite afirmar aquello de «yo soy el pan de la vida».

10. A. Baring y J. Cashford. Op. Cit. 195.

11. Hesíodo. Teogonía. Barcelona, 2006. 535. «Ocurrió que cuando dioses y hombres mortales se separaron en Mecona, Prometeo presentó un enorme buey que había dividido con ánimo resuelto».

12. Cf. Claude Lévi-Strauss. Mito y significado. Madrid, 2002. Y El pensamiento salvaje. Ciudad de México, 1984.

13. A. Baring y J. Cashford. Op. Cit. 194.

14. Op. Cit. 194.

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© Páginas 56-59 de «Sacrificio y drama del Rey Sagrado».

© Eliseo Ferrer

Los Cultos de Fertilidad y el Sacrificio del Rey Sagrado.

La institución del Rey Sagrado, clave socio-cultural de los contextos agrícolas del Neolítico.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Garantía de regeneración y supervivencia a través de los frutos de la tierra, y contraprestación también a la generosidad de la Diosa Madre, el ritual del sacrificio Neolítico renovaba periódicamente las fuerzas cósmicas a través de una nueva creación y hacía posible la resurrección de las cosechas. De igual manera que la semilla y la planta del cereal, el Rey Sagrado debía morir también para luego resucitar: exactamente igual que la semilla del grano moría bajo la tierra en invierno para resucitar en primavera bajo el aliento del agua y de la luz del sol. Se trataba de dos fenómenos solidarios que aparecían inextricablemente implicados, en permanente simbiosis funcional; pues si el destino del cereal inspiraba el destino cíclico de la muerte y la resurrección del Rey Sagrado, la muerte de éste en sacrificio ritual alentaba y hacía posible la germinación del cereal. Tal es así que podemos asegurar que en aquellas sociedades no había renacimiento y resurrección de la naturaleza vegetal y esperanza para la continuidad del cosmos (incluido el destino cíclico, tras la muerte, de los hombres) sin muerte sacrificial, viniese ésta encarnada por el niño-dios (el hijo-amante de la diosa), por el rey sagrado (esposo de la reina o la sacerdotisa), por el hijo primogénito del soberano o por los «reyes temporeros» (sustitutos del monarca destinados al sacrificio anual). No se trataba, como hemos dicho, de un rito de adoración de la naturaleza ni de una mera contribución al poder de la tierra, sino de un rito sacrificial de magia creadora que cabía considerar como un signo propiciatorio con el que activar y regenerar, por medio de la sangre de la víctima, las fuerzas y las energías cósmicas ocultas.

Eliseo Ferrer

De esta forma, partiendo de la definición clásica de Alfred Loisy sobre el sacrificio ritual, podríamos decir que el Sacrificio del Rey Sagrado presuponía, en términos arquetípicos, un modelo mítico de instrucción y guía de la acción humana: un paradigma ritual sustentado en una institución cultural, a través del cual, y por medio de la ofrenda a determinadas fuerzas invisibles (los espíritus de los antepasados, las energías cósmicas o la divinidad) de la vida y la sangre del hijo-amante de la diosa, de la vida y la sangre del soberano, de un sustituto elegido para la ocasión o de su propio hijo, se establecía un proceso de comunicación entre los oficiantes y esas entidades ocultas. Todo ello encaminado hacia la obtención de un propósito determinado: la regeneración de las fuerzas cósmicas dentro del plano de totalidad en el que se hallaba inmersa la actividad humana.

Por supuesto, debemos suponer, como han hecho la antropología y la sociología de los pueblos primitivos, que la víctima del sacrificio, el Rey Sagrado, debió evolucionar de acuerdo a los cambios operados en aquellas sociedades y, en particular, al papel cada vez más preponderante que el hombre, como macho reproductor, adquirió en el entramado sociocultural de relaciones. Se entiende así que el sacrificio ritual y la muerte comenzase recayendo en el hijo de la diosa, encarnado en el hijo de la reina o de la sacerdotisa principal, para, una vez iniciado el proceso de la equiparación del hombre al papel de la mujer en el proceso reproductor, ser sustituido paulatinamente por la encarnación de Urano en la tierra; es decir, el hijo de dios convertido en esposo de la reina o de la sacerdotisa tribal, quien debía ofrecerse en sacrificio en beneficio de la comunidad. De esta forma, el Rey Sagrado habría sido designado anualmente por la reina o por la sacerdotisa con la finalidad de irrigar con su sangre las arterias de la tierra y convertirse en víctima del sacrificio regenerador con el que asegurar la resurrección de los frutos y las cosechas; garantizar la estabilidad de las fuerzas cósmicas frente al desafío de las catástrofes naturales a través de una «nueva creación», y reafirmar el destino y la regeneración cíclica tras la muerte de los individuos. Solo mucho tiempo después, con la penetración del patriarcado y los usos y la ideología de los pueblos indoeuropeos y de los pastores semitas, pudo pensarse en el triunfo del instinto de supervivencia masculino y el aferramiento al poder y a la vida por parte del soberano, quien conduciría a una dilatación cada vez mayor del periodo o ciclo de ejecución del sacrificio. Una tendencia que llevaría, en ocasiones, hasta aplazamientos de treinta años, como atestigua la experiencia del ritual egipcio de regeneración de la realeza. Incluso, con el tiempo, se llegaría a la delegación de la muerte sacrificial en la figura del hijo primogénito del monarca o en «reyes sustitutos» elegidos entre los prisioneros de guerra o los condenados a muerte. Sea como fuere, no interesa a nuestro propósito elaborar una pormenorizada casuística ni particularizar en la erudición de cada uno de estos casos concretos, cada uno de los cuales presentó sorprendentes matices muy dignos de consideración.

Fundamentalmente, nos interesa el fenómeno del Rey Sagrado como encarnación del hijo-esposo de la diosa y, a la vez, como síntesis y compendio de todas las posibles formas sacrificiales de la religión cósmica del Neolítico, que la protohistoria confirmaría a través de representaciones divinas como las ofrecidas por Osiris e Isis, Dumuzi e Innana, Tammuz e Ishtar, Atis y Cibeles, etc. Y para entender el nacimiento de su figura y su sacrificio ritual (primero como garante de la fertilidad de los campos (resurrección) y luego como chivo expiatorio («siervo sufriente») de un rito purificador), hay que atender a dos aspectos clave en la evolución de la cultura de los primitivos cultivadores. Sin estos dos aspectos no pueden entenderse ni los ritos de sacrificio ni el surgimiento de los mitos de los dioses-hombre («hijo-amantes» de la diosa) que, bajo la tutela de ésta, debían morir para luego resucitar anualmente.

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Por una parte, hemos de tener en cuenta que el primer desarrollo de la agricultura debió seguir supeditado al contexto cultural de los ciclos lunares de las sociedades paleolíticas y del primer Neolítico, aunque tiempo después, y de manera paulatina, la producción de vegetales comestibles terminase adaptándose obligatoriamente al ciclo anual determinado por el sol. No hay que olvidar que la luna había sido desde tiempos inmemoriales uno de los componentes más importantes de todos los grupos humanos, y no solo en lo referente a una toma de posición a través de la medida del tiempo concreto, sino también, y muy importante, a través del simbolismo que inspiraba su apariencia cambiante, de donde sin duda se extrajeron las primeras nociones abstractas de nacimiento, muerte, resurrección, ciclo temporal, regeneración periódica, arriba y abajo, luz y oscuridad, etc., además de otras muchas fabulaciones. De tal manera que se ha llegado a afirmar que «todos los dualismos encontraron en las fases de la luna, si no un origen concreto (histórico) sí al menos una ejemplificación mítica y simbólica» desde un punto de vista formal.

«La influencia de la luna o el ritmo lunar regían toda una serie de fenómenos en los “planos cósmicos” más diversos. El “espíritu primitivo”, que conocía las “virtudes” de la luna, establecía relaciones de simpatía o de equivalencia entre estas series de fenómenos. Así, por ejemplo, desde los tiempos más remotos, desde el Neolítico por lo menos, aparecía, en el momento del descubrimiento de la agricultura, un simbolismo que vinculaba entre sí a la luna, las aguas, la lluvia, la fecundidad de la mujer y la de los animales, la vegetación, el destino del hombre después de la muerte y las ceremonias de iniciación». Por lo que hemos de reconocer que el descubrimiento de la agricultura no vino a ocupar un papel central, a modo de indiscutible principio, en la creación del simbolismo de la regeneración periódica (muerte y resurrección). Lo que hicieron las instituciones culturales de los primitivos cultivadores fue reforzar y llenar de sentido totalizador (cósmico) un simbolismo arcaico que hundía sus raíces en la «mística» lunar del Paleolítico, y que cabe situar, por lo tanto, en sociedades de cazadores y recolectores. «La antigüedad y la universalidad de las creencias relativas a la luna nos prueban que para un primitivo la regeneración del tiempo se efectuaba continuamente. La Luna era el primer muerto, pero también el primer muerto que resucitaba». Por lo que la importancia de los mitos lunares en la organización de las primeras nociones relativas a la muerte y la resurrección, la fertilidad de la tierra y la regeneración periódica resulta de todo punto indiscutible. Pues «así como la desaparición de la luna nunca era definitiva, puesto que necesariamente iba seguida de una luna nueva, la desaparición del hombre no lo era tampoco, y especialmente la desaparición de toda la humanidad (diluvio, inundación, deriva de un continente, etc.), que nunca era total, pues renacía de una pareja de supervivientes». Digamos que, en el plano de la simbología lunar, que a lo largo del Neolítico se hizo extensiva a la vegetación y al destino último de los hombres, tanto la muerte de los individuos como la muerte y la desaparición de la especie se tornaban necesarias de cara a un nuevo renacimiento; del mismo modo que eran necesarios los tres días de oscuridad y tinieblas que precedían a la primera luna creciente. «La muerte del hombre y de la humanidad eran indispensables para que éstos se regenerasen», y para que, al modo de la luna y de los ciclos de la fertilidad agrícola, encontrasen una nueva existencia tras la resurrección.

El otro aspecto a tener en cuenta, y muy importante también, es el que nos obliga a considerar el desvelamiento del misterio de la maternidad, tal y como comentamos, tras el descubrimiento y la aceptación a todos los niveles del papel del coito, y, por lo tanto, del papel del macho como generador de vida y factor imprescindible de la procreación. Con estos descubrimientos, el papel del hombre frente a la relativa hegemonía de la mujer y el papel del sol frente a la hegemonía del culto lunar comenzaron a adquirir cada vez más valor y preponderancia. De tal manera que podemos decir que, a través del primer sistema de producción, el Neolítico, inicialmente lunar y matrilineal, terminó descubriendo, a través de la agricultura, el poder del sol como fuente de supervivencia sobre la tierra. Junto a esto, el descubrimiento de la relación causal entre el coito y la procreación, ofreció al hombre un estatus social, cultural y religioso del que hasta entonces había carecido; si bien, supeditado por el momento a una sociedad tribal que todavía encontraba su más alta expresión en la herencia matrilineal, el calendario lunar y la encarnación local de la diosa madre en su sacerdotisa principal.

En este contexto de revalorización del papel del hombre como generador de vida, junto a las primeras manifestaciones agrícolas y su dependencia de los ciclos anuales del sol, es donde hay que situar la figura del Rey Sagrado y su sacrificio mágico-ritual: un agente de la fertilidad identificado con el sol y garante de la abundancia y, en definitiva, de la supervivencia y de la regeneración cósmica anual. De tal forma que, «así en la tierra como en el cielo», su figura nos ofrece con claridad un hieros gamos o matrimonio sagrado entre él (hijo y encarnación de Urano, y también de la Diosa) y la reina o sacerdotisa principal (encarnación de la divinidad femenina); una unión sagrada que se presentaba como la trasposición terrestre del hieros gamos cósmico de la Diosa tierra y el dios celeste Urano, quien «ahora» irrigaba a la diosa con los flujos seminales de la lluvia fertilizadora.

Comenta Robert Graves, en este sentido, que «la reina tribal elegía un amante anual entre su entorno de jóvenes varones, un rey que debía ser sacrificado al acabar el año, haciendo de él un símbolo de fertilidad más que un objeto de placer erótico. Su sangre, una vez muerto, era esparcida por el campo para que fructificasen los árboles, las cosechas y los rebaños. Su cuerpo era despedazado, se dispersaba una parte de él también por los campos y el resto de su carne era comida cruda por las ninfas compañeras de la reina, sacerdotisas con máscaras animales». El sacrificio constituía un auténtico ritual de fertilidad que generalmente concluía en una eucaristía caníbal, tras haber dispersado una parte del cuerpo del sacrificado para que la tierra, irrigada con su sangre y regenerada con su juvenil vigor, produjera cosechas en abundancia y los animales domésticos se multiplicaran. De manera similar fue descuartizado Osiris y desparramados sus fragmentos por el Nilo; de forma parecida también fue despedazado Dioniso por los Titanes y con idénticos ritos comulgaron las bacantes. Como consecuencia de ello, brotaron las plantas y germinaron los frutos comestibles y las cosechas… De la sangre de Atis brotaron violetas; de la sangre de Adonis, las rosas y las anémonas, y del cuerpo de Osiris el trigo, la planta maat y toda clase de hierbas medicinales y beneficiosas para el hombre.

Este ancestral y complejo fenómeno ritual fue tipificado por James G. Frazer como el «Sacrificio del Rey Sagrado»: el dramático destino de un monarca que, primero bajo la tutela y dominio de la reina heredera o la sacerdotisa, luego como rey soberano y finalmente como sustituto del rey, debía ensangrentar la tierra y morir al cabo de un año, al cabo de ocho, de doce años, o del periodo cíclico prescrito por el ritual. Todo lo cual experimentó importantes transformaciones en el tiempo, al terminar siendo ejecutado el sacrificio en época histórica sobre lo que Frazer calificó como «reyes temporeros»; figuras que accedían a los privilegios de la realeza por un tiempo determinado con la única finalidad de convertirse en objeto del sacrificio y la muerte ritual. Se trataba de «regicidios periódicos a plazo fijo», según otra de las fórmulas de este autor, dependiendo el plazo de celebración del ritual de lo avanzado de la civilización o de factores tales como la dependencia del ciclo solar, de los ciclos sinódicos de Venus o de otras consideraciones. Mucho tiempo después, sin embargo, según se dilataron los plazos, y asumido el papel masculino en el seno de la realeza, estos «reyes temporeros» destinados al sacrificio y a la muerte pasarían a ser los sustitutos ocasionales del monarca titular, dentro de la modalidad que Frazer denominó también como «regicidio por diputación». Pues estaba claro que, en sus inicios, «el rey temporero» sacrificado «a plazo fijo» pudo perfectamente haber sido una persona inocente, posiblemente el primogénito del rey o algún otro miembro de la propia familia real; pero estaba claro también que, con el avance de la civilización, el sacrificio de una persona inocente pudo haber herido la sensibilidad y el pudor públicos y haber atentado contra las costumbres y la moral; por lo que habría sido investido de la breve y letal soberanía un criminal convicto ajeno a la piedad popular.

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