UN CRISTIANISMO JUDEO-HELENÍSTICO SIN HISTORIA EVANGÉLICA NI PUNTO CERO.

Entrevista a Eliseo Ferrer, autor de «Sacrificio y drama del Rey Sagrado» (Español).

Eliseo Ferrer

Por Sofía G. Orlowsky

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A finales de noviembre de 2021 comenzó la difusión del libro «Sacrificio y drama del rey Sagrado», que contiene, según los especialistas y según el propio autor, una particular visión del cristianismo, de sus más inmediatos antecedentes y de sus más remotos orígenes. Una visión de Cristo y del nacimiento de la Iglesia construida con una metodología que huye tanto de las visiones teológicas y espiritualistas de los investigadores católicos y luteranos, como de los planteamientos analíticos y abstractos que comúnmente usa el mundo académico contemporáneo. De tal manera que la teoría del cristianismo que propone esta obra es la de un variado conjunto de fenómenos y de referencias culturales que, en clara y constante evolución, confluyeron en un contexto cultural determinado: el del judaísmo helenístico (y helenizado) de los siglos anteriores y posteriores al cambio de era, y anterior al judaísmo rabínico del siglo segundo. Pero nadie mejor que su autor, Eliseo Ferrer, para que nos explique los pormenores de la obra.

—¿Qué es y como definiría el libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado»?

—En primer lugar, he de decir que el sintagma que da título a la obra lo he tomado de Sir James G. Frazer (quien puso nombre al ritual del «Sacrificio del Rey Sagrado»), y he añadido el término «drama» porque el culto y los ritos de todas esas divinidades menores que morían y resucitaban incluían, siempre e invariablemente, una representación dramática cíclica y de carácter temporal: el ritual del mito regenerador del cosmos del que tanto habló Eliade, y que en el cristianismo, a pesar de su historia lineal, se traduce en el drama de la Pasión de Cristo. De manera muy resumida, puedo adelantar que, a lo largo de sus casi ochocientas páginas, abordo la historia y la evolución de dos mitos fundamentales, que confluyeron, desde mi punto de vista, en las cartas de Pablo de Tarso. Por una parte, abordo el mito de la muerte y la resurrección del rey divino, de dios o del hijo de dios o de la diosa, desde los cultos neolíticos hasta los cultos mistéricos y el nacimiento de la Iglesia católica en la segunda mitad del siglo segundo. Y, por otro lado, y de manera paralela, abordo la historia y la evolución del mito del salvador de la tradición indoirania, que se concretó de manera explícita y con rasgos similares a la herencia cultural posterior, en el Salvador mazdeísta de la religión de Zoroastro (Saoshyant). Este mito de la tradición indoirania no muere ni resucita; nos habla tan solo del descenso a la tierra y el ascenso a los cielos del salvador, el hijo de dios. Ambas tradiciones, la zoroastriana y la mistérica, confluyeron de manera sorprendente en las cartas de Pablo de Tarso; y digo «de manera sorprendente» porque hay textos místicos judíos del primitivo cristianismo (Evangelio Gnóstico de Tomas, por ejemplo) que estuvieron guiados por el mito del salvador zoroastriano de la literatura apocalíptica de la época, y en los que Jesús no moría ni resucitaba.

—En la solapa de su libro se anuncia «un cristianismo judío sin historia evangélica ni punto cero». ¿No se trata de algo demasiado rupturista y comprometido?

—Bueno… Esta es una simplificación, en efecto. Un eslogan que se le ocurrió al editor. Y, como toda simplificación, no dice demasiado del contenido del libro. Pero a mí no me pareció mal, ya que creo que es algo así como una especie de tarjeta de visita: una invitación a entrar en un libro que es completamente diferente a todo lo que se ha escrito sobre Cristo y el cristianismo hasta la fecha.

—¿Y por qué «judío»? Siempre se ha dicho que los judíos fueron los que indujeron al asesinato de Jesús.

—Mire, cualquier estudiante de historia o antropología de la religión sabe que no hay revelación; o, cuando menos, no la hay en el sentido apriorístico que le ofrece la teología. La «revelación», para la ciencia, es algo que se da a posteriori y que brota de la vida de los hombres. En este sentido, debo reconocer que el cristianismo no nació en el Portal de Belén ni tras la imaginaria muerte y resurrección del hijo de dios. Como todo fenómeno espiritual y religioso, el cristianismo fue fruto de un largo proceso de interacción del hombre con el medio; de un largo proceso de concatenación de diferentes contextos culturales, y, en última instancia, de la elaboración, reelaboración, corrección y enmienda de innumerables textos surgidos de una tradición oral anterior.

«EL MESÍAS-CRISTO ES UN MITO ANCESTRAL Y ARCAICO REFORMULADO POR LAS SECTAS DEL MESIANISMO APOCALÍPTICO Y MISTICO JUDIO, Y TRANSFORMADO POR EL GNOSTICISMO Y POR LA IGLESIA DEL SIGLO SEGUNDO».

—Pero en algún momento debió manifestarse… ¿Cuáles fueron esos primeros signos de Cristo y el cristianismo?

—Sí, efectivamente, si nos remitimos a los textos… Los términos «Cristo» y «cristianismo» son los equivalentes judíos de «Mesías» y «mesianismo». Y en el contexto judío prerrabínico de finales del Segundo Templo las primeras referencias a un Mesías-Cristo o a un mesianismo-cristianismo de carácter celeste y espiritual las encontramos en ciertos apócrifos judíos, en la literatura de Qumrán y en primitivos textos de carácter gnóstico. Basta citar apócrifos como el Libro de las Parábolas de Henoc, IV Esdras, el Apocalipsis Siriaco de Baruc o Los Salmos de Salomón y su «Cristo Señor»; el Libro de Melquisedec, entre los textos de Qumrán, o el texto protognóstico Las odas de salomón, en las que aparecen claras referencias a la cruz y la Virgen concibe también por obra del espíritu. Luego, el cristianismo que conocemos se reafirmó en las cartas de Pablo de Tarso, quien, a caballo entre la apocalíptica y el misticismo judío protognóstico, inspiró los textos evangélicos de Marción y de los grandes maestros del gnosticismo. Y solo muy tardíamente, a mediados del siglo segundo, llegaron las cartas paulinas y «los cuatro evangelios» a la capital del Imperio. Pero, volviendo a lo esencial de su pregunta, he de recalcar que toda esta complejidad obliga a cualquier investigador honesto a abandonar ideas preconcebidas y a aplicar métodos histórico-críticos de carácter textual, holista y dialéctico, que implican siempre diferentes niveles de referencias contextuales. Siempre he insistido en mi aversión a los métodos analíticos sin más y desprovistos de referencias históricas y contextuales… Para que me entienda todo el mundo: el contexto en el que se escribieron las cartas de Pablo de Tarso y posteriormente los evangelios fue un contexto judaico de carácter enormemente heterogéneo, complejo y multiforme, en el que convivieron, entre otras muchas tradiciones, las influencias persas de la dominación aqueménida de Judea, la literatura apocalíptica, las influencias de la literatura sapiencial judía, los antiguos hasideos, el fariseísmo, los sectarios de Qumrán y, en última instancia, el medio-platonismo pregnóstico que cultivaron algunos judíos de Alejandría. No hay fórmulas estereotipadas ni clichés para explicar el judaísmo prerrabínico y preeclesiástico en el que floreció el mito espiritual del Mesías-Cristo. Hay que estudiar a fondo los textos y sus contextos, y situar los evangelios en el furgón de cola de la investigación, y no al principio, como se hace habitualmente.

—En efecto, en esa tarjeta de presentación de su libro, que aparece en la solapa, usted rechaza también la historia evangélica. ¿Por qué la teoría del cristianismo que propone carece de historia evangélica?

—Decir que los evangelios no fueron escritos con intención de hacer crónica o historia es hoy un tópico y una evidencia que nadie puede negar. Pero, aun así, los funcionarios del mundo académico, no digo ya los teólogos, los creyentes y los profesores de las universidades católicas y protestantes, se aferran a la literalidad de estos textos con la misma energía con la que el barón de Münchhausen se agarraba y se tiraba de los pelos para no caer en la ciénaga. En esta literatura (magníficamente escrita, por cierto) no hay historia referenciada directa o indirectamente: hay simbolismo, metáfora, analogía, parábola, etc. Hay midrash y pésher: interpretación de textos judíos anteriores… Los textos que hemos recibido de los cuatro evangelios canónicos, resultado de un largo proceso de dos siglos de recomposición y manipulación de textos más antiguos, fueron, primera y fundamentalmente, textos teológico-gnósticos desde la primera a la última línea; que involucraban los significados del redentor mistérico y los del salvador de Zoroastro. Y un claro ejemplo de ello lo constituye el evangelio de Marcos, el primero en el tiempo y del que copiaron todos los demás. Desde el primer parágrafo de este evangelio, lo que se anuncia no es una historia al estilo de Tucídices ocurrida a la orilla del Jordán, sino el mito del descenso a la tierra del espíritu, la encarnación del hijo de dios y, a la postre, su muerte y resurrección. Es decir, la encarnación del espíritu divino en un hombre, Josué-Jesús, cuyo único referente lo encontraba el lector de esa época en la figura veterotestamenteria del Josué-Jesús; quien, camino de la Tierra Prometida, había atravesado el Jordán, había elegido también doce discípulos y había amontonado doce piedras como símbolo de conmemoración.

—Según la leyenda de la solapa, su teoría del cristianismo carece también de «punto cero». ¿A qué se refiere con ello?

—Ya lo he dicho. Me refiero a que no hubo revelación, ni nacimiento virginal, ni muerte en la cruz, ni resurrección, ni un Jesús identificable históricamente… Hubo infinidad de símbolos enmarcados, en líneas generales, en una antigua tradición platónica recogida por el gnosticismo judeocristiano, que hablaba en su relato de las emanaciones y del descenso de ciertas entidades divinas (Ideas) a la tierra: Sofía, Jesucristo, el Espíritu, etc. Y todo ello fue resultado de un largo proceso cultural y religioso que implicaba también contextos anteriores, como los representados por la religión de Zoroastro y por los cultos mistéricos. La literatura evangélica y su interpretación textual y al pie de la letra fue algo muy tardío que trajo la Iglesia a finales del siglo segundo porque los obispos nunca supieron qué hacer con la compleja mitología del gnosticismo.

«EL «JESÚS HISTÓRICO» ES UNA CONSTRUCCIÓN IDEOLÓGICA DEL SIGLO DIECINUEVE QUE CREARON INTELECTUALES ALEMANES Y PASTORES PROTESTANTES REBOTADOS, QUE ABJURARON DE LA TEOLOGÍA, PERO NO PUDIERON DESEMBARAZARSE DE LA AMABLE Y SUGESTIVA FIGURA DE JESÚS. Y UN BUEN EJEMPLO DE ELLO LO CONSTITUYEN LAS ERRÓNEAS INTERPRETACIONES DEL MARXISMO CLÁSICO SOBRE JESÚS Y EL CRISTIANISMO».

—¿Eso quiere decir que Jesús no existió en realidad?

—Mire, hoy en día se habla mucho del «Jesús histórico», efectivamente, pero ello dentro de una visión muy poco histórica y muy teológica o, en su defecto, heredada de la teología. Incluso, hay por ahí gente que, atrapada en su círculo hermenéutico, comete el monstruoso error metodológico de separar y enfrentar la idea de un «Jesús histórico» y un «Cristo de la fe». Esto, claro está, conlleva a todas luces una petición de principio y supone un monumental error metodológico que descalifica a quienes proponen semejante barbaridad. No hay un «Jesús histórico» y un «Cristo de la fe» por separado… Hay un Jesús, un Cristo o un Jesucristo, como lo quiera llamar, quien, en una perspectiva emic, fue el hijo de dios y el enviado para salvar al género humano: el espíritu divino que se acercaba a los hombres (se encarnaba en su interior) para hacerles partícipes de la divinidad. La primera referencia de humanización del mito de Jesucristo la tenemos muy tardíamente, en torno al año ciento cuarenta, en Hechos de los Apóstoles, una obra de propaganda de muy dudosa historicidad. Y, luego, en Justino Mártir, justo a la mitad del siglo segundo, quien habló en su Diálogo con Trifón de un «maestro crucificado». Posteriormente, la teología conciliar concibió a Jesucristo como «dios y hombre verdadero», y con ello se dio satisfacción de manera conjunta a las tesis de la escuela de Antioquía (un maestro) y a las de la escuela de Alejandría (un hijo de dios).

—Conclusión… ¿Entonces, Jesús existió o no existió? ¿Cuál es su posición?

—Jesús existió y existe en la teología como hijo de dios, quien, desde una perspectiva emic, desciende cual espíritu divino en el Jordán para salvar a los hombres. Yeoshúa (Jesús-Josué) existió como construcción mítica de la mística judía helenizada, que, tras la destrucción del Templo de Jerusalén, utilizó materiales literarios de aluvión para redactar y reelaborar los textos de los evangelios. De lo que sí puede estar segura es que el «Jesús histórico», tal y como se concibe en la actualidad (un sedicioso antirromano), es una ignorante fabulación, De la misma forma que no existió «la comunidad jesuánica»: la urgemeinde, tal y como la conciben las iglesias luteranas. Aunque sería largo y dificultoso entrar en detalles en este terreno, créame si le digo que no hay una sola prueba que avale semejante proposición de un «Jesús histórico», de una «comunidad jesuánica» o de un cristianismo primitivo en estado de pureza. El «Jesús histórico» es una construcción ideológica del siglo diecinueve que crearon intelectuales alemanes y pastores protestantes «rebotados» que abjuraron de la teología, pero no pudieron desembarazarse de la amable y sugestiva figura de Jesús. Y un buen ejemplo de ello lo constituyen las erróneas interpretaciones del marxismo clásico sobre Jesús y el cristianismo. Aun así, hoy en día, el sintagma «Jesús histórico» y su erróneo significado se ha universalizado; se ha convertido en un tópico y en un lugar común de la «jesusología». Pero se trata de una fórmula vacía y completamente ajena al verdadero significado transcendente del mito de Jesucristo. Un invento, en definitiva, que alimenta hoy toda una subcultura libresca de carácter comercial y su detritus intelectual en las redes e internet.

—¿Podría resumir, entonces, quién o qué fue Jesús, Cristo o Jesucristo?

—Jesús fue y es, ante todo, una construcción de la mística judía helenizada; un hijo póstumo del platonismo; una personalización de la idea de salvación frente a la muerte irremediable: el vástago del Bien, el hijo del Altísimo, el mediador entre la tierra y el cielo… Entiéndame, Jesús es un producto intelectual de la tradición platónica reformulada por el judío Filón de Alejandría, por las cartas de Pablo de Tarso, por el gnosticismo alejandrino, por el Evangelio de Juan y por judaísmo helenizado de Jerusalén y de la diáspora siria. De ahí que Nietzsche pudiera definir al cristianismo como «un platonismo para el pueblo».

—¿Podemos considerar, en consecuencia, al cristianismo como una variante del platonismo de la época? ¿Cómo definiría, en pocas palabras, a la religión creadora de la civilización occidental y de la que, de una u otra manera, participamos todos?

—En cierta medida, como digo, el cristianismo primitivo fue un producto del platonismo, porque eso fueron el protognosticismo y el gnosticismo cristiano, de los que, se quiera o no se quiera, brotó la Iglesia (católica) en la segunda mitad del siglo segundo. Y en muy pocas palabras, como usted me sugiere, yo me atrevería a definir la esencia del cristianismo como la interpretación que la mística judía platonizante (protognosticismo) hizo del Mesías (Cristo) a través del Salvador de la religión de Zoroastro y del Redentor de los cultos mistéricos. Esto parece excesivo y muy atrevido, lo sé… Pero no hay que olvidar que Jesús-Josué-Yehoshúa fue también, según los textos gnósticos primitivos, el prototipo del salvador zoroastriano que contenía la literatura apocalíptica de la época. Es decir, era el salvador que juzgaba a los vivos y a los muertos el día del juicio final, o que, en su forma más evolucionada (gnosis), descendía al mundo como iluminador para mostrar la naturaleza divina de los hombres; que a eso es a lo que se refiere la idea de la encarnación del hijo de dios: el Cristo interior del gnosticismo. Y además de todo ello, Jesús representa también, según las cartas de Pablo de Tarso, las funciones y valores del redentor mistérico (muerte-resurrección), en sintonía con los significados anteriores del juez apocalíptico y del primitivo salvador gnóstico. En Pablo de Tarso, la figura resultante de estas diferentes tradiciones (el cristo cósmico) moría y resucitaba en los ámbitos intemporales de la metafísica, de la misma forma que morían y resucitaban las deidades de las religiones mistéricas.

—En fin… Usted no es creyente.

—No soy creyente, en efecto. Soy ateo, a mi manera. Y no sé si con esta sugerencia pretende preguntarme qué hago yo aquí, o cómo me he medido en todo esto.

—En cierta medida, si; así es.

—Pues, mire usted, creo que éste es un campo de investigación inagotable y apasionante, que en pleno siglo veintiuno se encuentra completamente inexplorado, dominado todavía por la teología y por las más variopintas ideologías de los siglos diecinueve y veinte. Yo, simplemente, intento ser sincero conmigo mismo y con mis lectores, a cuyo objeto aplico mis métodos (antropológicos, histórico-críticos y textuales) con la misma actitud etic con la que los geólogos estudian los estratos de la corteza terrestre o los entomólogos estudian a los insectos.

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Signos y símbolos del cristianismo primitivo. I.

El arcaico simbolismo de de la representación de la cruz. 

Eliseo Ferrer

EL ARCAICO SIMBOLISMO DE LA CRUZ.

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El símbolo cristiano de la cruz, representación universal por antonomasia del mesianismo judío heredado por la Iglesia, no fue usado hasta el siglo quinto de nuestra era; por lo que se convierte hoy en el signo que mejor expresa la permanente evolución de ideas, representaciones y creencias que venimos contemplando en estas páginas. Su imagen y su simbolismo son tan viejos como el mundo y, a través de unos u otros significados, se hicieron presentes en casi todas las culturas de la historia antigua. Veamos si no cómo se expresaban Hermes y Hefesto, personajes del drama Prometeo, del satírico Luciano, al principio de esta obra, mientras buscaban un lugar en el Cáucaso donde dar suplicio a la figura del salvador griego y amigo de los hombres:

[Hermes:] He aquí, Hefesto, el Cáucaso, donde deberá ser clavado este infeliz titán. Busquemos ahora una roca adecuada, a fin de que las cadenas se fijen con mayor seguridad y quede a la vista de todos una vez colgado.

[Hefesto:] Busquémosla, Hermes: no conviene, en efecto, crucificarlo a poca altura y cerca de la tierra, no sea que acudan en su ayuda los hombres, ni tampoco en la cima, pues no alcanzarían a verlo los de abajo. Si te parece, crucifiquémosle a media altura, aquí, sobre la sima, con los brazos extendidos desde esta roca a esa de enfrente.

[…]

Prometeo pedía misericordia…

[Y Hermes le respondía:] Con eso quieres decir, Prometeo [con “tened compasión”], que en tu lugar seamos nosotros crucificados por desobedecer la orden. Vamos, extiende la mano derecha. Tú, Hefesto, sujétala, clávala y dale al martillo con fuerza. Dame ahora la otra. Que quede también segura. Ya está bien. Luego, bajara volando el águila a roerle el hígado.

El satírico Luciano escribió este pasaje de su Prometeo a mediados del siglo segundo, con unos rasgos que, sorprendentemente, recuerdan más a la crucifixión material del Gólgota que a su significado originario, simbólico, místico y transcendente; lo que puede inducir a pensar, como se ha insinuado desde diferentes posiciones, que podría tratarse de una sátira burlesca del cristianismo disperso de aquellos primeros tiempos. Pero lo cierto es que el uso de la cruz como símbolo espiritual entre culturas no cristianas de la antigüedad puede considerarse como un fenómeno ubicuo, y, en muchísimos casos, relacionado con alguna forma simbólica de adoración de la naturaleza, el culto fuego y el culto al sol. Para Marija Gimbutas no hubo duda, en este sentido, de que la cruz fue un símbolo universal creado o adoptado por las comunidades agrícolas del Neolítico, que, como todos sabemos, ha perdurado y la llegado hasta nuestros días a través de la particular interpretación que la Iglesia hizo del cristianismo; quien la implantó de manera generalizada en Europa en los siglos sexto, séptimo y octavo. Según esta autora, su representación estuvo basada en la creencia de que el año era un viaje que abarcaba los cuatro puntos cardinales: «Su propósito era promover y asegurar la continuidad del ciclo cósmico, ayudar al mundo en todas las fases de la luna y el cambio de estaciones. Los platos pintados con grafito de los Balcanes orientales tenían dibujos de cruces y de serpientes cósmicas que presentaban de forma recurrente composiciones idénticas del universo». La cruz y sus símbolos derivados se encontraban con frecuencia en las decoraciones cerámicas de los periodos Neolítico y Calcolítico; su constante presencia en platos, cuencos, vasijas, sellos y coronas de figurillas parece «sugerir firmemente que fueron ideogramas necesarios para promover el nacimiento y el crecimiento recurrente de las plantas, de los animales y de la vida humana».

Fue un hecho incuestionable que, en épocas muy anteriores al nacimiento del mito judío de Cristo, e incluso con posterioridad, en áreas donde tardaron en llegar las enseñanzas de la Iglesia, la cruz fue usada como símbolo sagrado y nexo de unión de los elementos materiales y espirituales de cierto misticismo cósmico: el hóros o límite entre el universo inmanifestado y el mundo de los mortales, que solo el Hijo, representado como el Sol, podía atravesar en calidad de intermediario entre los dioses y los hombres. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, entre los hinduistas y los budistas del extremo Oriente, entre las tribus celtas o entre indios americanos… Cuando los conquistadores españoles desembarcaron en las costas de México no pudieron ocultar su estupor ante el hecho de que el símbolo sagrado por excelencia de la fe católica estuviese representando, como objeto de adoración, en los templos de Xolotl y Quetzalcóatl. La primera página del códice Fejérváry-Mayer, que recogía motivos precolombinos, aparecía ilustrada con una inequívoca cruz de brazos iguales y simétricos (forma de cruz griega), que representaban los cuatro rumbos, los cuatro puntos cardinales o las cuatro esquinas del universo. En Palenque, por lo demás, los conquistadores españoles descubrieron un templo maya que sería conocido a partir del siglo dieciséis como el «templo de la cruz», dado que en el centro del pedestal del altar aparecía una cruz de considerables dimensiones. «La figura de la Serpiente Emplumada, vinculada a la cruz, sugería inmediatamente —señalaba Campbell— nuestra propia continuidad bíblica Edén-Calvario. Además, encima de la cruz maya había un pájaro, el quetzal, y en la base una máscara, una especie de representación mortuoria. Lo que recordaba a muchas pinturas de la crucifixión del período medieval tardío y del primer Renacimiento, en las que mostraban el Espíritu Santo arriba, en forma de paloma, y al pie de la cruz una calavera».

Las relaciones de indias escritas por los cronistas españoles del siglo dieciséis estuvieron llenas de referencias a la cruz y a la espiritualidad indígena precolombina. El mismo Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Fray Diego Durán, Diego López de Cogolludo, Fray Bernardino de Sahagún o el jesuita Joseph de Acosta nos dejaron inestimables documentos, confirmados por distintas fuentes, que apuntaban al uso de la cruz, bien como símbolo sagrado o bien como herramienta cosmológica, entre los indios mesoamericanos. A modo de resumido y sintetizado ejemplo, podemos recuperar uno de los textos de Bernardino de Sahagún, en el que encontramos la imagen de la cruz con una claridad expositiva y un rigor descriptivo que no pudieron dejar de impactar el imaginario cristiano del autor:

El año setenta [1570], o por allí cerca, me certificaron dos religiosos dignos de fe que vieron en Guajaca unas pinturas muy antiguas, pintadas en pellejos de venados, en las cuales se contenían muchas cosas que aludían a la predicación del Evangelio. Entre otras, era una de éstas, que estaban tres mujeres vestidas como indias y tocados los cabellos como indias, estaban sentadas como se sientan las mujeres indias, y las dos estaban a la par, y la tercera estaba delante de las dos, en el medio, y tenía una cruz de palo, según significaba la pintura. […] Y delante de ellas, estaba en el suelo un hombre desnudo y tendido de pies y manos sobre una cruz, y atadas las manos y los pies a la cruz con unos cordeles. Esto me parece que alude a Nuestra Señora y sus dos hermanas y a Nuestro Redentor crucificado, lo cual debieron tener por predicación antiguamente.

Testimonios e imágenes similares se repitieron asimismo en el mundo incaico y en el extremo Sur americano, donde la cruz fue usada también como símbolo religioso por sus pobladores aborígenes antes de la llegada de Pizarro. En numerosos lugares, a los recién nacidos los ponían bajo su protección para preservarlos de los espíritus malignos; los habitantes de la Patagonia se tatuaban sus frentes con cruces, y en el Perú se han hallado numerosos utensilios antiguos marcados con el signo de la cruz.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 627-629.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. II.

La cruz, emblema de la resurrección inspirado por el sol.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA CRUZ, EMBLEMA DE LA RESURRECCIÓN INSPIRADO POR EL SOL.

Una de las representaciones cruciformes más antiguas fue la esvástica o cruz gamada, que, en diversas religiones, en especial en el hinduismo y en el budismo, simbolizaba y simboliza al fuego o al sol (por su rotación diaria), o al relámpago. Se trataba de una primigenia representación de la cruz, cuyos orígenes nos resultan totalmente desconocidos; lo que ha dado lugar a innumerables interpretaciones esotéricas y simbólicas que apuntan en múltiples direcciones y sentidos. De tal manera que encontramos desde la explicación un tanto esquemática y simplista, que nos remite a la imagen de dos palos cruzados y en rotación, operando en la primitiva función de obtención del fuego, a aquellas interpretaciones que ven el ella un símbolo de la revolución de la Osa Mayor en el cielo, a través de las cuatro estaciones, alrededor de la Estrella Polar. En este sentido, para René Guénon la cruz gamada fue, esencialmente y por encima de cualquier otra referencia, el «signo del Polo»; pues, si comparamos la esvástica con la figura de la cruz solar inscrita en una circunferencia, «percibiremos que se trata de dos símbolos en cierta medida equivalentes; pero la rotación alrededor del centro fijo, en lugar de estar representada por el trazado de la circunferencia, en la esvástica viene determinada por las líneas añadidas a los extremos de los brazos de la cruz, que forman con éstos ángulos rectos; líneas tangentes, en suma, a la circunferencia que indican la dirección del movimiento». Una orientación del movimiento que le permitió a este autor definirla como «una acción del principio respecto al mundo»: expresión, en definitiva, de la rueda universal y del mundo mismo. No en vano en el budismo tibetano se trataba de una imagen que venía asociada a la rueda del dharma, con un centro que fluía en la mente zen. Por lo demás, y en líneas muy generales, la esvástica estuvo considerada siempre como un símbolo de linaje solar, que acompañaba a los dioses solares del fuego y de la tormenta.

Otra representación de la cruz primitiva fue el ankh egipcio, símbolo de la vida y de la inmortalidad, que posteriormente fue adoptado por la iglesia copta de Egipto como única y exclusiva representación de la cruz cristiana en aquellas tierras del Nilo. Previamente, en el antiguo Egipto la cruz ansada, o ankh, fue concebida como símbolo de eternidad, y estuvo considerada como la llave de la vida imperecedera. Como prueba de ello, se dibujaba en la frente de los faraones y de los iniciados para significar su pertenencia al dominio de lo eterno e imperecedero frente al resto de los mortales. Y se trataba del símbolo solar más frecuente dentro de la iconografía egipcia, al representarse en forma de amuletos, formando parte de frisos, espejos, adornos, elementos de joyería, etc. Se trataba, en definitiva, de una representación cruciforme que fue identificada también con la tau griega, probablemente en la época ptolemaica; aunque, ciertamente, sorprende encontrar también entre los jeroglíficos que han sobrevivido al paso del tiempo la forma gráfica de la cruz griega. Un signo éste último, de carácter eminentemente solar, que ofrece hoy innumerables manifestaciones entre los amuletos y los restos epigráficos de las antiguas civilizaciones mesopotámicas, como representación del dios del cielo; la más conocida, la cruz del dios solar Shamash, el dios Utu de la cultura sumeria. Pues hemos de reconocer que la cruz de brazos iguales fue desde la más remota antigüedad el símbolo astronómico y equinoccial del cielo, donde el sol se representaba manifestando la igualdad de los días y las noches; de tal manera que, rodeada de un círculo, la cruz aludía al transcurso zodiacal anual, a través del cual el astro rey parecía experimentar una continua muerte y resurrección.

En este último sentido, hemos de reconocer que sabemos muy poco de los reyes de la dinastía casita de Babilonia (1550-1155 antes de nuestra era), quienes no se caracterizaron por llevar unos minuciosos registros documentales, pero sí dejaron reveladoras imágenes y grabados que pusieron de manifiesto un uso bastante generalizado del signo de la cruz. Una representación que, en apariencia, encontraba bastantes concomitancias con la posterior cruz de Malta cristiana, y que se conoce en los estudios de glíptica antigua como «cruz casita». Además, como revelan hoy los monumentos reales del área mesopotámica, los reyes asirios de los imperios medio y neoasirio (siglo catorce al siglo séptimo antes de nuestra era) portaban el «crucifijo» colgado del cuello, haciendo ostentación de él en el pecho, cerca del corazón. Según los especialistas de este periodo, la cruz fue un signo realmente significativo desde el punto de vista religioso y astronómico. Y debió ser una manifestación ciertamente difundida en torno al siglo noveno antes de nuestra era, si tenemos en cuenta que, al igual que los soberanos egipcios, el rey Asurnasirpal II, conquistador de las ciudades de Tiro, Sidón y Gebal, y dueño de Mesopotamia y el actual Líbano, llevaba la cruz colgada de un collar en el pecho, tal y como muestra su estela del Museo Británico.

La veneración de este arcaico símbolo, según el erudito escocés Alexander Hislop, tuvo su foco de irradiación cultural en «la antigua Caldea» (Sumeria, Acad, Asiria y Babilonia) y se usó, invariablemente, como símbolo del dios Tammuz. Así, siglos antes de nuestra era, la cruz era ya reconocida como símbolo sagrado por el pueblo de Babilonia; algo que se hizo patente en un buen número de tablillas, representaciones epigráficas y objetos generados en la larga historia desarrollada entre los ríos Tigris y Éufrates. Además, existe un amplio acuerdo entre los investigadores a la hora de considerar a la cruz como un símbolo asociado al dios Tammuz, que provendría, en su forma original, de la primera letra del nombre de la divinidad mesopotámica. «El mismo signo de la cruz que venera la iglesia de Roma hoy en día, fue usado en los misterios de Babilonia —señalaba Hislop a mediados del siglo diecinueve—. Aquello que es ahora conocido como la cruz cristiana no fue originalmente un emblema cristiano, sino el símbolo místico tau de los caldeos y de los egipcios (la forma original de la «T»), la inicial de Tammuz», que fue usada en una gran variedad de formas como un símbolo sagrado, a modo de amuleto sobre el corazón.

Según el erudito escocés, desde el nacimiento de las civilizaciones de Mesopotamia y Egipto, la cruz habría sido elevada sobre las manos de los sacerdotes babilonios y egipcios, lo mismo que sobre las manos de los reyes y los pontífices de la civilización romana, como símbolo de autoridad en tanto que representantes de la encarnación de un poder relacionado con el sol. No hay que olvidar que ya en el año 46 antes de nuestra era ciertas monedas romanas mostraban a Júpiter portando un largo cetro que terminaba, en lo alto, en forma de cruz. Las vestales la usaban asimismo suspendida de sus gargantillas; y no hay duda de que entre los fenicios fue una de las representaciones simbólicas más importantes; al tiempo que los griegos lucían cruces en una banda que colocaban sobre sus cabezas en recuerdo de Dioniso-Baco.

No obstante, su significación solar aparecía mucho más clara entre los símbolos del mundo celta. El dios celeste de estas tribus indoeuropeas, el Júpiter celta, era representado muy a menudo por una rueda; pues la rueda tenía una gran importancia entre estas tribus indoeuropeas por su significación cósmica y solar. «Efectivamente, la rueda de cuatro radios [la cruz equinoccial] representaba el año; es decir, el cielo de las cuatro estaciones. Hasta el punto de que los términos que designaban el “año” y la “rueda” eran idénticos en las lenguas celtas. Como muy bien entendió Werner Müller, este Júpiter celta era, en consecuencia, el dios celeste cosmócrata, el señor del año asociado a la columna que representaba el axis mundi».

Igualmente significativas, desde el punto de vista de su simbología solar, resultaban las cruces paganas referidas en el texto de Epifanio, según el cual, en la celebración del nuevo año en el templo de Core (Perséfone) en Alejandría, la noche del cinco al seis de enero en que nacía Aion, el niño dios, los fieles bajaban, tras el canto del gallo, a un santuario subterráneo, de donde traían una figura tallada en madera que colocaban desnuda sobre unas angarillas. «La figura tenía signada sobre la frente una cruz de oro, y en cada mano un signo de la misma forma, y otro en cada rodilla; y los cinco signos estaban hechos igualmente de oro. Llevaban esta imagen siete veces en torno al espacio central del templo, al son de flautas, tamboriles e himnos, y tras la procesión la bajaban nuevamente al ámbito subterráneo. Y si se les preguntaba qué misteriosa ceremonia era ésta, respondían: “Hoy, a esta hora, Core (Kore), es decir, la Doncella, ha dado a luz a Eón”». Aion (Eón), el niño dios, «era una personificación sincrética de Osiris; al tiempo que Core, “la Doncella”, en este contexto se identificaba con Isis, de quien la brillante estrella Sirio (Sothis) elevándose en el horizonte había sido durante milenios el signo esperado». No hace falta aclarar que cuando hablaba de estos ritos del nuevo año, celebrados en la madrugada del seis de enero, Epifanio no se refería a los seguidores de Cristo, sino expresamente a idólatras alejandrinos, y ello para ilustrar la idea de que también los paganos, involuntariamente, habían dado testimonio por anticipado de la «verdad cristiana».

Por otra parte, es bien sabido que los misterios de Dioniso, vinculados al árbol y a la vid, estuvieron relacionados asimismo con la cruz. El padre de la Iglesia Arnobio se escandalizaba al ver que en estos cultos mistéricos los iniciados se pasaban la cruz de unos a otros dentro de sus ceremonias; e incluso la ornamentación de un sarcófago del siglo segundo o tercero (hoy en Baltimore) exhibía a un discípulo de edad avanzada portando una gran cruz para el niño divino Dioniso. Un fenómeno mistérico que pudo estar relacionado de alguna manera con la cruz en forma de «Y» que, convertida en emblema de ciertos grupos pitagóricos, marcaba y presuponía una disyuntiva ética para la vida de sus iniciados. Como nos recordaba Jaeger, estos grupos predicaban una forma de vida que tenía como símbolo la cruz «Y»: «El signo del cruce de caminos en el que el hombre debía elegir qué camino tomar, el del bien o del mal. En la época helenística encontramos esta doctrina de los dos caminos (que era muy antigua y aparecía ya en Hesíodo) en un tratado filosófico popular, el Pinax de Cebes, que describía una imagen de los dos caminos encontrada entre las ofrendas votivas de un templo pagano».

Por lo que no debe producirnos extrañeza el hecho de que, cuando el populacho cristiano, dirigido por los obispos y otros elementos de la jerarquía eclesiástica, destruyó el Serapeum de Alejandría, se hallase en las losas de granito del recinto interior del templo «una cruz de innegable configuración cristiana», que los monjes atribuyeron al espíritu de previsión y profecía con que actuaba la providencia divina. «Aunque la arqueología y la simbología, implacables enemigos de las adulteraciones eclesiásticas, descifraron los jeroglíficos que rodeaban la cruz y coligieron de ellos su verdadero significado. […] Según los arqueólogos, la cruz descubierta entre las ruinas del Serapeum de Alejandría era un símbolo de la vida eterna y se usaba en los misterios a semejanza de la tau o la cruz egipcia; emblema asimismo de la dual potencia generadora que colocaba el hierofante sobre el pecho del recién iniciado o nacido a la nueva vida».

Y si todo este caudal de datos no resulta convincente, puedo asegurar y probar personalmente que el Museo Arqueológico de Heraklion, en Creta, exhibía en 2010 una sorprendente cruz de mármol, hallada en Knossos y fechada en el año 1600 antes de nuestra era (finales de la época del minoico medio), que yo mismo fotografié con la datación de fecha. Se trataba de una desafiante «cruz griega», de cerca de cuatro mil años de antigüedad y de claras connotaciones solares, que, por supuesto, nada tenía que ver con la cruz de Cristo.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 629-633.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. III.

La cruz como representación y esquema del árbol sagrado.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA CRUZ COMO REPRESENTACIÓN Y ESQUEMA DEL ÁRBOL SAGRADO.

Tampoco podemos olvidar que la cruz fue identificada en las culturas antiguas con el Árbol Sagrado, el Árbol del Mundo, el Árbol Cósmico o Árbol de la Vida, cuya representación más conocida, además de la simbología bíblica, fue la del árbol Yggdrasil: la «Pértiga Sagrada» del tormento de Odín, sobre la que aparecía posada un águila; de igual manera que el quetzal aparecía encima de la cruz de Palenque o la paloma sobre la cruz de Cristo. En sintonía con el arcaico mito neolítico derivado de la contemplación de la naturaleza, Yggdrasil, siempre muriendo y volviendo a la vida, fue un símbolo de la muerte y la resurrección. «Era el pivote del universo —aseguraba Joseph Campbell—, del que irradiaban las cuatro direcciones, que giraban como los radios de una rueda. Así también la cruz de Cristo fue representada simbólicamente como el centro de un mandala; de la misma forma que en la imagen del Antiguo Testamento el Edén era descrito como “el árbol de la vida en medio del jardín y el árbol del conocimiento del bien y del mal”; con un río, además, que dividía y se transformaba en cuatro ríos, corriendo en cuatro direcciones diferentes».

El árbol Yggdrasil, situado en el «centro», simbolizaba y al mismo tiempo constituía el universo: «Su cima tocaba al cielo y sus ramas abarcaban el mundo. Una de sus raíces se hundía en el país de los muertos, la otra llegaba al país de los gigantes y la tercera al mundo de los hombres». Los familiarizados con el mito y el folclore germánicos no ignoran, por otra parte, que el Padre de Todo, Odín, para adquirir la Sabiduría de las Runas, se colgó durante nueve días de este árbol sagrado:

He aquí que me colgué del árbol ventoso / Colgué de él nueve noches enteras / Con la espada fui herido y ofrendado / Fui a Odín, yo mismo a mí mismo, / En el árbol del que nadie sabrá nunca / Qué raíz lo sostiene.

Gran parte del simbolismo de la cruz fue compartido con el del árbol, ya que a menudo uno ocupaba el lugar del otro, intercambiándose en las narraciones mitológicas. Y ambos fueron símbolos universales que representaron el eje del mundo (axis mundi). «El dios mortal era crucificado en un árbol, representado por una cruz o un árbol en crecimiento [resurrección primaveral]. […] Pero el árbol no era solo el eje del mundo, sino una imagen también del mundo, que personificaba la totalidad de lo manifestado. Sus raíces llegaban a las profundidades de la tierra y estaba en contacto con el mundo subterráneo y el mundo de las aguas; por eso podía nutrirse con las fuerzas de ambos mundos. El tronco crecía hacia la luz y registraba el paso del tiempo, agregando un anillo a su estructura por cada año de crecimiento». La tradición de la India, desde sus textos más antiguos, representó el cosmos bajo la forma de un árbol gigante; e incluso, «en el Bhagavadgītā, el árbol cósmico llegaba a expresar no solo el universo, sino también la condición del hombre en el mundo. […] En las Upanishads se precisaba dialécticamente esta concepción: [pero] el universo era un “árbol invertido” que hundía sus raíces en el cielo y extendía sus ramas sobre la tierra entera».

La literatura mítica, por lo demás, convirtió al árbol sagrado (árbol cósmico) en instrumento de expiación, redención o tortura, ofreciendo tantos ejemplos a través de las diferentes culturas que sería ocioso enumerarlos en su totalidad. Además del ya citado árbol Yggdrasil donde fue colgado el dios nórdico Odín, a Dumuzi, hijo-amante de la diosa sumeria Inanna, se le denominó «hijo del abismo y señor del árbol de la vida». En Egipto, el dios Sol nacía de la vaca celeste, Hathor, del cuerpo femenino de Nut o bien de las ramas más altas del árbol de Isis. Osiris, hermano y esposo de Isis, el señor del inframundo, resucitaba en una de las versiones del mito de un árbol; pues, según la leyenda, su sarcófago, arrojado a Nilo y transportado al mar, había terminado en las costas del Líbano incrustado dentro del tronco de un tamarisco, del que volvió a renacer en el palacio de Malcandro. En Grecia, Adonis era engendrado en el árbol de la mirra. Krishna fue atado a un árbol antes de ser asaeteado por un cazador. La muerte de Atis se hizo inseparable de la representación del pino. Dioniso, entre otras muchas asociaciones, fue considerado «el dios de los árboles» y conocido en Beocia como «Dioniso en el árbol». La reina Maya se apoyó en el tronco de un árbol mientras daba a luz al Buda, quien, convertido en adulto, alcanzaría la iluminación bajo el árbol Bodhi, etc., etc.

Como reconocía Eliade, la idea de salvación por la cruz (resurrección), no vendría sino a «retomar y completar las nociones de renovación perpetua y de regeneración cósmica, de fecundidad universal y de sacralidad, de realidad absoluta y, en resumidas cuentas, de inmortalidad; nociones todas que coexistían en el simbolismo del árbol del mundo». Pero sin olvidar en ningún momento que la Iglesia del siglo segundo actuó bajo unos parámetros ideológicos que nada tuvieron que ver con la concepción circular del tiempo mítico, sino con la concepción lineal de la historia heredada de la cultura persa, que el judaísmo había inaugurado a través del mito de la salida de Egipto y el sacrificio del cordero como sustituto de la muerte de los primogénitos. Por lo que fue en este contexto cultural judío, netamente «historicista», en el que, a la cruz de la madera del Árbol Sagrado, a la vez idéntica o sustitutoria del Árbol Cósmico, había que buscarle un punto y una posición determinada en la línea del tiempo de la espera escatológica.

Digamos que la cruz terminó convirtiéndose para los cristianos en el símbolo compensatorio del Árbol de la Caída en el jardín del Edén. «Porque igual que por un hombre llegó la muerte —escribía Pablo— también por un hombre había llegado la resurrección de los muertos. Porque, así como en Adán todos morimos, así también en Cristo todos vivimos». Pero ocurrió que, lejos de los presupuestos espirituales y místicos que hasta cierto punto habían movido al «apóstol de la resurrección», la iglesia de mediados del siglo segundo, fruto sin duda de la lectura y la interpretación literal que hizo de los textos, se vio invadida por tal afán «historicista» que terminó situando en la línea del tiempo histórico la significación mítica del Árbol Sagrado. Algo que se deduce con bastante claridad leyendo la obra de Ireneo de Lyon; en particular, y entre otros, el pasaje donde definía al dios judío del episcopado eclesiástico frente al dios desconocido e inefable del gnosticismo cristiano; a partir de lo cual instituía el perdón de los pecados sobre la base de la redención de la caída de Adán, según Pablo de Tarso y según los Salmos: «Este Verbo —señalaba Ireneo—, que estaba oculto para los hombres, se manifestó, como dijimos, según la economía del árbol. Porque, así como por el árbol lo perdimos, así por el árbol a todos se nos reveló de nuevo, mostrando en sí mismo la altura, anchura y profundidad; pues, como dijo uno de nuestros mayores, extendiendo las manos congregó los dos pueblos en el único Dios».

Ya hemos hablado suficientemente en los primeros capítulos sobre la iconografía arborescente que ciertos ámbitos del cristianismo ofrecieron a lo largo de los siglos a la Cruz de Cristo: cruces cristianas en forma de árbol que encontramos en el Reino Unido, en Alemania, España, Italia y en la América española del barroco. En Inglaterra, en el salterio de Evesham, de 1250, Jesucristo aparecía crucificado no en dos maderos cruzados, sino en las dos ramas de un árbol. En Alemania, los crucifijos de Coestfeld, Bocholt y Colonia, conocidos como Gabelkreuz, carecían de travesaño, que venía sustituido, a imitación de la forma del árbol, por dos palos oblicuos en forma de “Y” griega. Los Gabelkreuz alemanes crearon una tradición muy importante dentro del arte gótico, que pasaría a Italia y llegaría a España a través del Camino de Santiago. En Italia encontramos varias piezas de este mismo modelo, dentro de las cuales destaca la de la basílica de Santa María Novella, en Florencia. Y en España otro «crucifijo doloroso» con esta misma forma de árbol lo encontramos en Puente la Reina (Navarra); una supuesta donación, según parece, de algún peregrino alemán del medioevo, por encontrarse en la confluencia de la ruta jacobea navarra y aragonesa.

En España, además, el arte sacro del barroco dejó una importante huella, tanto en la metrópoli como en las provincias americanas. Dentro de las muchas representaciones arborescentes, los dos casos más conocidos de esta época fueron al Cristo de Limache, brotado del interior del tronco de un árbol e inspirado en una leyenda originada en Chile, y el Cristo de la Encina, que, según la tradición, apareció en el campo de Alcántara y a lo largo del siglo dieciocho sirvió de modelo a un buen número de crucifijos en iglesias americanas y extremeñas. Una tradición marginal y oculta, hasta cierto punto, dentro del cristianismo de la Iglesia, que terminó inspirando a artistas de nuestro tiempo, como pone de relieve el cristo del patio exterior de la catedral ortodoxa de la Resurrección de Cristo, en Podgorica, Montenegro.

Recordemos, por lo demás, que la mayor parte de los símbolos evocados por la naciente Iglesia (bautismo, árbol de la vida, la cruz como representación del árbol, el cuerpo y la sangre de Cristo como motivos centrales de la magia sacramental, etc.) dieron continuidad y desarrollaron símbolos presentes en el judaísmo, en los apócrifos intertestamentarios o en las religiones mistéricas de la época. Signos en su mayoría envueltos en la opacidad histórica, cuyo origen legendario y remoto, como nos recuerda Eliade, les otorgaba carácter transcendente y sagrado: «Se trataba (por ejemplo, en el caso del árbol cósmico o árbol de la vida) de símbolos arcaicos que habían aparecido ya en el Neolítico y que fueron claramente valorados en el Próximo Oriente a partir de la cultura sumeria. En otros casos nos hallamos ante prácticas religiosas de origen pagano, adoptadas por los judíos en la época grecorromana. Finalmente, un gran número de imágenes, de figuras y de temas mitológicos utilizados por los autores cristianos, que pasarían a ser tema preferido en los libros populares y en el folclore religioso europeo, derivaban de los apócrifos judíos. En resumen, la imaginación mitológica cristiana tomó y desarrolló motivos y argumentos específicos de la religiosidad cósmica [pagana], pero que ya habían pasado por un proceso de reinterpretación en el contexto bíblico». Y la cruz, en este sentido, fue un buen ejemplo de ello.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 633-636.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. IV.

La cruz, el signo de la sangre del cordero y la serpiente mosaica.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA CRUZ, EL SIGNO DE LA SANGRE DEL CORDERO Y LA SERPIENTE MOSAICA.

Dentro del panorama que acabamos de ofrecer no podemos omitir la simbología y las referencias a la cruz que aparecieron en los antiguos textos del judaísmo, muy influido (por no decir determinado), por los cultos cananeos y las culturas babilónica y persa. Influencias de las que intentó desvincularse a toda costa la literatura profética, pues de la misma forma que Hermes y Hefesto no tuvieron compasión de Prometeo, tampoco los profetas del Antiguo Testamento manifestaron misericordia alguna con los dioses salvadores Tammuz y Adonis: «¡Reuníos y venid! —clamaba Isaías— ¡Acercaos, todos los supervivientes de entre las naciones! No tienen conocimiento los que cargan un ídolo de madera y ruegan a un dios que no puede salvar». Aunque a veces, como en Deuteronomio, se dejaba traslucir una cierta compasión y benevolencia hacia los condenados en general: «Si un hombre hubiere cometido pecado que merece la muerte, por lo cual se le ha ajusticiado, y le has colgado de un árbol, no quedará su cuerpo en el árbol durante la noche. Sin falta le darás sepultura el mismo día, porque el colgado es una maldición de Dios». No obstante, el conocimiento de los cultos mistéricos antiguos no pasó inadvertido a los contextos cananeo, babilónico y persa, de los que el judaísmo obtuvo su inspiración fundamental. Ezequiel ofreció una descripción de las mujeres de Jerusalén sentadas en la puerta septentrional de la ciudad llorando al dios Tammuz: «Luego me llevó a la entrada de la puerta de la casa de Yahvé que da al norte, y he aquí que estaban sentadas allí unas mujeres, llorando a Tammuz. Y me dijo: “¿Has visto, oh hijo de hombre? Todavía volverás a ver abominaciones aún mayores que éstas.”». Zacarías, por su parte, hablaba misteriosamente sobre el asesinato de un dios al que lloraban los habitantes de Jerusalén, «como el duelo de Hadad-rimón en el valle de Meguido»; es decir, como el duelo de Adonis: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica. Mirarán al que traspasaron y harán duelo por él con duelo como por hijo único, afligiéndose por él como quien se aflige por un primogénito. En aquel día habrá gran duelo en Jerusalén, como el duelo de Hadad-rimón, en el valle de Meguido».

Estaba claro, por lo que vemos, el rechazo tajante o la aversión de las Escrituras hebreas a la interpretación material de la ejecución en el árbol o madero, vista desde la perspectiva del mero ajusticiamiento criminal. Pero también era obvia la ambivalencia que, en los textos proféticos, presentaba, por una parte, el rechazo a los cultos mistéricos de Tammuz (Ezequiel) y, por otra, el elogio del ajusticiamiento y la muerte del Rey Sagrado, tal y como vemos en el fragmento citado del «duelo de Hadad-rimón» de Zacarías. Ambigüedad que no debe sorprendernos lo más mínimo, teniendo en cuenta que los Salmos ofrecieron la guía literaria prácticamente completa de la pasión y muerte del Galileo en el árbol sagrado de la cruz.

Como hemos visto en páginas anteriores, el rito del sacrificio humano en primavera, que tenía por finalidad la expiación de los pecados y la salvación del pueblo o de la nación, fue una práctica extendida en toda la antigüedad, y adquirió también un uso generalizado entre los pueblos semitas occidentales. El valor que la divinidad debía dar a dicho sacrificio estaba en función del valor de la vida sacrificada y del rango que la víctima ocupaba entre los hombres. Tardíamente, se escogería a los primogénitos del común para esta finalidad, pero, de acuerdo con los libros de Josué y Samuel, los reyes o sus hijos habían sido las víctimas propiciatorias ofrecidas en sacrificio, en las que se inspiraron las prácticas posteriores. «El hecho de que entre los israelitas esta ofrenda estuviese relacionada con la fiesta de la pascua se hallaba confirmada por el dato de que los siete hijos de la casa de Saúl que David hizo morir haciéndoles colgar del madero (de la cruz), murieron “en la época de la recolección de la cebada”; es decir, durante la fiesta de la pascua “delante del Eterno”. En este contexto, y con esta finalidad, no podía darse sacrificio más eficaz, desde un punto de vista regenerador y propiciatorio, que el de un rey ofreciendo a su primogénito».

Por la misma razón, los israelitas abandonaron el sitio de Moab cuando constataron que el rey de esta ciudad sacrificaba a su primogénito. Jefté ofreció a su propia hija, y los reyes Acaz y Manasés a sus hijos. Si bien, fue el signo de la cruz (según la interpretación cristiana) trazado con la sangre del cordero en las puertas de los israelitas de Egipto lo que liberó de la muerte a los primogénitos de Israel y convirtió el nuevo sacrificio en el nuevo motivo ritual de la nueva pascua: la razón que expiaba el mal a partir del inicio del Éxodo y que establecía un cambio de paradigma en la ideología de la nación israelita. Un cambio radical que abandonaba la circularidad del tiempo mítico por la linealidad de la historia; pues «entonces dirás al faraón» [exhortaba Yahvé a Moisés]: «Así ha dicho Jehovah: “Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te digo que dejes ir a mi hijo para que me sirva. Si rehúsas dejarlo ir, he aquí que yo mataré a tu hijo, a tu primogénito”».

La cruz, trazada en las puertas de las viviendas de los israelitas de Egipto con la sangre del cordero, se convirtió en el signo de la salvación de los primogénitos de Israel de la muerte en sacrificio a cargo del Ángel Exterminador. «El cordero será sin defecto, macho de un año; tomaréis un cordero o un cabrito. Lo habréis de guardar hasta el día catorce de este mes, cuando lo degollará toda la congregación del pueblo al atardecer. Tomarán parte de la sangre y la pondrán [a modo de marca o señal en forma de cruz] en los dos postes y en el dintel de las puertas de las casas en donde lo han de comer. Aquella misma noche comerán la carne, asada al fuego. La comerán con panes sin levadura y con hierbas amargas». Digamos que la sangre del cordero redimía de la muerte a los primogénitos y daba paso a la historia sagrada de Israel, pero no borraba totalmente la memoria mítica del tiempo circular en el que el Rey Sagrado era sacrificado periódicamente, como podemos leer en los Salmos: «Mi vigor se ha secado como un tiesto, y mi lengua se ha pegado a mi paladar. Me pusiste en el polvo de la muerte. Los perros me rodearon; me cercó una pandilla de malhechores, y horadaron mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos; ellos me miran y me observan. Reparten entre sí mis vestiduras, y sobre mi ropa echan suertes. Pero tú, oh Jehovah, no te alejes. Fortaleza mía, apresúrate para ayudarme. Libra mi alma de la espada; libra mi única vida de las garras de los perros».

La marca con la sangre en las puertas de los israelitas de Egipto, forma implícita de la manifestación de la cruz, como interpretó más tarde el primer cristianismo, lo mismo que el sacrificio del cordero, fueron los elementos constitutivos del mito fundacional judío que inauguró el éxodo y liberó a los hijos de Yahvé de la muerte en sacrificio; cuya salvación, materializada en el signo la sangre, quedaría indefectiblemente asociada a la figura de Moisés y de sus sucesores. Y en esta misma línea fue como el cristianismo interpretó aquel pasaje de Números según el cual Yahvé envió al pueblo pecador «serpientes ardientes» que mordían a los habitantes de Israel, provocando una gran mortandad entre la población. Tras el arrepentimiento de los pecadores, Yahvé ordenó a Moisés que hiciese una serpiente ardiente y la colocase en un palo en forma de cruz. «Y sucederá que cualquiera que sea mordido y la mire, vivirá. Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un asta y sucedió que cuando alguna serpiente mordía a alguno, si éste miraba a la serpiente de bronce, vivía».

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 636-639.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. V.

El triunfo de Josué-Jesús sobre los amalecitas bajo el signo de la cruz.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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EL TRIUNFO DE JOSUÉ SOBRE LOS AMALECITAS BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ.

La cruz con la serpiente (portada de mi libro «Sacrificio…») fue interpretada por los primeros cristianos como motivo de salvación: algo parecido a lo que ocurrió también con la interpretación del pasaje del Éxodo que hablaba de la batalla que los israelitas mantuvieron con los amalecitas antes de la llegada a la Tierra Prometida, y donde volvía a aparecer una representación gráfica que nos transportaba, de nuevo, a la morfología de la cruz. «Entonces vino Amalec y combatió contra Israel en Refidim. Y Moisés dijo a Josué: “Escoge algunos de nuestros hombres y sal a combatir contra Amalec. Mañana yo estaré sobre la cima de la colina con la vara de Dios en mi mano”. Josué hizo como le dijo Moisés y combatió contra Amalec, mientras Moisés, Aarón y Hur subieron a la cumbre de la colina. Sucedió que cuando Moisés alzaba sus manos, Israel prevalecía; pero cuando bajaba sus manos, prevalecía Amalec. Ya las manos de Moisés estaban cansadas; por tanto, tomaron una piedra y la pusieron debajo de él, y él se sentó sobre ella. Aarón y Hur sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro del otro lado. Así hubo firmeza en sus manos [extendidas] hasta que se puso el sol. Y así derrotó Josué a Amalec y a su pueblo». Un discurso simbólico que aparecía también en Isaías a modo de antídoto contra el pecado y como fórmula de salvación: «Yo me dejé buscar por los que no preguntaban por mí; me dejé hallar por los que no me buscaban. A una nación que no invocaba mi nombre dije: “¡Aquí estoy; aquí estoy!” Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde que andaba por un camino que no era bueno, tras sus propios pensamientos».

Evidentemente, cuando hablamos de la cruz para referirnos a la marca de la sangre del cordero, a los palos cruzados sobre los que Moisés colocó la serpiente de bronce, a los brazos extendidos de Moisés en la batalla de Josué-Jesús contra los amalecitas o a la exhortación de Isaías, estamos haciendo un ejercicio exegético, tal y como lo practicaron no solo algunos de los textos cristianos, sino también algunos apócrifos judíos del primer y el segundo siglo de nuestra era. La Epístola de Bernabé fue el ejemplo más claro de esta interpretación escrituraria. Incluso, encontramos textos judíos a partir de los cuales no se realizaba exégesis o interpretación alguna, sino que permitían una calcada y calculada trasposición de determinados fragmentos que resultaron imprescindibles a la hora de elaborar la narración de la pasión de Cristo. Era lo que ocurría con varios pasajes de los Salmos.

Un ejercicio literario, en definitiva, que apuntaba en varias direcciones, como vemos, y que aparecía plenamente arraigado en el variopinto contexto del judaísmo del primer siglo de nuestra era. Prueba de ello fue que una buena parte de la literatura apócrifa judía apeló al mismo simbolismo cultural, a un lenguaje similar y a los mismos referentes simbólicos sobre los que se desarrollaron los distintos mesianismos primitivos. En este sentido, resultaba claro y enriquecedor el contenido del apócrifo judío las Odas de Salomón, un salterio mesiánico que giraba en torno a un salvador, Mesías o Cristo, que, según los especialistas, fue lo más parecido, no al Cristo de los evangelios, a pesar de ciertas analogías, sino al Cristo de la Iglesia. Se trataba del texto gnóstico judío en el que el Hijo de Dios había nacido de una virgen, y donde, al igual que en la Epístola a Bernabé, volvíamos a encontrar continuas referencias a los brazos extendidos como analogía y representación de la cruz: «Extendí mis manos y santifiqué a mi Señor, porque la apertura de mis manos es el signo, y mi extensión es el leño [la cruz] que se pone en pie. Aleluya». «Extendí mis manos hacia el Señor y hacia el Altísimo elevé mi voz». «Extendí mis manos y me aproximé a mi Señor, porque la extensión de mis manos es su signo. Mi extensión es el simple leño que fue colgado en el camino del Justo». Y lo mismo ocurría en un pasaje del apócrifo judío La ascensión de Isaías, sobre el que la Iglesia ha mantenido también un clamoroso silencio o ha leído sus concomitancias en términos de interpolaciones «cristianas». Un pasaje donde, además de aludir al simbolismo bíblico de los brazos extendidos, anunciaba ya la muerte del revelador y salvador: «Y el Arconte de este mundo —leemos— extenderá su mano sobre el Hijo de Dios, y lo matará, y lo colgará de un madero».

Los mismos símbolos y la misma terminología, expresados con la misma claridad, encontramos en los Oráculos Sibilinos; una obra judeomesiánica dentro de la cual descubrimos un himno a la cruz similar a otros que aparecen entre los apócrifos judíos: «¡Dichosísimo madero, sobre el que Dios fue extendido! No te poseerá la tierra, sino que contemplarás la morada celestial, en el momento en que ¡oh Dios! refulja tu ojo de fuego». Incluso, en esta misma obra se aludía, tal y como el texto manifestaba con sorprendente elocuencia, a una crucifixión de la figura mítica de Josué-Jesús, el héroe solar y Ebed Yahvé (Siervo de Yahvé) de Jueces, convertido en entidad divina que descendía de los cielos al estilo de los salvadores preexistentes de la literatura apocalíptica tardía y del protognosticismo: «De nuevo —leemos— vendrá desde el éter un varón extraordinario, que sus manos desplegó sobre la madera de abundante fruto, el mejor de los hebreos, que el sol una vez detuvo clamando con bellas palabras y labios santos».

Aprovecho para señalar que esta referencia al Josué-Jesús veterotestamentario «crucificado» de los Oráculos Sibilinos no fue algo casual y sin fundamento en los textos apócrifos judíos. Existió una cierta tradición a lo largo del judaísmo de finales del Segundo Templo, según algunos autores, que interpretó la figura de este personaje bíblico como una divinidad preexistente de la tribu de Efraín, mayoritaria en los once territorios situados al norte de Judá. Una tradición que habría venido insinuada en el Éxodo y en el mismo libro de Josué, además del Talmud, o en apócrifos, entre otros, como las Odas de Salomón o los citados Oráculos Sibilinos, e incluso en la Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles.

Sea como fuere, lo cierto es que esa tradición judaica referida al héroe solar Josué-Jesús despertó unas grandes expectativas a finales del siglo diecinueve y principios del siglo veinte, definitivamente sepultadas por el conservadurismo de la teología posterior a la Segunda Guerra Mundial y de sus sucursales académicas. A través de estas formulaciones se nos presentaba a Josué como el referente de un culto precristiano a Jesús, que podría haber encontrado respaldo y refuerzo en el mesías sacerdotal (Josué-Jesús) del profeta Zacarías. Todo lo cual llevó a autores como Arthur Drews, John M. Robertson, William B. Smith, Thomas Whittaker y Hermann Gunkel, entre otros muchos, a descartar el carácter histórico del personaje del Antiguo Testamento y a convertirlo en referente cultural del mito de Cristo conformado tras la destrucción del Templo de Jerusalén. A formular, en definitiva, la hipótesis de que Josué-Jesús, identificado desde muy antiguo con el pez, había sido un legendario dios solar de la tribu de Efraín, relacionado con la fiesta de Pascua y modelo del sacrificio y el drama del Rey Sagrado: ejemplo de autosacrificio, anterior al Cordero, con el que habría redimido de la muerte a los primogénitos de Israel y habría instaurado el rito de la circuncisión.

Así, según la hipótesis de estos autores, el Josué-Jesús de la Biblia hebrea, el salvador solar hijo de Nun, habría sido «el dios de la crucifixión y de la pascua»: «Una fiesta celebrada con la consumación del cordero, porque en el equinoccio primaveral el sol efectuaba su paso por el ecuador celeste, dispensando, de este modo, una nueva vida a la tierra, y porque este paso tenía lugar en el signo zodiacal del cordero, en el cual el sol se encontraba levantado sobre la cruz celeste». Según los textos sagrados, Josué había comenzado la conquista de la Tierra Prometida en el Jordán, al objeto de lo cual eligió a doce hombres, uno de cada tribu de Israel; al igual que Jesús (Josué y Jesús son dos denominación en apariencia diferentes, pero que respondían, en origen, a un mismo sintagma «Yehoshúa-Yeshúa», desvirtuado por las traducciones ideologizadas de la Iglesia), había comenzado su ministerio escatológico en el Jordán antes de elegir a doce seguidores entre los pescadores de Galilea. Además, según Arthur Drews, «Josué había realizado el rescate e instituido el rito de la circuncisión tras haber sido, de acuerdo con la concepción primitiva, sacrificado él mismo en lugar del primogénito, convirtiéndose por medio de esta acción [sacrificio sustitutivo] en el dios-salvador e instrumento de salvación de todo el pueblo de Israel». Y este sacrificio pudo haber tenido lugar, según este autor, o haber estado representado literariamente en Gilgal (Galilea), de acuerdo con las referencias escriturarías del Libro de Josué, como representante de la tribu de Efraín, mayoritaria en los territorios del norte de Israel. Por lo que, de ser ciertas estas hipótesis y de poderse confirmar algún día estas propuestas, resultaría realmente fácil la transposición del sintagma «Josué-Jesús de Gilgal» por el de «Jesús-Josué de Galilea».

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Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 639-641.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. VI.

El crismón, el pez y la paloma, primeros símbolos cristianos.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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EL CRISMÓN, EL PEZ Y LA PALOMA, PRIMEROS SÍMBOLOS CRISTIANOS.

Sorprende el hecho de que durante los cuatro primeros siglos de nuestra era no se representara plásticamente la cruz en ninguno de los ámbitos de los diferentes cristianismos. Ni en los primeros lugares de reunión, ni en las primeras iglesias y basílicas, ni en los espacios abiertos se reprodujo por ninguna parte el arcaico símbolo de la cruz. En realidad, hay que reconocer que no hubo manifestaciones plásticas ni signos externos de ningún tipo en el cristianismo hasta las décadas finales del siglo segundo; fechas a partir de las cuales se usaron, como iconos identificativos de pertenencia al grupo, las figuras del Buen Pastor, el Pez (o el pan y los peces), el Ancla y la Paloma; todos ellos signos de una espiritualidad cuyos referentes conducían al espacio mitológico y astral propio de la época. Incluso, la planta de las primeras iglesias no tuvo tampoco carácter cruciforme, a pesar de lo que se cree, sino cuadrangular, rectangular o circular, al estilo de las construcciones públicas romanas (basílicas), reconvertidas a partir de la época del emperador Teodosio en templos cristianos. Así lo atestiguan hoy la «rotonda» de San Jorge, en Tesalónica (Grecia), la iglesia más antigua de la cristiandad y todavía en pie, construido el edificio a principios del siglo cuarto y conocido inicialmente como «rotonda de Galerio»; las ruinas del antiguo templo de Serapis en Pérgamo, convertido en iglesia cristiana; las basílicas romanas de Santa Sabina y Santa Pudenciana, y la misma basílica de Santa Sofía de Constantinopla.

Verdaderamente, no fue hasta el siglo quinto cuando empezó a utilizarse la cruz como manifestación externa por parte del cristianismo eclesiástico; fecha a partir de la cual comenzó a hacerse usual, aunque de forma poco ostensible, como un símbolo más con el que representar a Cristo y su misterio de salvación. Y si la Iglesia usó varios símbolos diferentes en estos primeros siglos, también dejó constancia del uso de varias formas y representaciones de la cruz. Una de esas variantes, y la primera de todas ellas, fue el crismón, surgido de los estandartes de Constantino, según deducimos de los fantasiosos testimonios de Eusebio de Cesarea y de Lactancio. Y otra variante fue la cruz tradicional, generalmente en forma de cruz griega y de inspiración gnóstica, cuya primera manifestación en el arte cristiano se encuentra en un sarcófago vaticano de mediados del siglo quinto: una cruz griega con la misma longitud de brazos y en la que no aparecía cuerpo o representación alguna. Sin olvidar tampoco otras variantes, como la cruz en forma de «T» (tau o crux commissa) con el asa de la cruz egipcia, adoptada por la iglesia copta; la cruz de luz del gnosticismo y la crux immissa de cuatro brazos, con o sin la serpiente enroscada, de las sectas cristianas ofitas.

La numismática, por otra parte, nos ofrece también un importante dato a tener en cuenta, ya que hubo que esperar cien años, después de la intervención de Constantino en Nicea, hasta que el emperador romano de Oriente Teodosio II (401-450) incluyera la primera cruz (griega) en una colección de monedas de bronce de uso común: indudable señal de los avances en la difusión y consolidación que el cristianismo había experimentado en Oriente desde que Teodosio I lo convirtiera en religión oficial del Impero. Una cruz envuelta en una corona circular de laurel decoraba el reverso de esta colección de monedas de bronce, conocida en numismática como AE 4 y que formaron parte del circulante de poco valor utilizado por la población en los intercambios económicos de uso diario. En el anverso, como era natural, aparecía la efigie del emperador Teodosio II.

Según los historiadores del periodo, el proceso de adaptación simbólica e iconográfica del cristianismo triunfante fue tardío, y vino determinado, en primer lugar, por el uso del crismón, en el siglo cuarto, dentro de la nueva situación que exigían las relaciones de poder episcopal tras la intervención de los emperadores Constantino y Teodosio. El crismón (o lábaro imperial), el símbolo más importante del cristianismo del siglo cuarto, que sobreviviría hasta las últimas construcciones del románico europeo, fue un monograma de Cristo usado previamente en monedas y estandartes romanos. Y su representación fue el resultado de la integración de la cruz en forma de letra «X» (la cruz de Platón y de San Andrés) y la letra «P» (es decir, las letras griegas chi y rho), acompañadas generalmente de otros elementos, como las letras «α» (alfa) y «ω» (omega): la primera y la última del alfabeto griego. Aunque hay que reconocer que los especialistas se pierden en un mar de especulaciones y de dudas, porque no hay evidencia alguna que dé razón de su origen y de la determinación de exhibirlo en un momento determinado. Digamos que las elucubraciones de los investigadores se apoyan en el terreno resbaladizo de la doble interpretación de la leyenda que nos legaron Lactancio y Eusebio de Cesarea, los dos pilares de la transformación de la Iglesia en institución política del Imperio. De esta forma, si, según Eusebio, Constantino divisó el signo del crismón en el cielo al mirar el sol, justo antes de la batalla del puente Milvio, según Lactancio, el signo le fue revelado al futuro emperador la noche anterior a la batalla, en un sueño.

Así, aseguraba Lactancio en Sobre la muerte de los perseguidores que «Constantino fue advertido en sueños para que grabase en los escudos el signo celeste de Dios y entablase de este modo la batalla; puso en práctica lo que se le había ordenado, y haciendo girar la letra “X” con su extremidad superior curvada, grabó el nombre de Cristo en los escudos». Sin embargo, Eusebio, en Vida de Constantino, donde tampoco hablaba de la cruz del Gólgota ni mencionaba el lignum crucis, señalaba textualmente: «En las horas meridianas del sol, cuando ya el día comenzaba a declinar, dijo que vio con sus propios ojos, en pleno cielo, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz, construido a base de luz y al que estaba unido una inscripción que rezaba: “con éste vence”. El pasmo por la visión le sobrecogió a él y a todo el ejército que lo acompañaba». Luego, en sueños, parece ser que al futuro emperador se le apareció Cristo y le ordenó que, «una vez se fabricara una imitación del signo observado en el cielo, se sirviera de él como de un bastión en las batallas contra los enemigos».

Lo presumiblemente cierto de esta fábula con dos versiones matizadas, según la mayoría de los historiadores, fue que el crismón pudo haber formado parte de la iconografía de Constantino en la citada batalla, tal y como atestiguaron posteriormente diversas ediciones de moneda. En realidad, la leyenda era la misma que había servido para justificar la reinstauración del culto solar en Roma al emperador Aureliano, tras una supuesta visión extática antes de una de las batallas definitivas de Inmae, Emesa y Palmira, que le habría proporcionado el triunfo sobre los secesionistas sirios de la reina Septimia Zenobia. Pero el origen del crismón, dentro de un contexto pagano en el que resultaba habitual la permutación o sobreimpresión de la cruz griega y la «cruz platónica» (X), habría tenido, sin duda, un origen astrológico, como derivación de la estrella solar consecratio (símbolo de divinidad y eternidad), de cuatro, seis y ocho brazos; que recordaba tanto al símbolo de la diosa Ishtar como al diseño arquitectónico posterior, en torno al obelisco, de la plaza del Vaticano. Lo cierto fue que esta cruz, en su variante de ocho brazos y contorneada por un círculo, tuvo un uso bastante tardío en la cristiandad a través del denominado «crismón trinitario», muy similar, en sus formas, que la rueda samsāra o la rueda del dharma. Como dato de interés, señalemos que el «crismón trinitario» fue desarrollado en el alto Aragón y en el sur de Francia en el siglo once, y encontró su más acabada expresión en el románico de la catedral de Jaca.

Por supuesto, la representación de la historia evangélica de la muerte redentora de Cristo en la cruz del Gólgota no podía ofrecerse en las manifestaciones simbólicas de los primeros siglos del cristianismo de la Iglesia por razones evidentes. Y ello no por una supuesta prohibición escrituraria de reproducir imágenes de la divinidad, ni por la vergüenza y la maldición que podían derivarse de un supuesto instrumento de ejecución y tortura, sino por razones muy diferentes, muy difícilmente inteligibles desde la teología y desde los dogmas de la Iglesia. Razones y argumentos que emergían, de manera clara, del carácter alegórico de la narración evangélica, por una parte, y, por otra, del carácter procesual del cambio y el movimiento de la historia del cristianismo «ortodoxo» de ese periodo inicial.

La Iglesia ha divulgado durante siglos la falsa creencia de que Cristo murió en la cruz; pero el término griego «staurós» (σταυρός) del Nuevo Testamento, que ha sido traducido siempre a otras lenguas por el término «cruz» (y así se ha fijado históricamente), tuvo el significado preciso de «poste», «palo», «estaca» o «madero vertical», que no se correspondía en nada con la tradicional y sempiterna traducción eclesiástica. No hay que olvidar que, desde la más remota antigüedad, existía la costumbre en todas las culturas del oriente mediterráneo de exponer en un poste o madero, a modo de exhibición ejemplarizante, los cuerpos de los malhechores condenados. Una costumbre similar a la que practicaban los judíos, quienes colgaban los cuerpos de los infelices que habían sido previamente ajusticiados y lapidados. El constructo de la cruz como signo de redención a través de la muerte y la sangre de un dios-hombre asesinado, tal y como apareció en el cristianismo de la Iglesia, no tuvo su origen, según algunos autores, entre los que me encuentro, y según el mismo cardenal Daniélou, en un supuesto instrumento de suplicio y ejecución. Respondió a una construcción teológica derivada del simbolismo místico del gnosticismo, de carácter cósmico, de un signo que aparecía ya en el Neolítico como representación y esquema del año solar y de las cuatro esquinas del mundo: un emblema del sol que era, a la vez, símbolo de resurrección del cosmos. Según Jean Daniélou, nos encontramos en presencia de un esquema mítico y teológico, de una representación simbólica… Ya hemos visto que la redención por la sangre en la cruz del Gólgota, el Siervo Sufriente, la humillación, la vergüenza y el simbolismo de la muerte del cordero (aspectos todos ellos del mito redentorista) fueron, según Bultmann una creación tardía de la Iglesia, cuyos obispos, sobre la doble propuesta paulina (mito mistérico y mito gnóstico), terminaron, con el paso del tiempo, ofreciendo la primacía doctrinal, plástica e iconográfica al simbolismo mistérico de la muerte frente al simbolismo mistérico de la resurrección.

Prueba de lo que decimos fueron los símbolos cristianos que, a principios del siglo tercero, nos ofrecía Clemente de Alejandría. Clemente hablaba del pez, de la paloma y de la barca, pero en ningún momento hacía referencia alguna a la cruz ni al crucifijo. El pez (ichthys) poseía un variado y múltiple simbolismo, que abarcaba desde la acepción astrológica que supuso la entrada temporal en el signo de Piscis dentro del gran año solar (precesión), hasta la representación de las aguas y las inundaciones del Nilo como clave de regeneración anual del cosmos, pasando por el significado que actualmente le otorga la psicología arquetípica como símbolo de la verdad profunda y subyacente. Los peces aparecieron por primera vez como manifestación cristiana en las catacumbas de San Calixto de Roma, a mediados del siglo segundo; y a finales de este siglo o principios del tercero, Clemente, que no proporcionaba información sobre su significado, recomendaba, sin embargo, la idoneidad de grabar sellos con este signo distintivo. Por otro lado, ya hemos hablado de que al héroe solar Josué-Jesús, hijo de Nun, se le identificaba desde muy antiguo con el pez, lo cual abría una doble perspectiva a la interpretación simbólica: la astrológica y la veterotestamentaria. Por su parte, la paloma fue desde la más remota antigüedad uno de los símbolos de la divinidad femenina transformada en la Sabiduría judía y en la Sofía del gnosticismo, que Pablo de Tarso y la tradición henóquica vincularon al Mesías-Cristo (como Espíritu) y que la Iglesia masculinizó en la figura del Espíritu Santo. Pero lo cierto fue que en los textos de Clemente de Alejandría (principios del siglo tercero) y de otros autores de su tiempo no aparecían por ninguna parte ni la cruz ni el crucifijo como signos de identidad y reconocimiento universal entre los cristianos católicos.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 642-645.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. Y VII.

La imagen del Buen Pastor y el nacimiento medieval del crucifijo. 

La imagen del Buen Pastor y el nacimiento medieval del crucifijo. 

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA IMAGEN DEL BUEN PASTOR Y EL NACIMIENTO MEDIEVAL DEL CRUCIFIJO.

Se da la circunstancia de que en una obra cristiana como Octavius, del abogado romano Minucio Félix, que, aunque de fecha de redacción imprecisa, se cree que debió corresponder al tiempo de Tertuliano (160-220), se negaban las evidencias que décadas más tarde (o quizás por esas mismas fechas) la Iglesia terminaría convirtiendo en dogmas inapelables. Hoy, ciertamente, nos resulta extraño y altamente sorprendente que en una obra cristiana de carácter apologético no se hablase de Jesucristo, ni de la Virgen, ni de los apóstoles. Una obra en la que, para más contrariedad, el autor afirmaba, a través de sus protagonistas, que los cristianos no adoraban a un «criminal y su cruz»; al tiempo que el cristiano Octavio replicaba a su interlocutor, el pagano Cecilio, con el argumento de que eran los propios paganos quienes ofrecían su estima (y adoración) a estandartes y cruces con apariencia de «hombre crucificado». He aquí lo que leemos de boca del protagonista cristiano en esta peculiar y sorprendente obra del primitivo cristianismo romano:

[…] En cuanto al cargo que nos hacéis de adorar a un criminal y su cruz, os alejáis mucho de los límites de la verdad, al pensar que un facineroso mereciera se le tomara por un Dios, o que se haya podido considerar como Dios a un hombre terrestre. Por cierto, pobre de aquel que pone toda su esperanza en un hombre mortal, ya que, muerto él, perece todo su apoyo.

[…]

Con respecto a las cruces, ni las veneramos, ni las deseamos. Sois vosotros [paganos] quienes, al consagrar vuestros dioses de madera, adoráis, acaso, las cruces como partes de vuestras divinidades. Y vuestras insignias mismas, los estandartes y las banderas, ¿qué otra cosa son más que cruces doradas y adornadas? Vuestros trofeos victoriosos no solo tienen la apariencia de una cruz, sino de un hombre crucificado…

Se trata, como vemos, de afirmaciones que nos dejarían atónitos, si no supiésemos y tuviésemos constancia plena de dónde provenía y cómo se fraguó el cristianismo de la Iglesia en la segunda mitad del siglo segundo y cómo se construyó el significado de la cruz del Gólgota. Porque, por encima de cualquier otra consideración, el símbolo (por antonomasia) del cristianismo primitivo fue el del Buen Pastor, que algunos identificaron con Apolo y el cordero (o el cabrito) sobre los hombros. William K. C. Guthrie nos recordaba la pervivencia de Orfeo en el cristianismo primitivo, bien como imagen del Buen Pastor que gobernaba al dócil rebaño, a veces con su música encantadora, bien como asociación con el rey David, músico también que amansaba igualmente a las fieras al son de sus instrumentos y melodías. Para el filólogo e investigador británico, era evidente que la adopción de Orfeo por parte del cristianismo de la Iglesia habría sido una continuación de la previa adopción de esta figura por determinadas sectas del judaísmo (recordemos el apócrifo judío Testamento de Orfeo). Pues «era fácil ver en la característica imagen de Orfeo no solo un símbolo del Buen Pastor de los cristianos, sino también trazar paralelos con figuras del Antiguo Testamento. Éste tenía también, en la persona de David, su músico mágico que tañía entre las ovejas y las fieras del desierto, y la semejanza no pasó inadvertida». De tal manera que los testimonios de este simbolismo en los siglos segundo y tercero de nuestra era fueron innumerables, especialmente en el arte sepulcral y en las inscripciones minorasiáticas. Incluso, dentro de los textos cristianos encontramos uno de vital importancia, que, al parecer, y si hacemos caso al Codex Sinaiticus, formó parte en un momento determinado del canon del Nuevo Testamento. Me refiero al enigmático Pastor de Hermas, una obra de carácter apocalíptico, escrita a mediados del siglo segundo e inspirada en un apocalipsis judío que no ha llegado hasta nuestros días, y donde no se planteaba asunto alguno relativo a la cruz ni a la crucifixión porque ni siquiera se hablaba de Jesucristo.

Por otra parte, y como contrapartida de lo que supuso el simbolismo cristiano de los primeros siglos, dominado por la figura del pastor (poimên), Guthrie ofrecía un testimonio de sincretismo mistérico que resultaba a todas luces sorprendente, además de enigmático y realmente desconcertante para la ortodoxia cristiana. Como hemos referido en páginas anteriores, se trataba de un «curioso y muy debatido sello o amuleto» conservado en Berlín, datado en el siglo segundo, tercero o cuarto, y que mostraba la imagen de un hombre crucificado. Sobre el crucifijo había una media luna y siete estrellas, y en la parte inferior, y de manera transversal, la leyenda «Orpheos-Bakkikos». «Se ha supuesto generalmente que era obra de alguna secta gnóstica con sincretismo de ideas órficas y cristianas. […] Eisler (Orpheus. 338 y ss.) defendió con gran ingenio la tesis de un origen puramente pagano de la pieza. Razonando por analogía a partir de una tradición aislada preservada en Diodoro, según la cual Licurgo, el enemigo de Dioniso, fue crucificado por el dios, y de relatos en que Dioniso mismo y otras figuras dionisíacas aparecían “atadas al árbol”, sugirió que existía también la tradición antigua de una crucifixión de Orfeo. Que no nos haya quedado recuerdo de ella se debería solo a un accidente dentro del naufragio de la literatura griega. El punto más fuerte en pro de esta tesis era que las representaciones cristianas de la crucifixión en el arte no iban más atrás del siglo quinto o sexto».

Pero, por otra parte, Guthrie oponía a la tesis de Eisler el hecho de que ninguno de los primeros padres de la Iglesia, ni siquiera Justino Mártir, que vio en muchos de los motivos del paganismo una «anticipación diabólica» de la realización del cristianismo, habló ni refirió jamás en sus textos nada relativo a una crucifixión de Orfeo-Baco. En efecto, Justino declaraba en su primera Apología que la historia de Dioniso había sido inventada por los «demonios» para corresponderse con cierta profecía del Génesis, a fin de hacer dudar del verdadero Cristo. «Por esta razón introdujeron en ése y en otros relatos de aquellos a quienes llamaban hijos de Zeus, la paternidad divina, el nacimiento virginal, la pasión, etcétera». «Pero —proseguía— nunca imitaron la crucifixión, ni la atribuyeron a ninguno de los hijos de Zeus; porque no la entendían, pues todos los discursos referentes a ella se dicen en símbolos». Todo lo cual llevó a Guthrie a dejar abierto y sin resolver el enigma del sello de Berlín; a colocarlo en el cajón de los asuntos pendientes, puesto que la sugerencia misma y el testimonio aportado por esta pieza siguen proponiendo una incógnita que no puede resolverse, simplemente, bajo la mera fórmula del sincretismo o la proximidad cultural de unos y otros elementos.

Lo indiscutiblemente cierto fue que la cruz, como instrumento de ejecución, no tuvo nada que ver con la cruz cósmica del primitivo misticismo judeocristiano, cuyos complementos astrales, el sol y la luna, pervivieron en los tiempos medievales junto a las diferentes representaciones del crucifijo. Ocurrió, no obstante, que, pasado el tiempo, la fe y el impacto emotivo implícito en la narración evangélica de la crucifixión, además de la dogmática y la transformación doctrinal de la Iglesia, llegaron a modificar profundamente el verdadero significado y la naturaleza realista que los primeros apologistas, como reconocía Justino, otorgaron a esta simbología.

En efecto, debemos deducir de todo ello que la primitiva Iglesia ni usó, ni admitió, ni veneró signos relativos a la cruz hasta la aparición de la cruz solar de Constantino en el siglo cuarto. Se trataba del crismón, formado por las letras griegas «X» y «P» (además de las letras alfa y omega), y podía presentar cuatro, seis u ocho brazos. Por supuesto, se trataba de un símbolo no muy diferente de alguna de las cruces griegas del paganismo, ya que el crismón incluía como principal elemento gráfico (la «X») el símbolo que la tradición filosófica había interpretado como la cruz del Nous (el Logos) del platonismo. La cruz griega tradicional, tal y como hoy la conocemos, no comenzó a usarse en los ámbitos de la Iglesia hasta mediados o finales del siglo quinto o el siglo sexto; a partir de cuyas fechas se introdujo de forma lenta, paulatina y escasamente significativa en la cristiandad, hasta adoptar en fechas imprecisas de la alta Edad Media la forma del crucifijo.

Más concretamente, he aportado datos que señalan el tiempo del mandato de Teodosio II como el periodo en que comenzaron a aparecer los primeros signos de la cruz en monedas, iglesias y recámaras, mientras que su uso sobre las cúpulas y los exteriores no se haría efectivo hasta las últimas décadas del siglo sexto o la primera mitad del siglo séptimo; todo ello en la zona del Mediterráneo oriental, pues esta simbología llegaría a Occidente con varios siglos de retraso. Por otra parte, los especialistas en arte medieval saben muy bien que, siendo el crucifijo un producto de la cultura del medioevo, la actitud del crucificado difería ostensible y radicalmente entre las representaciones de la Alta y las de la Baja Edad Media. En las puertas de la basílica de santa Sabina de Roma, del siglo quinto, el Salvador aparecía como un niño imberbe, de pie, con los brazos extendidos al modo de las representaciones veterotestamentarias anteriormente expuestas, en actitud gloriosa y sin cruz alguna. En la basílica romana de santa Pudenciana, la crux gemmata aparecía flanqueada por el tetramorfos como símbolo de triunfo y proclamando la presencia de Cristo en la Jerusalén celestial. En realidad, fue en Siria donde la imaginería del crucificado se presentó de forma más estrictamente literal, aunque alejada, en un principio, del patetismo posterior de la muerte y de la sangre, tal y como puede constatarse en el evangeliario de Rabula, con un Cristo barbado y de largo cabello, vivo y no sufriente, clavado en la cruz.

En los crucifijos de los primeros y más oscuros siglos del medioevo se exhibiría un cristo (cósmico) glorioso y triunfante, con los ojos abiertos y mirando hacia lo alto del firmamento. Pero fue a partir del siglo once cuando se exacerbaron los detalles relativos a la redención por la sangre, representando un cristo moribundo con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia su lado derecho. Y sería a partir del siglo doce cuando se ciñese en la frente del crucificado la corona de espinas; lo que terminó llenando la imagen de un patetismo tan perturbador que debió sobrecoger y llenar de pavor a los fieles y súbditos de aquella sociedad estamental dominada en gran medida por la Iglesia.

Con ello, en una época tan tardía como el siglo doce, se producía finalmente en la cristiandad el triunfo de las imágenes del cristo sufriente nacido en Oriente frente al cristo gnóstico y resucitado de la sabiduría triunfante. Como explicaba Peter Brown, «la cruz había aparecido en el arte de la antigüedad tardía como un símbolo distante, como un trofeo victorioso romano o como un remoto signo astronómico en el cielo tachonado de estrellas de una bóveda de mosaicos; pero finalmente sustentaba el cuerpo del crucificado a través del pathos de los responsorios sirios de Viernes Santo».

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 645-648.

Tradición Mesopotámica del Siervo Sufriente de Isaías.

El Siervo Sufriente de Isaías, el Dios Tammuz y el Rey Sagrado del arcaico ritual

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Una figura individual con los rasgos de la realeza oriental.

El siervo de Isaías (Ebed Yahvé) ha representado, en la cultura del judaísmo y el cristianismo, una singularizada concreción con forma humana de la figura del chivo. Por lo demás, el Siervo o Justo Sufriente fue una figura arquetípica en todas las culturas del mundo antiguo, bastante poco precisa para nosotros y cuyo significado resulta oscuro y problemático, si lo separamos de la figura arquetípica y las funciones del Chivo Expiatorio. Los Salmos nos ofrecieron una pormenorizada descripción de los sufrimientos de esta figura; si bien el bíblico libro de Job presentaba al más rico y piadoso ciudadano de la tierra de Uz puesto a prueba por la divinidad. De tal manera que, por una suerte de apuesta o extraño «juego» entre Yahvé y Satanás, Job se veía finalmente privado de todos sus bienes materiales y sometido a todo tipo de agravios, humillaciones y desgracias. Y lo más sorprendente del caso era que, cuanto más sumido se veía en el infortunio y la desgracia, más aumentaba su fe y su confianza en Dios, no logrando identificar la naturaleza de los crímenes y las culpas causantes de su desgracia. «¿Cuántas son mis faltas y mis pecados? Hazme entender mi rebelión y mi culpa. ¿Por qué escondes tu rostro, y me consideras tu enemigo?». Job perseveró e insistió ininterrumpidamente en la piedad y en la pureza divinas, dentro de su infinita indigencia, sin hallar respuesta a lo que ocurría a su alrededor, hasta que llegó el momento en que Yahvé, quizá cansado de tanta paciencia y perseverancia, le preguntó iracundo: «¿Desistirá el que contiende con el Todopoderoso? El que argumenta con Dios, que responda a esto». Entonces Job replicó a Yahvé con humildad y le dijo: «He aquí que yo soy insignificante. ¿Qué te he de responder? Pongo mi mano sobre mi boca». Tras lo cual Job se arrepintió de su obstinación echando sobre su cabeza polvo y ceniza, y le fue devuelta la prosperidad y la fortuna.

No es asunto de profundizar aquí en la moraleja ni en el contenido ideológico de un texto bíblico que presentaba una figura a la que no se le permitía ni interrogarse sobre los motivos de la desgracia, y que aparecía con mucha frecuencia en los textos antiguos. Un tema, en definitiva, cuyos orígenes podemos encontrar en un poema sumerio que los expertos titularon El hombre y su dios, cuyo sujeto era también un justo sufriente, víctima de un hado cruel y de un infortunio inmerecidos. «El hado me agarró con su mano y se llevó mi aliento vital», se lamentaba el infortunado; quien finalmente terminaba viendo las puertas de la misericordia abiertas, «ahora que tú, mi dios, me has mostrado mis pecados». Así era como la confesión y el arrepentimiento, de forma parecida a la de Job, hacían que su dios apartase «al demonio del hado» y el suplicante pudiese vivir una vida larga y llena de felicidad. Y algo parecido ocurría en una antigua versión acadia del justo sufriente, de unos cien versos; también anónima y redactada en los años finales del tercer milenio precristiano.

Por otra parte, y «con la excepción de algunas epopeyas y varios mitos mesopotámicos, la narración titulada Ludlul Bel nemeqi («Quiero alabar al Señor de la sabiduría») constituye, hoy por hoy, el poema de carácter sapiencial más largo en lengua babilónica […]. El Ludlul Bel nemeqi intentaba transmitir a los espíritus cultivados la idea de que la felicidad y la desgracia que experimentaban los individuos tenían su origen en los planes divinos, que la pobreza intelectual de los humanos era incapaz de comprender. De ahí que a las desgracias físicas, morales y materiales se les sumase el tormento suplementario de saber que los planes divinos se hallaban tan lejos de los hombres como lo estaba el fondo de los cielos». Un texto más tardío, de época casita, y fechado entre los siglos dieciocho y doce antes de nuestra era, pero con muy claros antecedentes sumerio-acadios también, «recogía un monólogo en el que un justo sufriente hablaba de la humillación y del desprecio que experimenta». Y «mucho más importante que estos últimos era el denominado Poema acróstico (conocido también como Teodicea babilónica o Diálogo de un sufriente con su amigo), texto de casi trescientos versos, que habría que fechar hacia el año mil antes de nuestra era, y en el que conversaban en tono filosófico un hombre afligido y su amigo sobre el problema del mal. Curiosamente, el hombre afligido acabaría aceptando su situación y el amigo atribuirá las injusticias a los dioses».

Por lo que no debe sorprendernos, tras estos antecedentes mesopotámicos, encontrar esta figura del justo caído en desgracia, junto a reflexiones que generalmente giraban en torno a los infortunios de la virtud y a la prosperidad del pecado, en la literatura del antiguo Egipto, en la obra de Platón o en las Escrituras judías. Incluso, Sócrates fue encuadrado dentro del arquetipo del justo sufriente por algunos autores antiguos, entre ellos los primeros padres de la Iglesia. Ésa fue, al menos, la opinión de Justino Mártir cuando afirmaba que «Sócrates, con razonamiento verdadero […], había intentado apartar a los hombres de los demonios; pero éstos habían logrado por medio de hombres perversos que se gozan en la maldad, que fuera también ejecutado como ateo e impío, alegando contra él que introducía nuevos demonios. Y lo mismo intentan contra nosotros». Incluso, para algunos autores modernos, como Werner Jaeger, la muerte de Sócrates habría sido la de un mártir condenado por una noción más pura de la divinidad: «Se trataba del prototipo del Justo Sufriente, un verdadero typos, como algunas figuras del Antiguo Testamento que parecían señalar la venida de Cristo».

A través de la muerte de Sócrates nos encontramos ya con la ejecución y la muerte del justo (el siervo), que, sin embargo, no podemos equiparar con el agente expiatorio de los males de la comunidad, cuya ejecución devolvía el orden y la paz social; algo parecido a lo que ocurría con el justo sufriente que Platón nos presentaba en la República. Pues «ellos dirán que el justo, tal y como hemos presentado, será azotado y torturado, encarcelado, se le quemarán los ojos, y tras padecer toda clase de castigos, será empalado [crucificado]». En otro orden, sin embargo, la función cúltica del Chivo Expiatorio nos conduce, invariablemente, a la descripción del Siervo Sufriente del Deuteroisaías, presente en cuatro cánticos redactados por influencia babilónica, donde el justo sufría, resultaba humillado y moría en beneficio de los pecados, las transgresiones y las culpas la comunidad. Es decir, nos encontramos ya ante una categoría diferente a la representada por los arquetipos del justo infortunado, reflexivo, moralizante e interrogador; puesto que aquí aparecían ya unidos los rasgos de la figura representada por Job con las características del Chivo Expiatorio de una extensa tradición que hemos concretado en Babilonia y en el Mediterráneo oriental. Digamos que la figura del justo, o Siervo o Justo Sufriente, adquiría una dimensión mucho más elaborada y clara cuando su significado aparecía unido a la muerte del Chivo Expiatorio, tal y como exponía el texto de Isaías:

Ciertamente él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Nosotros le tuvimos por azotado, como herido por Dios, y afligido. Pero él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados. El castigo que nos trajo paz fue sobre él, y por sus heridas fuimos nosotros sanados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino. Pero Jehovah cargó en él el pecado de todos nosotros. Él fue oprimido y afligido, pero no abrió la boca. Como un cordero, fue llevado al matadero; y como una oveja que enmudece delante de sus esquiladores, tampoco él abrió su boca. Por medio de la opresión y del juicio fue quitado [asesinado].

Jeremías, por su parte, el profeta anunciador de una nueva alianza entre la casa de Israel y la casa de Judá, recuperaba y ofrecía un marco de referencia claro a la figura del Cordero:

Pero yo era como un cordero manso que llevan a degollar, pues no entendía que contra mí maquinaban planes diciendo: “Eliminemos el árbol en su vigor. Cortémoslo de la tierra de los vivientes, y nunca más sea recordado su nombre.”

No hay duda de que, a simple vista y en una primera lectura, lo que el texto de Isaías evocaba eran las funciones expiatorias del chivo. Si bien, en contra de las interpretaciones tradicionales e ideologizadas, y muy particularmente de la visión de la Iglesia, Widengren fue mucho más lejos al entender que el término «Siervo de Yahvé» había sido un título propio de la antigua realeza israelita. «De aquí que el siervo no fuese sino el Rey Sagrado —reconocía el investigador sueco—. La descripción de los sufrimientos del siervo concordaba en cierta medida con el ritual babilónico de la fiesta del año nuevo y con la humillación cúltica del rey. Por otra parte, se daban bastantes concordancias entre los padecimientos del siervo y los de Tammuz en el mundo inferior». Widengren asoció, como vemos, al Siervo Sufriente conducido al matadero con el dios mesopotámico Tammuz, en tanto que también éste había sido el cordero en poder del mundo inferior. «El siervo venía descrito como el rey, que representaba en su persona al pueblo entero y que, como víctima por la culpa, padecía por las transgresiones de toda la comunidad. Fenomenológicamente, se trataba del mismo nivel que el tipo de dioses que padecían y morían como víctimas expiatorias por los pecados y transgresiones de los demás». Como expresaba este mismo autor en otra de sus obras con admirable lucidez, «el rey davídico era el Siervo de Yahvé, que durante las fiestas de año nuevo era presentado como el siervo doliente. Era el mesías de Yahvé, pero en esta ocasión era el mesías humillado. Y lo cierto es que nos hallamos aquí ante una humillación ritual del rey davídico, que en principio no era distinta de la que sufría el rey babilónico en las análogas fiestas de comienzos del año».

Un «individuo» que, además, sufría por los pecados de la nación.

Desde los trabajos de Gressmann y de Cheyne, entre otros, se viene insinuando que la figura del Siervo de Dios fue antiguamente un dios salvador asesinado, cuya naturaleza divina y rasgos característicos desaparecieron con las alteraciones posteriores de los profetas. «Se trataba de una figura que emparentada con el dios Tammuz de los babilonios, y lo más probable es que fuese el mismo Hadad-rimón. […] Pero no olvidemos que el servidor de Dios era, por encima de todo, un personaje mesiánico, del que se decía que fue elevado delante de Yahvé “como débil retoño, como raíz que surgía de la tierra seca”».

Por lo que no hay que confundir al Siervo de Isaías con el pueblo de Israel, como frecuentemente se ha hecho y se hace desde ciertos ámbitos académicos completamente ideologizados. Resulta de todo punto evidente que, a lo largo del pasaje de Isaías, el Siervo Sufriente era descrito como una figura individual relacionada con el pueblo; una entidad interpretada habitualmente a través de tres referentes independientes y aparentemente inconexos: el pueblo de Israel, por una parte, entre la mayoría de los investigadores y exégetas; un símbolo inconcreto, por otra, entre algunos pocos; y, finalmente, la figura de un Rey davídico, de acuerdo a una reducidísima minoría de estudiosos. Pero lo cierto es que la figura sufriente de Isaías podría responder perfectamente a estos tres órdenes de interpretación, siempre y cuando se estableciese un riguroso orden hermenéutico. Primeramente y ante todo el siervo era un símbolo, un signo que hacía referencia al sufrimiento y a la muerte del Rey, que, a la vez, representaba y salvaba con su sufrimiento a todo el pueblo de Israel.

No hay indicio alguno de alegoría colectiva ni ninguna clave que nos permita descubrir en el texto de Isaías referencias al pueblo elegido sin más. Widengren se preguntaba «¿cómo podría una colectividad, Israel, cumplir la tarea de soportar un sufrimiento vicario por Israel? ¿Quiénes serían entonces los “nosotros” de quienes se dice que eran beneficiarios de los dolores del Siervo? Se ha dicho que hay en ello una perspectiva universalista, pero esto resulta muy difícil de probar. Parece, por consiguiente, más probable que el siervo fuese un individuo, descrito con rasgos regios, que sufría en el culto por los pecados de su pueblo. Ésta podría ser la interpretación personal del mismo profeta».

Ciertamente, la herencia cultural de la ideología real mesopotámica explicaba los sufrimientos y la muerte del Siervo, pero no estaba tan claro el carácter vicario que su humillación adquiría en relación a los pecados del pueblo y de la nación; por lo que hemos de suponer que el profeta enlazó y fundió los rasgos de los ritos del Sacrificio del Rey Sagrado primigenio con el lenguaje y la ideología de los sacrificios expiatorios posteriores, lo que no era nuevo en el Medio Oriente. La muerte de la deidad humana (el Rey) de los cultos de la fertilidad y de los ritos de regeneración cosmogónica y cosmológica se fusionó, sin duda, dentro de algunas líneas de evolución cultural, con la víctima expiatoria que acumulaba en su muerte todo el mal de la tribu o de la nación; inmundicia moral y pecado que, en última instancia, solo podía eliminarse con el asesinato y la destrucción del portador de los males de la comunidad.

Comparando el ritual del Día de la Expiación (Yom Kipur) con la función atribuida al siervo de Isaías encontramos una diferencia muy significativa. En Levítico 16, la víctima expiatoria por el pecado del pueblo no era el rey mismo, sino una víctima sustitutoria representada por dos individuos de la misma especie animal: el macho cabrío sacrificado por el pecado y el chivo que transportaba las culpas al desierto de Azazel. «En cambio, en Isaías era la propia persona del siervo (una variante del Rey Sagrado) quien se presentaba como víctima por la culpa, gracias a la cual resultaba expiado el pecado del pueblo». Exactamente lo mismo que ocurría en el relato evangélico con el destino de Jesucristo (Rey Sagrado y Chivo Expiatorio sacrificado y muerto frente a Barrabás: dos transposiciones literarias, Cristo y Barrabás, de la doble figura del chivo), anunciado con toda claridad por el sumo sacerdote Caifás cuando proclamaba su famosa sentencia: «Vosotros no sabéis nada; ni consideráis que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y que no perezca toda la nación». «Pero esto no lo dijo de sí mismo [como sacerdote supremo y Rey Sagrado de Judea]; sino que, como era el sumo sacerdote de aquel año, profetizó que Jesús debía morir por la nación». Todo esto reviste tal importancia en lo relativo a la fundamentación de la trama evangélica que el texto de Juan reiteraba en una segunda ocasión, siete capítulos más adelante: «Caifás era el que había dado consejo a los judíos de que convenía que un hombre muriese por el pueblo».

Pero hay que tener mucho cuidado para no confundir, de manera anacrónica, los planos del Antiguo y del Nuevo Testamento en lo que se refiere a la vitalidad y transcendencia de sus figuras. En el Nuevo Testamento, a pesar de sus contradicciones, todo parecía estar planificado y estudiado; digamos que no había cabos sueltos, como ocurría en las Escrituras hebreas… Hay que ser meticulosos, por tanto, y no desvirtuar los elementos en los que se movía el judaísmo del Segundo Templo; las influencias helenísticas de los últimos tiempos del periodo y los elementos judeo-paganos (y marginales) que conformaban el primer «cristianismo» apocalíptico. El sumo sacerdote que apelaba al sacrificio vicario de Cristo lo hacía, en las páginas del Nuevo Testamento, inspirado por la pluma del evangelista en figuras muy dispares del Antiguo, pero literariamente integradas en el Nuevo, como ocurría con el Mesías, el Siervo Sufriente, el Cordero Pascual o el Hijo del Hombre de Daniel; pero cuya pasión, muerte expiatoria y resurrección rezumaba, a pesar de su judaísmo, sangre mistérica por todas y cada una de sus llagas: «Yo soy la resurrección y la vida, y el que cree en mí, aunque muera, vivirá». Asunto éste de la resurrección individual que no encontramos ni en las Escrituras, ni en el judaísmo normativo, ni en el judaísmo helenizado de la diáspora, ni en los textos de Qumrán, ni en ninguna de las sectas marginales, donde no hubo expiación posible fuera de los textos antiguos (el siervo de Isaías y las oscuras evocaciones de Zacarías a Hadad-rimón) y de los cauces «legales» establecidos en el Levítico; y donde no hubo tampoco jamás ninguna referencia a la resurrección de un hombre o una divinidad. De la misma forma, los distintos judaísmos del Segundo Templo carecieron de la noción de muerte vicaria en su literatura, si exceptuamos un pequeño y fragmentario texto de Qumrán y los lejanos ecos del Siervo Sufriente de Isaías.

Tanto en su contexto histórico herodiano, como en sus orígenes mitológicos, la noción de muerte vicaria (lo mismo que la idea de resurrección individual, fuera del contexto apocalíptico y escatológico del fin del mundo) fue un fenómeno de considerable influencia grecorromana, que apareció por primera vez con Pablo de Tarso: una componente esencial del misticismo heredado, entre otros orígenes, del primitivo espíritu mesopotámico (Tammuz), y filtrado, en parte (y no de forma expresa), en la ideología del siervo de Yahvé, si hacemos caso a la interpretación que Widengren hizo de esta figura sufriente de Isaías.

Así, dentro de la relativa claridad que aportan al respecto las páginas de las Escrituras judías, podemos afirmar que la práctica totalidad de los sacrificios realizados en Jerusalén tras la revolución macabea estuvieron destinados, de manera exclusiva, a la purificación del templo. Los sacrificios expiatorios estaban prescritos sólo para las faltas inadvertidas, más o menos graves; pero no para los las culpas plenamente advertidas, para las que no había posibilidad de redención a través del sacrificio. Éstas solo podían ser perdonados por el arrepentimiento interior y por su envío simbólico al desierto a través del chivo expiatorio, que cargaba con la inmundicia del pueblo el gran Día de la Expiación. De tal manera que «cuando haya acabado de hacer expiación por el santuario, por el tabernáculo de reunión y por el altar, hará acercar el macho cabrío vivo. Aarón [el sumo sacerdote] pondrá sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo y confesará sobre él todas las iniquidades, las rebeliones y los pecados de los hijos de Israel, poniéndolos así sobre su cabeza. Luego lo enviará al desierto por medio de un hombre designado para ello. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí, a una tierra inhabitada, todas las iniquidades».

En el ritual de la expiación judía de época tardía se producía un llamativo reparto de papeles entre Yahvé y Azazel, a quienes correspondía por ley su respectivo macho cabrío, que se ofrecían a suertes. Como ya hemos dicho, el de Yahvé terminaba siendo sacrificado y el de Azazel, en cambio, después de haberle sido transferidos por el sumo sacerdote todos los pecados, era enviado vivo al desierto y abandonado allí a su suerte o despeñado. «¿A quién queréis que os suelte? ¿A Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo?», pregunta Pilatos en el evangelio de Mateo. De esta forma, mientras la doble figura del chivo expiatorio del Levítico, filtrada en el relato evangélico, ponía de relieve un grado de evolución y refinamiento muy importantes en las prácticas del pueblo judío, el cordero pascual del cristianismo (identificado por la Iglesia con el Siervo Sufriente) nos transportaba a la lejana prehistoria de una «Pascua» cósmica y salvaje (el Año Nuevo), cuyos sacrificios humanos habían sido proscritos y denunciados enérgicamente por los profetas muchos siglos antes.

«La idea era que [el Siervo Sufriente] “Ebed Yahweh”, el “rey mesiánico”, que en su persona representaba a todo Israel, era sacrificado como víctima expiatoria. Y, a poco que avancemos, damos un salto en el tiempo y llegamos a la concepción cristiana del sacrificio expiatorio», que culminaba y redondeaba el retorno al arcaico mito en el texto de Hebreos.

Cristo, el sumo sacerdote […] entró de una vez para siempre en el lugar santísimo, logrando así eterna redención, ya no mediante sangre de machos cabríos ni de becerros, sino mediante su propia sangre.

El Siervo de Yahvé (el Rey que se sacrificaba por la nación) era ya en la época helenística un anacronismo incomprensible desde el punto de vista de las prácticas del judaísmo normativo. Pero la muerte de Cristo fue considerada, sin embargo, por la Iglesia como un sacrificio de purificación y expiación inspirado en la figura de Isaías. Un sacrificio por la culpa y el pecado que mantenían presos en «las transgresiones del primer pacto» a quienes no habían sido llamados por el camino de la nueva alianza, y que tiempo después quedaría todo ello ampliado y definido a través del pecado original. «La carta a los Hebreos concebía a Cristo al mismo tiempo como sacrificador y como víctima: el sumo sacerdote [como Melquisedec], que se ofrecía a sí mismo en sacrificio. […] Y el hecho de que Jesús fuese a la vez el sacrificador y la víctima, nos remitía al Rey Sagrado». Rasgos todos ellos que se perfilaron en una construcción ideológica tardía, del siglo segundo, en torno a las imágenes del Cordero degollado y de la muerte expiatoria del Siervo de Yahvé, como alegorías de la redención de la humanidad por la sangre y el sacrificio del Hijo. Pues, como señaló Rudolf Bultmann, la interpretación mesiánica de Isaías 53 fue descubierta en la Iglesia cristiana y no de manera inmediata: «Solo a partir de Hechos 8.32ss, de 1 Pedro 2.22-25 y de Hebreos 9.12,28 aparecía el Siervo de Dios doliente de Isaías con seguridad y claridad en la interpretación cristiana».

Efectivamente, como reconocía Bultmann, la asimilación de la figura del Siervo Sufriente dentro de la doctrina redentorista de la Iglesia fue muy tardía, como demostraron los textos en los que quedó plasmada en el Nuevo Testamento. Y, al parecer, tampoco fue una idea original de los obispos y de los teólogos romanos, ya que el judaísmo de finales del siglo segundo y de principios del siglo tercero, tras las sucesivas derrotas en las guerras con los romanos, comenzó a identificar la figura del Mesías con la del Siervo de Isaías que cargaba con los pecados y las culpas de la nación (del mesías hijo de José que moría en la batalla escatológica). Aunque ciertamente, esta concepción judía de un mesías sufriente (asociado a la figura de Isaías) no fue tan antigua como ha pretendido, entre otros, Daniel Boyarin, pues, salvo pequeños fragmentos en los textos de Qumrán, no hay documentos que atestigüen en la tradición anterior judía un mesías atribulado por el sufrimiento expiatorio y el dolor. Pero sí puede probarse claramente en la literatura rabínica del siglo tercero en obras como el Talmud de Jerusalén y el Talmud de Babilonia, o en ciertos comentarios previos del rabino José el Galileo. De lo que no hablaron jamás los distintos judaísmos, si exceptuamos a Pablo de Tarso, fue de la resurrección del Mesías de Israel…

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 191-198.

El Siervo y el Cordero. Redención católica Vs. Salvación cristiano-gnóstica.

La redención católica por la sangre del Siervo Sufriente y del Cordero de Dios. Consecuencia de la fabulación e «historización» eclesiástica del mito gnóstico cristiano.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Cristianos: Sangre católica frente al Espíritu del gnosticismo.

El cordero, como ya hemos visto, fue el paradigma de sustitución sacrificial en el mundo mesopotámico, y no solo entre los israelitas. En un texto bilingüe de la biblioteca de Asurbanipal se dice que el cordero sustituía al hombre, quien lo ofrecía (a la divinidad) en lugar de su propia vida o la de sus primogénitos. Hemos visto que la fuerza solidaria y reconciliadora de la sangre estuvo presente en todos los ritos sacrificiales del mundo antiguo: la sangre, símbolo de vitalidad y energía, ofrecía la vida y propiciaba los favores de las energías cósmicas o de los dioses. Pero, en los textos bíblicos redactados con posterioridad al cautiverio de Babilonia, la divinidad israelita, a quien habían sido consagrados en otro tiempo los primogénitos (engendrados en el templo, según la tradición semita), terminaba renunciando a la exigencia de sus derechos en forma de sacrificio humano para aceptar el sacrificio de una víctima animal. Digamos que el ritual del sacrificio humano quedaba aplacado ante la divinidad por la muerte de una víctima sustitutoria: el Cordero; y de aquí también la prescripción veterotestamentaria: «Rescatarás a todo primogénito varón de tus hijos». «Sin embargo, en su forma directamente atestiguada, el sacrificio pascual fue sobre todo un banquete sacrificial». Un banquete en el que «el sacrificio y la comida del cordero representaba una comunidad de mesa con el dios o con el miembro divino del grupo cúltico; en cambio, estos ritos no contenían ningún tipo de participación mística con la divinidad. Esto solo lo encontramos en los casos en los que la víctima del sacrificio es concebida como la misma divinidad».

Por lo que vamos a ver con bastante claridad en esta obra que en el cristianismo de la Iglesia se recorría el camino inverso al itinerario narrado en las Escrituras judías. El camino que transcurría en el judaísmo tradicional desde el sacrificio de los primogénitos a la muerte del Cordero que instauraba la Pascua, justo antes del comienzo del Éxodo, se desandaba en la «ortodoxia» cristiana de la Iglesia, para, en sentido inverso, retornar desde el Cordero, como símbolo del Cristo del cuarto evangelio, a la muerte del hombre-dios y al banquete de comunión mística con el cuerpo de la divinidad; es decir, la Iglesia terminaba otorgando un valor supremo al arcaico y salvaje rito de la muerte del Rey Sagrado y a la mística caníbal propiciada por el banquete de sus despojos.

Evidentemente, en el judaísmo tradicional el chivo expiatorio y el cordero conformaban dos ritos con funciones completamente diferentes, celebrados en fechas también diferentes: el primero tenía carácter expiatorio y redentor de las culpas y pecados, mientras el segundo era un rito pascual (banquete) de conmemoración de la salida de Egipto. Pero no ocurría lo mismo en el cristianismo de la Iglesia, donde, debido al carácter redentor del pecado que ofrecía la salvación del Mesías e Hijo de Dios, la muerte del cordero aparecía como un caso típico e indiscutible de asesinato ritual del chivo que cargaba con los pecados de la comunidad. Si bien, como reconocía René Girard, «nunca recurría el Nuevo Testamento a la expresión “chivo expiatorio” para designar a Jesús como víctima inocente de un apasionamiento mimético. Y es cierto, pues disponía de una expresión semejante y superior a la de «Chivo Expiatorio»: la de «Cordero de Dios». Una expresión que eliminaba los atributos negativos y antipáticos del chivo y, por ello, se ajustaba mejor a la idea de la víctima inocente injustamente sacrificada». De esta forma, y siguiendo la clasificación formal establecida por Girard, la expresión «chivo expiatorio» designaría, en primer lugar, a la víctima del rito judío descrita en el Levítico; en segundo lugar, a todas las víctimas de ritos análogos de las sociedades arcaicas, encuadradas en los ritos de exorcización o expulsión (donde incluimos el asesinato de Cristo presentado como Cordero), y, por último, de escaso interés en esta obra, todos los fenómenos de transferencia colectiva no ritualizados que observamos a nuestro alrededor en la vida cotidiana.

Hemos de reconocer que, más allá de su significado en el Éxodo, la imagen del cordero, como sacrificio de la realeza, aparecía con carácter descriptivo en el texto de Isaías en el que hablaba del Siervo de Yahvé. Denominación y significado que se hacían presentes también en Jeremías como símbolo de inocencia y candor:

Pero yo era como un cordero manso que llevan a degollar.

Ciertamente, la mitología de la redención del cristianismo de la Iglesia encierra un indudable arcaísmo, el del Rey Sagrado en funciones de Chivo Emisario, que se mitigaba y dulcificaba a través de la imagen del Cordero, y que muy tardíamente encontró su razón de ser y su justificación escrituraria en el Siervo Sufriente de Isaías. Se trataba de una anacrónica reedición, desde el punto de vista del judaísmo normativo, de la muerte del Siervo de Yahvé, relacionado con el arquetipo sufriente de las antiguas deidades de la fertilidad y presente en las religiones de misterio grecorromanas, cuya ideología penetró sin duda en sectores marginales del judaísmo. Según Carl G. Jung, el arquetipo del dios redentor es antiquísimo («en realidad desconocemos cuán antigua es esta idea») y el cristianismo no presenta, en este sentido, ninguna novedad al respecto: «El Hijo el Dios revelado, que voluntaria o involuntariamente se ofrendaba, en cuanto hombre, a fin de que pudiese surgir un mundo o a fin de que el mundo fuese redimido del mal, se encontraba ya en la filosofía Purusha de la India, así como también en la imagen del Protanthropos Gayōmart en Persia. Gayōmart, como hijo del dios luminoso, era sacrificado a las tinieblas y debía ser liberado nuevamente de éstas para redimir el mundo. Era el prototipo de las figuras gnósticas del Salvador y de la doctrina del Cristo Redentor de la humanidad».

En el mismo sentido se manifestaba la teósofa Helena P. Blavatsky a finales del siglo diecinueve, cuando ilustraba el posible e hipotético origen del dogma cristiano de la redención en el bautismo de sangre de los hierofantes de los templos del antiguo Egipto. En el valle del Nilo no se trataba, según esta autora, de reparar la «caída del hombre» del Edén, como ocurría en la doctrina de la Iglesia, sino de expiar las culpas pasadas, presentes y futuras de «la ignorante y mancillada humanidad». «Al arbitrio del hierofante estaba ofrecerse él mismo en holocausto por la raza humana en el altar de los dioses con quienes esperaba reunirse, o bien sacrificar una víctima animal. En el primer caso, dependiendo por completo de su libérrima voluntad, transmitía el hierofante en el supremo trance del “nuevo nacimiento” la “palabra sagrada” al iniciado, quien al recibirla debía herir con su espada de sacrificador al sacerdote».

Dentro del Antiguo Testamento, ya lo hemos visto, la más alta expresión de la redención de los pecados y las culpas de la comunidad por el sacrificio de un ser humano se encontraba en la figura del Siervo Sufriente, a quien la Iglesia ofreció un estatus mesiánico ya sucedido y de profecía autocumplida en los textos del Nuevo Testamento.

«Jehovah cargó en él el pecado de todos nosotros. Él fue oprimido y afligido, pero no abrió su boca. Como un cordero, fue llevado al matadero».

De la misma forma, la Iglesia ofreció carácter profético y sustento argumental a otro texto del primer Isaías:

«El Señor os dará la señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel. Él comerá leche cuajada y miel, hasta que sepa desechar lo malo y escoger lo bueno».

Pero la mitología del Deuteroisaías, en particular la referida al Siervo de Yahvé y su imagen del Cordero, como supremo ejemplo de sacrificio, formaba parte de una ideología arcaica, caduca y prácticamente extinguida dentro de los siglos finales del judaísmo del Segundo Templo. El Mesías debía ser un rey triunfador de la casa de David; incluso, podía ser una figura celeste o preexistente (sentada a la derecha del Padre), como ocurría en ciertas sectas apocalípticas del siglo primero antes de nuestra era, herederas de la ideología del Libro de Daniel. Y más aún: los textos de Qumrán anunciaban también la llegada de un mesías (sacerdotal) que podía proporcionar el perdón de los pecados. En uno de los textos del Mar Muerto, el Documento de Damasco, se anunciaba que las leyes en él contenidas solo poseían valor hasta la llegada del Mesías; y que éste podría proporcionar a los miembros de la comunidad la posibilidad de obtener un perdón superior al que podía lograrse por medio de las ofrendas de alimentos o por los sacrificios expiatorios tradicionales. Este mesías sacerdotal era muy probablemente una figura heredera del mesías Josué-Jesús, anunciado en el Libro de Esdras y conocido como el mesías sacerdotal de Zacarías, y quién sabe si inspirado en el personaje veterotestamentario Josué-Jesús, hijo de Nun y representado por el pez.

Pero difícilmente podía concebirse en la Judea del siglo primero (antes o después del cambio de era) un mesías muerto en expiación por los pecados y las culpas de la comunidad, y menos aún un mesías muerto y resucitado; por más que ciertos investigadores se empeñen, cada cierto tiempo, y de manera infructuosa, en invalidar el carácter tardío (muy avanzado el siglo segundo) de la ideología redentorista y sufriente del monstruoso sacrificio del Mesías-Cristo creado por la Iglesia. Uno de esos malogrados empeños fue el llevado a cabo hace unos años por el famoso librito de Israel Knohl, cuyo autor, apoyado en meras conjeturas y algunos textos de los manuscritos de Qumrán, creyó desbancar la propuesta de Bultmann según la cual la ideología del Siervo Sufriente aplicada al Mesías había sido una construcción muy tardía de la Iglesia. El profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén formuló una hipótesis sensacionalista y de gran impacto mediático, pero incapaz de demostrar fehacientemente la existencia de un mesías judío muerto y resucitado antes de la construcción que la Iglesia situó en el siglo primero. Y lo mismo ocurrió unos años antes, cuando en los años noventa del siglo pasado comenzaron a difundirse ampliamente, en medios de masas, las traducciones de los manuscritos del Mar Muerto. Buen ejemplo de lo que decimos lo constituyó la polémica desatada en el New York Times en torno a un mesías sufriente y crucificado, originada por una mala traducción de Robert Eisenman y Michael Wise de un fragmento de 4Q285, y que finalmente quedó invalidada por los investigadores.

Ni en los textos de Qumrán, ni en los apócrifos intertestamentarios, ni en los textos de la Tanaj hebrea, si exceptuamos al Siervo de Isaías, aparece la noción de muerte vicaria de un hombre como redención de los pecados y las culpas de los miembros de una comunidad; mucho menos aún la muerte de un dios; y menos todavía la resurrección de un dios-hombre independiente del contexto apocalíptico de la resurrección de los justos en el fin de los tiempos. Lo que encontramos es tan solo la excepcional ascensión al cielo de figuras vivientes como Henoc, Elías, Isaías, etc. Por el contrario, lo que sí aportaron los textos de Qumrán, junto a las sorprendentes funciones del mesías sacerdotal (Josué-Jesús), fueron los incontestables rasgos del mesías divinizado del texto 4Q246; exactamente igual que sucedía en la literatura intertestamentaria con Henoc, Esdras, Baruc, etc. Todo lo cual respaldaba y aportaba indudable solidez al contexto histórico (la de un judaísmo helenizado, multiforme y abierto al misticismo, que debió contemplar con estupor la segunda destrucción del Templo de Jerusalén) en el que nuestra tesis sitúa el gran impulso del Cristo del gnosticismo y, más tarde, del Cristo de la Iglesia.

Tan cierto como que la Iglesia convirtió al héroe del Nuevo Testamento, surgido de la urdimbre de la literatura apocalíptica y del protognosticismo, en un arcaísmo asociado al Siervo de Yahvé en el que se abandonaba la salvación de carácter gnóstico por la redención del pecado a través de la sangre del Cordero. Como vamos a ver a lo largo de esta obra, el mito de Cristo presentó muy diferentes rasgos, dependiendo de si hablamos de los mesías y ungidos (cristos) de la literatura apocalíptica; de si hablamos del Cristo-Mesías de transición de las cartas del protognóstico Pablo de Tarso; de si nos referimos al Cristo del gnosticismo o de si aludimos al Cristo de la Iglesia. En este sentido, la figura central del cristianismo que hemos heredado representa, muy particularmente en la obra de Pablo de Tarso, un mito eminentemente salvífico, pero formalmente híbrido, que recoge los esquemas de cierta misteriosofía judía fuertemente helenizada, por un lado, junto a indiscutibles elementos de la literatura intertestamentaria; y, por otro, el mito del salvador gnóstico de la escatología zoroastriana, derivado sin duda de la ideología sapiencial y apocalíptica, que descubriremos más adelante. Esto es así porque, si exceptuamos determinadas insinuaciones (Romanos. 3.25; 5.8; 1 Corintios. 15.3; Gálatas. 3.13) en ninguna de las otras epístolas paulinas consideradas auténticas se anuncia de forma clara y expresa el significado redentor de la muerte vicaria en la cruz; ni tampoco se dice que el objetivo exclusivo de la muerte del Mesías-Cristo hubiese sido la redención del pecado. Todo esto, como decimos, forma parte de una construcción ideológica muy tardía de la Iglesia; tal y como deducimos de un pasaje del profesor José Montserrat, altamente elocuente del grado de indeterminación en que se desarrolló el cristianismo de finales del siglo primero y de la primera mitad del siglo segundo en relación al dogmatismo posterior: «Pablo, bajo la indudable influencia de las religiones soteriológicas del mundo helenístico, percibía y sentía el valor humano y religioso de la muerte en suplicio de Jesús. Pero no acertaba a elevarla a una única interpretación. La explicaba como sacrificio pascual (1 Corintios. 5.7), como sacrificio de purificación (Romanos. 6.6,7) o de expiación (Romanos. 3.25), incluso como sustitutivo (Gálatas. 3,13). En una ocasión Pablo parecía entender [incluso] que la cruz había sido el precio pagado al diablo por la liberación del hombre (1 Corintios. 2.8). Y esta indecisión se debía a que la muerte en la cruz era un hecho no esencial en la dinámica religiosa objetiva del cristianismo de los orígenes, cuya predicación fundamental era el carácter mesiánico de Jesús en virtud de su resurrección [salvación]».

Las escuelas alejandrinas judías no conocieron el dogma de la redención, ni tampoco Tertuliano habló de la redención por la sangre, ni los primeros padres de la Iglesia pusieron el asunto en discusión. El filósofo judío Filón de Alejandría se limitó a exponer simbólicamente la caída del hombre, y Pablo de Tarso y Orígenes consideraron la «caída» como una mera alegoría que reparaba la venida de Cristo. Fue a partir de la segunda mitad del siglo segundo y del dogmatismo cristiano posterior al siglo cuarto, cuando la Iglesia reinterpretó en términos de redención por la sangre la doctrina paulina; y en términos de pecado el episodio del paraíso en el que aparecían Adán y Eva junto a la serpiente; a raíz de cuyo pasaje, y probablemente sobre la base de la tradición órfico-pitagórica, se patentó la noción de pecado original, que diferenciaba, entre otras cosas, la «redención» del Cristo de la Iglesia de la «salvación» del Cristo de las diferentes corrientes del gnosticismo cristiano. Un contexto en el que la última palabra la ofrecería a finales del siglo cuarto y principios del quinto el neoplatónico y antiguo maniqueo Agustín de Hipona, quien redescubriría y daría nuevo sentido a la noción de «culpa originaria», que diez siglos antes habían tímidamente intuido los misterios órficos de la Grecia arcaica, y cuya antigua noción aparecía también en la religión persa de Zoroastro y en la primitiva religión de la India. Mircea Eliade asociaba la idea de culpa originaria del hinduismo a la noción de karma, heredera de las doctrinas de la reencarnación y la metempsicosis; por lo que la culpa de origen, en este contexto, vendía a ser una especie de «deuda» contraída en vidas anteriores; algo que, sin embargo, carecía de todo sentido en la dogmática de la Iglesia.

Vemos, por tanto, que la idea de redención venía manifestándose desde los albores de las primeras culturas agrícolas, haciéndose patente a través de los distintos sacrificios expiatorios sangrientos; lo mismo que la noción de «pecado original» o culpa originaria, que aparecían unidos en ocasiones a la idea de expiación-redención. Se trataba de un viejo mito enraizado en lo más profundo del psiquismo humano, que vemos aflorar en religiones precristianas y en cultos muy antiguos. En el orfismo griego, por ejemplo, se mantenía la idea de que el alma estaba encerrada en el cuerpo material como en una prisión, como castigo a un pecado muy antiguo que habían cometido los antecesores de los hombres.

Y el pecado y la culpa primigenia no eran sino aquella «herida» producida en los orígenes del mundo por el despedazamiento de Dioniso a cargo de los Titanes y la muerte de éstos, fulminados por el rayo de Zeus; de cuyas cenizas, mezcladas con el barro, habían nacido los hombres. No hay que olvidar que el mito de Dioniso-Zagreo había sido reinterpretado por los griegos como una verdadera antropogonía y una teoría antropológica del pecado original y de la redención. Los hombres habían nacido de las cenizas de los Titanes que habían devorado a Dioniso; por consiguiente, los seres humanos eran impuros, como aquellos de quienes procedían. Así es que arrastraban, generación tras generación, la culpa primigenia de ese monstruoso crimen originario. Pero no hay que olvidar que, por el contrario, las cenizas de los Titanes de las que habían surgido los humanos contenían el destello de luz del ser divino asesinado al que habían devorado e ingerido; por lo que una chispa divina, procedente de Dioniso, anidaba en el interior de cada uno los hombres.

Pero si recopilamos y volvemos al terreno eclesiástico, observamos que en Pablo de Tarso aparecían las primeras y débiles insinuaciones del carácter vicario de la muerte en la cruz; el cuarto evangelio, por su parte, que presenta tres niveles de redacción diferentes, según los especialistas, identificaba el mito de Cristo con el Cordero pascual; y el Apocalipsis, un texto enteramente rechazado por la Iglesia oriental, hizo del Cordero y de su sangre (Agnus Dei) la figura central de la revelación. Toda la carga ideológica «sanguinaria» y «redentorista» aparecería en las cartas deuteropaulinas (Hebreos, particularmente) y en otras cartas del Nuevo Testamento redactadas en el siglo segundo por seguidores de la Iglesia. Frente a lo cual, hemos de reiterar que la cultura tradicional del judaísmo normativo de los tiempos del Segundo Templo (incluso la cultura marginal judía alejada del Templo) fue sin duda incapaz de entender la muerte de una divinidad; y mucho menos aún la resurrección aislada e individual de un dios al que le terminaron haciendo un hueco dentro de las coordenadas materiales de la historia.

Lo cierto es que, a través del probable injerto órfico de la culpa originaria en el arcaísmo expiatorio del Siervo Sufriente de la Iglesia (el Codero), pudo ofrecerse un sentido definitivo y diferenciado del Cristo gnóstico que, ahora, en manos de los obispos, basculaba todo su significado en la muerte expiatoria, la humillación, el sufrimiento y la sangre del Hijo de Dios. Pues «comenzaba a estar claro» que Cristo, el Cordero, se había encarnado y había aceptado el castigo vicario de la muerte en la cruz como expiación y redención de los pecados del mundo, muy particularmente el que arrastraba la humanidad desde la «caída» de Adán. Una alegoría, en definitiva, la de «la expulsión del paraíso» y la de la «caída» con la que el platonismo medio y el protognosticismo explicaban la caída del alma en el mundo tenebroso de la materia. Pero que los padres de la Iglesia, extrapolando el significado alegórico de los textos paulinos, interpretaron en un sentido meramente literal.

La Enciclopedia Católica es altamente elocuente al respecto cuando afirma expresamente que fue Ireneo de Lyon «el primero» en percatarse de la «gran diferencia» que representaba el cristo de la Iglesia frente al resto de los cristos del gnosticismo: «Mientras que los Padres Apostólicos y el apologista San Justino Mártir se limitaban a repetir la doctrina bíblica de la muerte sacrificial de Cristo, Ireneo fue el primero de los primeros Padres que consideró el sacrificio de la cruz desde la perspectiva de una “satisfacción vicaria” (satisfactio vicaria). Esta expresión, sin embargo, no entró en uso frecuente en los escritos eclesiásticos durante los primeros diez siglos. Ireneo hacía hincapié en el hecho de que solo un dios-hombre podía lavar la culpa de Adán, en que Cristo realmente redimió a la humanidad mediante su sangre y ofreció “su alma por nuestras almas y su carne por nuestra carne”». Efectivamente, la Enciclopedia Católica tiene razón cuando afirma que la expresión de Ireneo de Lyon «no entró en uso frecuente durante los diez primeros siglos», ya que no fue hasta la obra de San Anselmo (1034-1109) en que la muerte de Cristo en la cruz adquirió un carácter forense y el crucifijo, con toda su carga patética, sanguinolenta y dramática, se generalizó en el arte cristiano medieval.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 198-204.